domingo, 4 de mayo de 2014

"Mane nobiscum"

Dominica III post Pascha

Todos sabemos que detrás del fuego muchas veces sigue el humo. Tras el fuego del conocimiento, muchas veces viene el humo de la vanagloria, de la soberbia, de la aburrición, la sospecha y la duda. Detrás del fuego del amor, a menudo viene el humo del hastío, los celos, el odio, el abandono. El fuego deja su luz en nuestros ojos. El humo nos deja lágrimas en el rostro y mal olor en nuestros vestidos. Y así, muchas veces después de haber conocido algo de la luz de Cristo, nuestros ojos se ciegan por el humo de nuestra insensatez, y después de haberlo amado intensamente nos olvidamos, por la dureza de nuestro corazón, del fuego que él vino a prender al mundo. El humo ciega nuestra mirada con un velo llorón y maloliente.
Cleofás creía saber todo acerca de Jesús. Y con humo de arrogancia confesó que Jesús «era un profeta poderoso en obras y palabras, ante Dios y ante todo el pueblo». Una humareda de enojo y decepción se levantó orgullosa del corazón de Cleofás: «Nosotros esperábamos que él sería el libertador de Israel, y sin embargo, han pasado ya tres días desde que estas cosas sucedieron». El humo de la duda velaba los corazones de los discípulos y por eso no comprendieron ni amaron el misterio de la tumba y las mortajas vacías. No se alegraron de ello. Les dolía demasiado el vacío de su corazón como para alegrarse de una tumba vacía.
A tientas, en medio de su ceguera, los discípulos acertaron a encontrar el cerrojo de  la puerta de sus corazones y la abrieron con un gesto de hospitalidad que tenía acentos de plegaria: «Quédate con nosotros, porque ya es tarde y pronto va a oscurecer». Es como si dijeran: Quédate con nosotros porque el fuego del conocimiento y del amor ya se apaga y muy pronto las densas nubes de nuestra noche de decepciones y hastío lo invadirán todo. Quédate con nosotros, porque no podemos vivir sin una chispa de luz en nuestros ojos, sin el recuerdo de la luz que la esperanza encendió en nuestras almas y que ahora lentamente se apaga». Y la hospitalidad los salvó de la desesperación. La hospitalidad sola con su palabra mágica: «Quédate».
Él conocía hasta sus corazones, pero ellos no lo reconocieron. Caminó con ellos e hizo arder en sus corazones el fuego de la caridad, ese fuego que como cirio de pascua arde sin humo, esa columna que es frescura de día y brillo de noche. Como enseña San Gregorio el Grande, ellos «escuchando los mandamientos de Dios no fueron iluminados, mientras que sí lo fueron poniéndolos en práctica». Aunque no lo reconocieron como Dios verdadero y Vida inmortal, lo amaron como peregrino, y eso los salvó: «Entró para quedarse con ellos».
Al bendecir el pan, al partirlo, al entregarlo, sus ojos lo reconocieron. Pero él desapareció, mostrando así el verdadero misterio de su cuerpo. El cuerpo resucitado del Señor ya no es un cuerpo visible; es más bien un cuerpo que se muestra, que aparece, porque es un cuerpo que se entrega al Padre y a los hombres. En la sangre derramada y en el cuerpo entregado se oculta todo el destino de nuestra humanidad. Nuestros ojos ya no verán más a Jesús. Pero verán su sangre derramada y su cuerpo entregado. Sangre que maquilla la fealdad de nuestra humanidad. Cuerpo que regenera nuestras almas desnutridas. Viendo su sangre derramada en las vidas de cada hombre y de cada mujer que peregrina a tu lado, viendo su cuerpo entregado por tu hermano que tiene un corazón hambriento, cada vez que por el amor digas la palabra mágica de la hospitalidad: «Quédate», habrás visto y reconocido al Señor.

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