Dominica V post Pascha
Bien sabemos que, entre las aves, sin duda alguna las avestruces son las más grandes. Su largo cuello y su aguda mirada les permiten ver a gran distancia y detectar así la presencia de cualquier intruso. Naturalmente, compiten entre ellas en altura, velocidad y fuerza para ser los líderes dominantes de la manada. Las avestruces son animales curiosos, inquisitivos. A diferencia de cualquier otra ave, les fascina todo lo que brilla, de modo que picotean y a veces hasta se tragan alguna pieza de joyería, algún pedazo de alambre o incluso vidrios, una avaricia que podría costarles la vida. Sin embargo, a pesar de su arrogancia y de su genio prepotente, las avestruces conocen una cierta humildad.
Bien sabemos que, entre las aves, sin duda alguna las avestruces son las más grandes. Su largo cuello y su aguda mirada les permiten ver a gran distancia y detectar así la presencia de cualquier intruso. Naturalmente, compiten entre ellas en altura, velocidad y fuerza para ser los líderes dominantes de la manada. Las avestruces son animales curiosos, inquisitivos. A diferencia de cualquier otra ave, les fascina todo lo que brilla, de modo que picotean y a veces hasta se tragan alguna pieza de joyería, algún pedazo de alambre o incluso vidrios, una avaricia que podría costarles la vida. Sin embargo, a pesar de su arrogancia y de su genio prepotente, las avestruces conocen una cierta humildad.
Todos hemos oído alguna vez que las
avestruces suelen esconderse entre los matorrales pegando su cabeza al suelo. Desde
polluelos suelen reposar en el nido con el cuello tendido por tierra para
descansar sus cabezas. Y cuando crecen continúan descansando la cabeza en el
suelo, aunque su cuerpo sea ya enorme y se alce un par de metros sobre el
suelo. Hacen esto no porque tengan miedo de enfrentar los peligros, pues saben
bien que sus potentes piernas les consienten fácilmente huir a toda prisa o
patear a matar. En efecto, las avestruces tienen uñas muy duras y afiladas. Una
patada hacia atrás o hacia delante podría ser letal. Más bien colocan su cabeza
en el suelo porque saben que su cuello es la parte más vulnerable de su cuerpo.
Y si se aproxima cualquier agresor lo mirarán desde abajo. Así recuerdan que no
hay adversario pequeño.
Algo así es el misterio cristiano.
Un cristiano nunca es más que nadie. Y en su lucha contra las tentaciones y el
pecado no hay adversario pequeño. Imagina que tú fueras lo máximo. Y por encima
de ti no hubiera nadie mejor. Muy pronto, al mirar tus defectos y saber que
nadie es mejor que tú, caerías en una tremenda desesperación. No habría
remedio. Pero no, fíjate bien, el Señor Jesús, después de lavarles los pies a
sus discípulos les dijo: «Yo
les aseguro: el sirviente no es más importante que su amo, ni el enviado es
mayor que quien lo envía. Si entienden esto y lo ponen en práctica, serán
dichosos». Dijo esto el Señor
Jesús luego de que él, que es nuestra cabeza, se puso a nuestros pies, como
sirviente. Y es ésta la actitud cristiana. El Señor Jesús nos ha enseñado a
nosotros sus discípulos que el cristiano debe ponerse a los pies de sus
hermanos porque desde esa noche de amor, en que él lavó nuestros pies, siempre hay alguien a quien servir,
siempre hay alguien mayor que tú, siempre hay un camino que ascender por el
amor con la esperanza de poder ser mejores. Tu hermano, el pobre, quien te necesita, se vuelve una estrella que
alcanzar, una estrella que te traza el camino al cielo y te obliga a aprender
el arte de vivir y de amar.
Imagina que el techo de esta
iglesia estuviera al ras de tu cabeza. Y que tu cabeza erguida fuera el límite
de la iglesia. Difícilmente podrías elevar los ojos al cielo. Tu mirada estaría
fija en eso que somos y nada más. Hoy hemos escuchado las palabras del Señor: «Yo les aseguro, el que crea en mí, hará
las obras que hago yo y las hará aún mayores, porque yo me voy al Padre».
En verdad, grandes cosas hizo el Señor cuando caminó entre nosotros como hombre
entre los hombres. Pero su promesa de que nosotros haremos obras aún mayores es
tal vez la más grande de sus obras. El Señor dijo que haríamos obras aún
mayores porque él iba al Padre. Es que, al ir al Padre, Cristo levantó el techo
de la Iglesia. Lo hizo más alto, tan alto que sube de nuestros pies a los pies
del Padre, de nuestros corazones al corazón de Dios, de nuestros ojos a la
mirada divina. Así, al ir al Padre, Cristo nos dio mucho, mucho, mucho cielo
por ascender por las buenas obras. Por eso los templos cristianos siempre son
altos, precisamente para recordarnos que Cristo nuestra cabeza se abajó a
nuestro suelo, y se puso a nuestros pies, y luego se fue al Padre y nos preparó
un cielo que ascender para estar con él: «Cuando me haya ido y les haya preparado un lugar, volveré y los
llevaré conmigo, para que donde yo esté, estén también ustedes». El camino es Cristo, es su ejemplo de
humildad, si lo conoces, conoces a Dios. Si entiendes esto y lo pones en
práctica serás dichoso.
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