domingo, 10 de agosto de 2014

"Videns vero ventum validum timuit"


Dominica XIX per annum

Los erizos son animales solitarios. También son, de un modo especial, muy defensivos. Cualquier sorpresa que arruine su pesado sueño es mal recibida con gruñidos y una tensión de la piel que redunda en el endurecimiento de sus espinas. Un erizo así tenso duele, y duele mucho. Cada vez que el erizo se siente amenazado, su reacción natural será la de plegarse en sí mismo y formar una pelota de púas que resopla y gruñe compulsiva. En tal caso será mejor esperar si se pretende socializar con él. Pero hay una forma pacífica de sacar a un erizo de su agresivo ensimismamiento. Es cosa de soplar cerca de donde esconde su cabeza, soplar suavemente, y el erizo vuelve a desplegarse. Se desenrosca y comienza a explorar lo que hay a su alrededor. Francamente no sé a qué se debe este comportamiento, pero me sorprende el mágico poder que tiene la suavidad de un soplido para sacarlo de sus impulsos agresivos.
A veces pienso que en eso se parecen a nosotros, que muchas veces necesitamos el suave soplo de la cercanía de un amigo para salir de nosotros mismos y saber que estamos vivos y que el mundo no está contra nosotros. Pienso en los ancianos de cabeza y corazón endurecidos que se vuelven toda dulzura cuando los nietos aparecen en sus vidas como una suave brisa «amansa viejos». Algunas personas simplemente necesitan la brisa del afecto y de la paciencia para salir de su escudo de púas y comenzar a explorar su mundo en busca de una bendición. Cuánto bien hace un soplo de realismo y buen humor a los que hablan mal de todos y de todo. Con toda verdad ha dicho Su Santidad Francisco que «la necesidad de hablar mal del otro indica una baja autoestima; es decir, yo me siento tan abajo que, en vez de subir, bajo al otro. Olvidarse rápido de lo negativo es sano». Un suave soplo nos saca de nosotros mismos.
Algo sí sucedió cuando la suave brisa de la gloria de Dios sacó fuera de sí al profeta Elías. Y también algo así sucedió la noche en que los discípulos vieron a Jesús caminando sobre las aguas. Los discípulos estaban asustados. Y todo su mundo, y toda su historia, y toda su vida se redujeron a una pequeña barca sacudida por las olas. Pero el viento soplaba fuerte, contrario, obligándolos a salir de su miedo a través de su miedo. Allí, esa noche, apareció Jesús, caminando sobre las aguas. Pedro amaba entrañablemente a Jesús, con un amor que pensaba poco y calculaba menos. Supo Pedro que con Jesús su vida estaría a salvo, mucho más segura que en la frágil barca. «Señor, si eres tú, mándame ir a ti caminando sobre el agua». Bien sabía Pedro que Dios nunca manda algo sin dar todo lo necesario para que podamos cumplir su mandamiento. Por eso su plegaria es como si le dijera: «Señor, dame lo que me pides y pídeme lo que quieras; dame caminar sobre las aguas y mándame ir a ti sobre ellas». Y aconteció el milagro. Pedro caminó sobre el agua hacia Jesús y los corazones de los que estaban boquiabiertos en la barca ardían estupefactos, confirmados en la fe: «De veras, es el Señor, y ¡Pedro está caminando sobre el agua!»; pero al sentir la fuerza del viento el pobre Pedrito comenzó a sentir miedo y a hundirse.
Me pregunto si el viento contrario de esa noche no venía del Espíritu de Dios que esa noche era llevado por Jesús sobre la superficie de las aguas. Entonces todo el miedo de los discípulos no era sino el miedo paralizante que todos tenemos hacia el misterio de lo sobrenatural, hacia cualquier soplo divino. Estamos tan encariñados con nuestros pecados y el acomodamiento de nuestra vida, que cualquier soplo de Dios nos da miedo. Amamos a Dios, pero tenemos miedo de admitirlo porque ese amor nos podría llevar muy lejos. Cuando se trata de recorrer la ocasión de acercarnos a Dios lo hacemos, pero como temerosos de que algo suceda en nosotros, y al final, cuando ganan nuestras dudas, salimos como agradecidos de que finalmente no haya sucedido nada, nada que nos cambie la vida, nada que realmente nos transforme. Incluso en nuestras obras de misericordia siempre tenemos miedo de que tanto amor nos haga pobres, y que el servicio nos haga siervos, y que el perdón nos convierta en puentes por encima de los cuales pasen todos. Nos preguntamos una y otra vez si Dios quiere que yo ayude, que yo ame, que yo perdone. Y si la duda gana, quedamos tan tranquilos, tan contentos de haber regresado a la barca, cuando bien habríamos podido caminar sobre el agua e ir más lejos.
Pedro tenía una módica dosis de fe, una fe tan pequeña, como un grano de mostaza, y sin embargo suficiente para mover montañas. Con todo, dudó. Amaba a Jesús y caminó hacia él, pero luego el miedo hizo que nada cambiara en su vida y pudiera regresar a la barca de sus noches y tempestades de siempre. Se dice que Pedro, años más tarde, tras predicar a Jesucristo en Roma, perseguido huyó de la ciudad. En el camino se encontró con el Señor y Pedro le preguntó: «Domine, quo vadis?: Señor, ¿a dónde vas?». Y el Señor, mirándolo con amor y compasión le dijo: «A morir otra vez por ti y en tu lugar». Pedro, avergonzado y con profundo dolor volvió a Roma y allí el soplo del Espíritu lo condujo a la gloria del martirio. Pedro humildemente se reconoció indigno de morir como su Maestro y quiso ser crucificado de cabeza. Con toda verdad un poeta dice que cuando Pedro estuvo de cabeza vio el mundo como es en realidad: las nubes como montañas, las estrellas como flores, y los hombres colgando de cabeza de la misericordia de Dios que todo lo sostiene. Es que la Iglesia no se funda en la frágil barca con que navega las peligrosas aguas del siglo, sino en el soplo de la misericordia de Dios que todo lo eleva como suave brisa de su gloria. Pedro no entendió esto cuando caminó sobre las aguas, pero el amor de este misterio lo llevó a entenderlo cuando en la cruz la Misericordia le tendió la mano y lo sostuvo.

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