Dominica XXVI per
annum
Se cuenta que en el terrible
desierto de la Tebaida, donde los monjes entablaron encendidas batallas contra
el diablo, hubo una mujer de gran virtud conocida como María Egipciaca. Pero
María no siempre estuvo allí. María llegó al desierto después de una larga
aventura. Ella en su vida pasada había abandonado su hogar para entregarse a la
prostitución en Alejandría y así pasó diecisiete años.
En cierta ocasión oyó decir que una
gran caravana emprendería un peregrinaje a Tierra Santa para celebrar allá la
fiesta de la exaltación de la Santa Cruz. Entonces pensó ella que sería una
buena oportunidad de divertirse y decidió unirse a la caravana. Durante el
camino se dedicó a distraer a cristianos incautos y poco piadosos, que más o
menos fácilmente se dieron al desorden y la impiedad. Después de varios días
así, llegaron finalmente a Jerusalén y entre risas y bromas María también quiso
entrar en la iglesia del Santo Sepulcro; pero para su sorpresa, al intentar
entrar en el templo de Dios, sintió una fuerza que la empujaba hacia afuera. Lo
intentó de nuevo, y otra vez se encontraba ante las puertas de la iglesia, y
una vez más con todas su fuerzas y todo fue inútil. No podía entrar.
Despechada cayó en la cuenta de que
nunca antes nadie la había rechazado y un profundo dolor embargó su corazón.
Era el dolor del arrepentimiento. Levantó los ojos y vio un icono de la Madre
de Dios, y rezó ante él implorando el perdón del cielo y prometiendo renunciar
a su vida pasada. Entonces pudo entrar en la iglesia para adorar la Santa Cruz,
y al salir oyó la voz de la Madre de Dios que le dijo: «Cruza el Jordán y encontrarás
descanso».
Así lo hizo, cruzó el Jordán y allí en el monasterio de San Juan el Bautista
comulgó reverentemente y se marchó al desierto con sólo tres panes para
consagrar el resto de su vida a la oración y la penitencia.
Hoy hemos escuchado la Palabra del
Señor: «Yo les aseguro que los publicanos y las prostitutas se les han
adelantado en el camino del Reino de Dios». Pero, fíjate bien, este adelanto no
consiste en tomar ventaja como quien corre más aprisa abriéndose paso con los
codos. Este adelanto consiste en dar un paso hacia atrás al experimentar el
rechazo de Dios, como le sucedió a María de Egipto. Permítanme decirlo con
palabras severas: Dios nos rechaza, nos empuja y nos expulsa de su templo santo
porque él y sólo él es el autor de nuestra conversión. Esa mirada que hizo
bajar a Zaqueo, la que hizo estallar el llanto amargo de Pedro, la que hizo
volverse a María Magdalena de la soledad al amor de la fe, nos hace dar marcha
atrás, avanzando en el Reino. En este rechazo está la misericordia. Si no,
¿cómo podríamos volver sobre nuestros pasos extraviados en el pecado?
Con toda verdad un célebre predicador
enseña que nosotros ni siquiera sabemos bien a qué debemos renunciar y de qué
debemos convertirnos. Porque nuestros pecados muchas veces sólo encubren un
amor muy profundo a un fantasma misterioso oculto en los recovecos de nuestra
inconsciencia. Un fantasma, un ídolo, que impide que abandonemos las ocasiones
de pecado, y más bien hace que las busquemos con distraída inconsciencia. Y que
tal vez a eso se refiera el Apóstol Santiago cuando habla de aquel que escucha
la palabra y no la pone en práctica: Es como un hombre que mira su rostro en un
espejo e inmediatamente se olvida de cómo era. Así, oímos la Palabra de Dios,
su ley divina, y vemos nuestra propia monstruosidad, nuestra lejanía de la
belleza, nuestra pecaminosa fealdad; pero casi al instante olvidamos la corrupción
que hemos visto en nuestra propia alma, como quien no ha sido agraciado con un
buen aspecto, y se afeita por la mañana y luego baja las escaleras olvidando lo
feo que era. Esa naturaleza oculta, oscura, fea, que nosotros aceptamos y
olvidamos fácilmente y aún la amamos casi sin saberlo, es la sombra del pecado
al que debemos renunciar.
Por eso, cuando el Señor nos manda
trabajar en su viña le decimos: «Ya voy Señor»; pero no vamos. Porque amamos
tanto la sombra de muerte que permanecemos asidos a su inercia idolátrica de pecado. «No hago el bien que quiero», dice el Apóstol. Y cuando el Padre nos
manda a trabajar en su viña y le decimos: «No quiero ir», reconocemos que es él
quien obra nuestro querer y nuestro actuar y que sin la ayuda divina no
podríamos detenernos en nuestra loca marcha tras la esclavitud del pecado. Él graciosamente
nos empuja entonces al arrepentimiento, y nos hace así cumplir su voluntad. Por
eso la vida cristiana sólo comienza a funcionar si aceptamos ser náufragos de
la gracia en vez de serlo del pecado.