jueves, 28 de agosto de 2014

«Sangre de Cristo es contemplar las cosas creadas, el que la bebe se hará sabio gracias a ella»


In festo sancti Augustini Episcopi

«Sangre de Cristo es contemplar las cosas creadas, el que la bebe se hará sabio gracias a ella» (Ad Monachos 119). Con este enigma Evagrio Póntico invita en el desierto a sus monjes a encontrar por ellos mismos la sabiduría espiritual. Por su parte, San Agustín advierte para la lectura de las Sagradas Escrituras: «También la ignorancia de las cosas nos hace oscuras las expresiones figuradas, cuando ignoramos  la naturaleza de los animales, de las piedras, de las plantas o de otras cosas, que se aducen muchas veces en las Escrituras como objeto de comparaciones. Así el hecho conocido de que la serpiente expone todo el cuerpo a los que la hieren, guardando su cabeza, ¡cuánto no esclarece el sentido del pasaje en que Dios manda que seamos prudentes como la serpiente; a saber, que ofrezcamos nuestro cuerpo a los que nos persiguen antes que nuestra cabeza, que es Cristo, para que no muera en nosotros la fe cristiana si, por conservar el cuerpo, negamos al Señor! Lo mismo aquello que se dice de ella de que se mete por las rendijas de las cavernas y, dejada la vieja túnica, recibe nuevas fuerzas, ¡qué bien concuerda para que, imitando esta misma maña de la serpiente, pasando por las estrechuras conforme afirma el Señor “entren por la puerta estrecha”, cada uno se desnude del hombre viejo, como dice el Apóstol, y nos vistamos del nuevo. Así como el conocimiento de la naturaleza de la serpiente aclara muchas semejanzas que de este animal suele traer la Escritura, igualmente la ignorancia de la naturaleza de no pocos animales, de que también hace mención, con no menor frecuencia, impide no poco el entenderla. Lo mismo se ha de decir con respecto de las piedras, de las hierbas, y de cualquier cosa que se sostiene por raíces». (De doctrina christiana II,16, 24). Y San Bernardo aconseja: «Fíate de mi experiencia: encontrarás bastante más en los árboles que en los libros. Los árboles y las rocas te enseñarán lo que no pueden decirte los maestros. ¿O no crees que se puede extraer "miel de la roca y aceite del peñasco durísimo"? ¿O es que no manan licor los montes, no se deshacen los collados en leche y miel y los valles no se visten de mieses?» ( Epistola CVI)
Con estas enseñanzas como preludio, quisiera conversar con Agustín y con Alonso Gracián. En una publicación reciente[1] el Doctor Gracián afirma: «Parece que habitan los demonios donde no hay botánicas, en el puro desierto exterior o interior, en la nada artificial, o en las grandes colinas de hormigón y las moradas artificiales de hierro y plástico, donde el desierto técnico castiga al alma con su presencia asfixiante y su antropocentrismo electrónico. La presencia armoniosa de plantas, árboles y flores nos tranquiliza, hace amable y habitable el Mundo Caído. Lo vegetal parece el estrato de la Creación donde en menor medida ha penetrado el mal por el pecado. Allá donde avanza la consciencia, parece que proliferan los efectos de la Caída».
Pues bien, en uno de sus comentarios al Génesis, San Agustín respecto a la creación de los vegetales apunta al hecho de que no fueron creados en un día propio, sino en el mismo día en que Dios disipó las incomodidades de las aguas reuniéndolas en un solo lugar para que apareciera el suelo: «como por las raíces se unen a la tierra y permanecen fijas en ella, quiso que éstas perteneciesen al mismo día» (De Genesi ad Litteram II,25). En verdad, esta estabilidad ligada a la profundidad del arraigarse contradice radicalmente la girovagancia de los demonios,  siempre errantes, nunca estables, enemigos de toda profundidad, fascinados por la superficialidad originaria precisamente en cuanto que prefieren negar la creación.
A propósito de esta idolatría tenebrosa de la superficialidad originaria, me vienen a la mente las palabras con que se describe Mefistófeles en el Fausto de Goethe: «Soy un espíritu que continuamente estoy negando la evidencia de las cosas, y no me falta razón en parte, porque todo lo que existe, al fin y al cabo, es una mentira que se convertirá en polvo y que, para llegar a este resultado hubiera sido preferible que no hubiese existido jamás. En una palabra, lo que ustedes llaman pecado y destrucción, y más especialmente mal, es el elemento que me constituye». Mefistófeles se presenta a sí mismo como «una pequeña porción»; sin embargo, ante los ojos de Fausto aparece todo entero. Entonces Mefistófeles explica: «Te digo la pura verdad. Si el hombre, ese ente extravagante, cree componerse de un todo, yo, pues, me compongo únicamente de la parte de la parte que en un principio era un todo; me compongo de una parte de las tinieblas que engendraron la luz, esa luz altanera que al presente disputa a su madre, la noche, su antiguo rango y el espacio».
Esta crítica demoniaca de la luz, que tiende a llenar todo cuanto tiene a su disposición, como la música, revela una confianza diabólica de que todo lo creado vuelva a la faz de la nada, a la superficialidad originaria del abismo sobre el que fue llevado el Espíritu creador. «Pululan los demonios donde no hay árboles ni plantas, atraídos por el vacío como las moscas a la miel. Con razón la naturaleza tiene horror al vacío. Empeño diabólico es que no florezca ni arraigue nada», afirma Gracián, y resulta más que convincente su aseveración. Todavía más: «Los demonios sienten fascinación por el vacío, por el mal. Acuden a Él como moscas a la putrefacción. Nada más apetecible para las potestades del mal que los vacíos mentales provocados por técnicas de meditación […]».
Por su parte también el Mefistófeles de Goethe habla de su empeño siempre frustrado y frustrante de volver al vacío: «Y francamente, no he adelantado lo bastante en mi propósito, a pesar de lo mucho que he trabajado. Cuanto más me esfuerzo en destruir al mundo, más chasqueado me quedo; hay en él la realidad, enemiga acérrima de la nada, que le protege, y con todos mis esfuerzos sólo puedo alcanzar que se agiten los mares, que se desencadenen tempestades y que se desarrollen incendios; pero nada logro con ello, porque se apaciguan los mares, se calman las tempestades, se apagan los incendios y todo vuelve a su estado normal y el mundo no sufre por esto modificación que atente a su modo de ser: ¡nada puedo con este maldito semillero de hombres y animales! ¡Cuanto más destruyo en él, más joven y fresca es la sangre que le da vida! Así van las cosas ¡tanto del aire, como de las aguas y también de la tierra parten millares de semillas que germinan en terreno seco, en la humedad, en el calor y en el frío! Si no me hubiese reservado la llama, nada hubiera quedado para mí».
Ahora bien, del vagabundeo demoniaco ciertamente hay evidencia y llaga en los desiertos. Gracián trae a colación el caso de Antoine de Saint-Exupéry: «el aviador y escritor autor de El Principito se estrelló con su avión en el desierto del Sahara. Tanto él como su ayudante, que también sobrevivió, padecieron alucinaciones visuales y auditivas. Como contrapartida, el pequeño príncipe y su rosa nacieron allí, con sus dibujos de heroísmo natural». Curiosamente, cuando Antoine de Saint-Exupéry narra la travesía del Pequeño Príncipe por el desierto en la Tierra, dice que se encontró con una florecita insignificante de tres pétalos. Y cuando le preguntó dónde estaban los hombres, la flor que un día viera pasar una caravana le respondió: «¿Los hombres? Yo creo que existen seis o siete. Los vi hace muchos años. Pero no se puede saber nunca dónde se encuentran. El viento los lleva. Ellos no tienen raíces. No les gustan».
Pienso que en el paso de cuarenta años por el desierto, los israelitas vagaron no por desobediencia a la voluntad e Dios, sino por la murmuración, que es un vagabundeo verbal del corazón. Muchas veces he dicho que así como los israelitas por murmurar comprometieron su entrada en la tierra prometida, así nosotros los cristianos por la murmuración comprometemos nuestro derecho a la tierra prometida. Y nuestra tierra prometida es la cruz. En ella echamos raíces, en ella nos plantamos, en ella fructificamos.
En el discernimiento de espíritus no nos ha de extrañar que el vagabundeo que nada produce sea un signo de la presencia diabólica. Y de sus sugestiones. Dios no vaga. Como explica Agustín: «Así pues, cuando deambulaba Dios por el paraíso en la tarde, significa que al venir hacia ellos a juzgarlos, ya antes de imponerles la pena, él paseaba por el paraíso, es decir, como que se movía en ellos la presencia de Dios, cuando ya ellos mismos no estaban firmemente establecidos en su mandamiento» (De Genesi contra Manichæos II,16,24). En vano se cubren con hojas vegetales, añorando la estabilidad en la obediencia. Su destierro los hace salir al vagabundeo nocturno del mundo.
Por el contrario, la naturaleza del movimiento de los astros rectifica obediencialmente la finalidad del mundo. San Agustín muchas veces halló significados espirituales en las luminarias del cielo, el sol, la luna y las estrellas, como guías para el naufragio de los hombres. Pero esa función es secundaria pues es alivio para el hombre caído. En el día de su creación las luminarias eran signos eminentes de los tiempos, de los días y de los años litúrgicos, y su servicio se ordena establemente a brillar en el cielo y alumbrar la tierra. El mundo no fue hecho para el vagabundeo, el naufragio, el extravío. El mundo es el signo de la fidelidad perenne de Dios y por eso «no vacilará jamás». Y la abundancia de vegetales es promesa de la beatitud final para la que fue hecho el hombre.
Me viene a la mente otro pasaje de El Principito en que el Pequeño Príncipe cuestiona acerca de la importancia o la superficialidad con que se tomaría la destrucción de una planta si fuera la única existente: «Si alguien ama una flor de la que sólo existe un ejemplar en millones y millones de estrellas, eso basta para hacerlo feliz cuando las contempla. Él se dice: “Mi flor está allá, en algún lugar…” ¡Pero si el cordero se come la flor, es, para él, como si todas las estrellas repentinamente se apagasen!, ¡y esto no tiene importancia!» (c.7). La ternura de esta frase distrae a la hora de darnos cuenta que se trata de una hipótesis absurda. La multiplicidad, la abundancia de los vegetales impide obediencialmente su singularización que atraparía, como entre espinas, jirones del afecto humano, desintegrándolo en un desierto de alucinaciones que le harían creer que la nada está ya cerca, a punto de venir, y será «como si todas las estrellas repentinamente se apagasen». Hipótesis absurda, teoría diabólica del desierto final y de la vuelta a la faz de la nada. Señala Gracián: «Lo cierto es que el ecologismo postmoderno, que no ama la Creación, y que es idólatra de Gea, ha caducado la Botánica, ciencia y arte casi sacral, saber de los tiempos antiguos. Resulta notable el amor de los botánicos por la lengua de la Iglesia, el latín, la lengua más bella del mundo, como las flores. Resulta curioso que una lengua inmutable sirva de expresión a la ciencia de lo efímero. A la ciencia del pulchrum, que muestra lo inmutable». La lengua de la Iglesia de por sí no puede ser la lengua del desierto, es la lengua de una asamblea milenaria.
Todavía hay algo más. Me parece que el punto más agudo de la poderosa tesis de Gracián radica precisamente en una sentencia dicha un poco en broma: «Y es que el amor a la Botánica… ¿será señal de Predestinación?» Pregunta graciosa por el humor y agraciada por el amor. Me recuerda las palabras de Agustín: «entre la gracia y la predestinación existe únicamente esta diferencia: que la predestinación es una preparación para la gracia, y la gracia es ya la donación efectiva de la predestinación: prædestinatio est gratiæ præparatio, gratia vero iam ipsa donatio» (De prædestinatione sanctorum 10,19). Es que desde el instante mismo en que Dios plantó un jardín para el hombre, con árboles de aspecto agradable, había ya establecido el amor a la Botánica como signo de predestinación y el único árbol prohibido era la aversión a ella, árbol que deshilacha al hombre entre las espinas del conocimiento del bien y del mal, y lo convierte en una madeja de contradicciones. Ahora bien, la fuerza de atracción de la Botánica radica en que fue hecha germinar para saciar a todos los vivientes precisamente por su buen aspecto y suave sabor, pero también por su abundancia. El árbol de la condena atrae por su soledad desértica, funesta, aun en medio del paraíso. La atracción que ejerce la Botánica no viene de ella misma, sino del Verbo eterno de Dios: «Muestras un ramo verde a una oveja y la atraes; muestras nueces a un niño y lo atraes; se le atrae al lugar a donde corre; se le atrae mediante lo que ama, se le atrae sin violencia corporal alguna; se le atrae con la cuerda del amor. Ahora bien, si estas cosas que pertenecen a las delicias y placeres terrenos, ejercen tal atracción sobre quienes las aman nada más mostrárselas, dado que cada cual es atraído por su placer, ¿qué atracción será la de Cristo revelado por el Padre? ¿Ama el alma algo con más ardor que la verdad? ¿De qué cosa deberá ser ávido el hombre, con qué finalidad ha de desear tener sano el paladar interior con que juzgar la verdad, sino para comer y beber la sabiduría, la justicia, la verdad, la eternidad?» (In Evangelium Ioannis 26,5).
Ahora bien, no escapa a San Agustín el hecho de que el reino vegetal haya sido creado antes que las luminarias del cielo. Lo que habría que señalar es que las plantas necesitan la luz solar para alimentarse, pero no para ser alimento. Y esto se prueba física y metafísicamente. En efecto, la semilla, antes de germinar, es alimento que no se alimenta. Dios dispuso solamente a los vegetales como alimento, y por ello no son tocados por el dolor. Su destrucción conoce una regeneración que perdona incluso las más graves injurias. Pero esta condición física de los vegetales, enseña Agustín, obedece a la causalidad metafísica del Verbo eterno de Dios: «Luego las palabras dichas por Dios en el día sexto: “He aquí que os he dado a vosotros todo alimento seminal que siembra semilla y que está sobre la tierra” y las restantes, no son palabras que suenan, ni palabras proferidas con voz articulada y temporal, sino palabras que están en el Verbo de Dios como potencia creadora».
Dios está dando continuamente de comer al mundo porque el alimento vegetal que llena el vacío es analogía del ser de Aquél que se esconde en cereal y en vino. Cristo, antes de ser un niño que pueda nutrirse, es Pan de ángeles. Antes de tomar pan en la noche del mundo, Cristo es Pan vivo que baja del cielo. Porque en él mismo está la vida. Y si la Botánica atrae a los predestinados, como el néctar a las abejas, es porque todo el reino vegetal está cargado de la atracción a la alabanza que procede de Él, «y el corazón no hallará reposo hasta que repose en Él».

[1] http://infocatolica.com/blog/mirada.php/1408170423-13-de-botanicas-desiertos-y-e

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