domingo, 1 de junio de 2014

"Viri galilæi, quid admiramini aspicientes in cælum?


In ascensione Domini

Hace algunos años, luego de presentar el último examen para concluir los estudios de teología, quise ir al mar para aliviar la mente. Llegué a la playa y me dispuse a recorrerla a todo lo largo. Caminé y caminé y caminé, como si caminando pudiera olvidar todo lo que caminando había aprendido. Luego de algunas horas comenzó a atardecer. Y la luz del ocaso se alargaba  sobre el agua. Esa tarde me pareció que la luz tenía algo de muy nuevo. Era una luz que no reconocía. Me di cuenta de repente que yo no conocía esa luz de atardecer, la luz del ocaso.
Los monjes solemos cantar todos los días al atardecer la alabanza a Jesucristo, luz verdadera de la gloria. Y como durante todos esos años de estudios yo no había faltado a la oración vespertina de la comunidad, pues no había visto una puesta del sol durante todo ese tiempo. Uno podría apresurarse a pensar que por esta razón los estudiosos de la teología muchas veces buscamos a Dios en un muy complejo laberinto de razonamientos, cuando bastaría simplemente abrir la ventana al atardecer para intuir algo del misterio de Dios. Es como pretender conocer el cielo sin verlo.
Y con todo, hay algo muy bello en el hecho de cantar la gloria de un cielo que no vemos, y que está verdaderamente más allá del techo de nuestra Iglesia. Las palabras de dos hombres vestidos de blanco que increparon a los apóstoles nos obligan a perdernos un magnífico espectáculo: «¿Qué hacen allí parados mirando al cielo?» Sentimos su impertinencia. Asistimos a un misterio glorioso nunca antes visto y dos hombres vestidos de blanco no nos dejan verlo. Nuestro corazón sube al cielo, con Jesús, pero nuestros ojos son obligados por dos hombres vestidos de blanco para que dejen de contemplarlo.
Es curioso que la Escritura no habla de ángeles que interrumpen la contemplación de los apóstoles, sino de dos hombres vestidos de blanco. Son los miembros del cuerpo de Cristo, blanqueados con su sangre, revestidos de su gracia, fruto de su pasión. Son los miembros del cuerpo de Cristo los que nos obligan a perdernos el espectáculo celestial y volver nuestras miradas a ellos. Su insistente «¿Qué hacen allí parados mirando al cielo?», es la voz de una esposa que te pide pan para tus hijos, es la voz de tu hijo que te pide que no dejes de ser padre, es la voz de tu hermano que te pide que veles con él una hora de su aflicción, de su dolor y de su soledad, es la voz de tu hermana que te pide que escuches por una hora, es la voz de un coro en oración que te despierta para que te unas a ella, es la voz de la vida que te pide un favor.
¿Qué haces allí parado mirando al cielo? Con toda verdad enseña San Agustín que Cristo  «ha sido elevado ya a lo más alto de los cielos; sin embargo, continúa sufriendo en la tierra a través de las fatigas que experimentan sus miembros. Así lo atestiguó con aquella voz bajada del cielo: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” Y también: “Tuve hambre y me ustedes me dieron de comer”». Porque sigue siendo perseguido en los cristianos perseguidos. Cristo sigue extendiendo su mano hacia ti. Cristo está en los cielos, pero continúa estando con nosotros por su divinidad, por su poder, por su amor; nosotros no tenemos el poder para subir al cielo y quedarnos con él, pero tenemos el amor para quedarnos en la tierra y amar con él.

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