In ascensione Domini
Hace algunos años, luego de
presentar el último examen para concluir los estudios de teología, quise ir al
mar para aliviar la mente. Llegué a la playa y me dispuse a recorrerla a todo
lo largo. Caminé y caminé y caminé, como si caminando pudiera olvidar todo lo
que caminando había aprendido. Luego de algunas horas comenzó a atardecer. Y la
luz del ocaso se alargaba sobre el agua.
Esa tarde me pareció que la luz tenía algo de muy nuevo. Era una luz que no
reconocía. Me di cuenta de repente que yo no conocía esa luz de atardecer, la
luz del ocaso.
Los monjes solemos cantar todos los
días al atardecer la alabanza a Jesucristo, luz verdadera de la gloria. Y como
durante todos esos años de estudios yo no había faltado a la oración vespertina
de la comunidad, pues no había visto una puesta del sol durante todo ese
tiempo. Uno podría apresurarse a pensar que por esta razón los estudiosos de la
teología muchas veces buscamos a Dios en un muy complejo laberinto de
razonamientos, cuando bastaría simplemente abrir la ventana al atardecer para
intuir algo del misterio de Dios. Es como pretender conocer el cielo sin verlo.
Y con todo, hay algo muy bello en el
hecho de cantar la gloria de un cielo que no vemos, y que está verdaderamente
más allá del techo de nuestra Iglesia. Las palabras de dos hombres vestidos de
blanco que increparon a los apóstoles nos obligan a perdernos un magnífico
espectáculo: «¿Qué hacen allí
parados mirando al cielo?»
Sentimos su impertinencia. Asistimos a un misterio glorioso nunca antes visto y
dos hombres vestidos de blanco no nos dejan verlo. Nuestro corazón sube al
cielo, con Jesús, pero nuestros ojos son obligados por dos hombres vestidos de
blanco para que dejen de contemplarlo.
Es curioso que la Escritura no habla
de ángeles que interrumpen la contemplación de los apóstoles, sino de dos
hombres vestidos de blanco. Son los miembros del cuerpo de Cristo, blanqueados
con su sangre, revestidos de su gracia, fruto de su pasión. Son los miembros
del cuerpo de Cristo los que nos obligan a perdernos el espectáculo celestial y
volver nuestras miradas a ellos. Su insistente «¿Qué hacen allí parados mirando al cielo?», es la voz de una esposa que te pide pan para
tus hijos, es la voz de tu hijo que te pide que no dejes de ser padre, es la voz de tu hermano
que te pide que veles con él una hora de su aflicción, de su dolor y de su
soledad, es la voz de tu hermana que te pide que escuches por una hora, es la
voz de un coro en oración que te despierta para que te unas a ella, es la voz
de la vida que te pide un favor.
¿Qué haces allí parado
mirando al cielo? Con toda verdad enseña San Agustín que Cristo «ha sido elevado
ya a lo más alto de los cielos; sin embargo, continúa sufriendo en la tierra a
través de las fatigas que experimentan sus miembros. Así lo atestiguó con
aquella voz bajada del cielo: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” Y también:
“Tuve hambre y me ustedes me dieron de comer”». Porque sigue siendo perseguido en los cristianos
perseguidos. Cristo sigue extendiendo su mano hacia ti. Cristo está en los
cielos, pero continúa estando con nosotros por su divinidad, por su poder, por
su amor; nosotros no tenemos el poder para subir al cielo y quedarnos con él, pero
tenemos el amor para quedarnos en la tierra y amar con él.
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