domingo, 28 de septiembre de 2014

"Amen dico vobis: publicani et meretrices præcedunt vos in regnum Dei"

Dominica XXVI per annum

Se cuenta que en el terrible desierto de la Tebaida, donde los monjes entablaron encendidas batallas contra el diablo, hubo una mujer de gran virtud conocida como María Egipciaca. Pero María no siempre estuvo allí. María llegó al desierto después de una larga aventura. Ella en su vida pasada había abandonado su hogar para entregarse a la prostitución en Alejandría y así pasó diecisiete años.
En cierta ocasión oyó decir que una gran caravana emprendería un peregrinaje a Tierra Santa para celebrar allá la fiesta de la exaltación de la Santa Cruz. Entonces pensó ella que sería una buena oportunidad de divertirse y decidió unirse a la caravana. Durante el camino se dedicó a distraer a cristianos incautos y poco piadosos, que más o menos fácilmente se dieron al desorden y la impiedad. Después de varios días así, llegaron finalmente a Jerusalén y entre risas y bromas María también quiso entrar en la iglesia del Santo Sepulcro; pero para su sorpresa, al intentar entrar en el templo de Dios, sintió una fuerza que la empujaba hacia afuera. Lo intentó de nuevo, y otra vez se encontraba ante las puertas de la iglesia, y una vez más con todas su fuerzas y todo fue inútil. No podía entrar.
Despechada cayó en la cuenta de que nunca antes nadie la había rechazado y un profundo dolor embargó su corazón. Era el dolor del arrepentimiento. Levantó los ojos y vio un icono de la Madre de Dios, y rezó ante él implorando el perdón del cielo y prometiendo renunciar a su vida pasada. Entonces pudo entrar en la iglesia para adorar la Santa Cruz, y al salir oyó la voz de la Madre de Dios que le dijo: «Cruza el Jordán y encontrarás descanso». Así lo hizo, cruzó el Jordán y allí en el monasterio de San Juan el Bautista comulgó reverentemente y se marchó al desierto con sólo tres panes para consagrar el resto de su vida a la oración y la penitencia.
Hoy hemos escuchado la Palabra del Señor: «Yo les aseguro que los publicanos y las prostitutas se les han adelantado en el camino del Reino de Dios». Pero, fíjate bien, este adelanto no consiste en tomar ventaja como quien corre más aprisa abriéndose paso con los codos. Este adelanto consiste en dar un paso hacia atrás al experimentar el rechazo de Dios, como le sucedió a María de Egipto. Permítanme decirlo con palabras severas: Dios nos rechaza, nos empuja y nos expulsa de su templo santo porque él y sólo él es el autor de nuestra conversión. Esa mirada que hizo bajar a Zaqueo, la que hizo estallar el llanto amargo de Pedro, la que hizo volverse a María Magdalena de la soledad al amor de la fe, nos hace dar marcha atrás, avanzando en el Reino. En este rechazo está la misericordia. Si no, ¿cómo podríamos volver sobre nuestros pasos extraviados en el pecado?
Con toda verdad un célebre predicador enseña que nosotros ni siquiera sabemos bien a qué debemos renunciar y de qué debemos convertirnos. Porque nuestros pecados muchas veces sólo encubren un amor muy profundo a un fantasma misterioso oculto en los recovecos de nuestra inconsciencia. Un fantasma, un ídolo, que impide que abandonemos las ocasiones de pecado, y más bien hace que las busquemos con distraída inconsciencia. Y que tal vez a eso se refiera el Apóstol Santiago cuando habla de aquel que escucha la palabra y no la pone en práctica: Es como un hombre que mira su rostro en un espejo e inmediatamente se olvida de cómo era. Así, oímos la Palabra de Dios, su ley divina, y vemos nuestra propia monstruosidad, nuestra lejanía de la belleza, nuestra pecaminosa fealdad; pero casi al instante olvidamos la corrupción que hemos visto en nuestra propia alma, como quien no ha sido agraciado con un buen aspecto, y se afeita por la mañana y luego baja las escaleras olvidando lo feo que era. Esa naturaleza oculta, oscura, fea, que nosotros aceptamos y olvidamos fácilmente y aún la amamos casi sin saberlo, es la sombra del pecado al que debemos renunciar.
Por eso, cuando el Señor nos manda trabajar en su viña le decimos: «Ya voy Señor»; pero no vamos. Porque amamos tanto la sombra de muerte que permanecemos asidos a su inercia idolátrica de pecado. «No hago el bien que quiero», dice el Apóstol. Y cuando el Padre nos manda a trabajar en su viña y le decimos: «No quiero ir», reconocemos que es él quien obra nuestro querer y nuestro actuar y que sin la ayuda divina no podríamos detenernos en nuestra loca marcha tras la esclavitud del pecado. Él graciosamente nos empuja entonces al arrepentimiento, y nos hace así cumplir su voluntad. Por eso la vida cristiana sólo comienza a funcionar si aceptamos ser náufragos de la gracia en vez de serlo del pecado.

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