domingo, 9 de noviembre de 2014

"Zelus domus tuæ comedit me"

In festo dedicationis basilicæ lateranensis

En la Regla que San Benito escribió para nosotros, sus monjes, está escrito: «Así como hay un celo de amargura, malo, que separa de Dios y conduce al infierno, existe también un celo bueno que aparta de los vicios y conduce a Dios y a la vida eterna. Ejerciten, pues, los monjes este celo con el amor más ardiente».
En efecto, ante los ojos de los cristianos se presentan dos caminos: uno lleva al infierno y otro al cielo. Y el buen o mal celo marcan la diferencia. El mal celo, el celo amargo, es un camino frío, de brillantes escarchas para alfombrar nuestros pasos y de calladas heladas que lo queman todo. El buen celo, en cambio, es un camino cálido y luminoso. Y por ello también es muy fatigoso: sus paisajes llenos de flores y de frutos nos hacen sudar al recorrerlos. Es que el buen celo es el calor del alma, es su fervor.
Ahora bien, estos dos caminos en realidad marchan juntos, paralelos, aunque sus metas sean destinos opuestos. Por eso se puede conversar con los que vienen en el camino de al lado, y a veces sucede que nos cambiamos de camino sin darnos cuenta. Distraídos, perdemos la orientación y de pronto no sabemos hacia dónde estamos yendo.
Recuerdo a un monje que en ocasión de un largo viaje que iba a emprender, con gran amor se puso a cocer pan para compartir con otros monjes que visitaría en una ciudad lejana. Hizo un pan excelente, lo envolvió cuidadosamente y lo puso en su alforja. Entonces emprendió el largo viaje. Recorrió duros caminos, lluviosos, ingratos, tristes, hasta que finalmente llegó a su destino. Cuando se encontró con sus hermanos monjes quiso compartir con ellos su pan; pero, al desenvolverlo, una dura masa verde y vaporosa hizo su aparición. Del pan exquisito que había preparado sólo quedaba el fantasma revestido de moho. Al verlo, los monjes le dijeron: «Vamos hermano, tu pan se ha echado a perder. Ven a comer de nuestro pan, siéntate a la mesa con nosotros». Pero el monje peregrino parecía no darse cuenta del estado de su pan y molesto regañaba a los hermanos que no querían comer un pan tan bueno y hecho con tanto amor.
Es curioso, a veces el amor y el buen celo a lo largo del camino se nos transforman en odio y celo de amargura, y ni siquiera nos damos cuenta en qué momento sucede. Lo cierto es que nosotros seguimos llamando amor y buen celo a nuestro enojo y a nuestros celos amargos. Entonces odiamos, sin saberlo, a nuestros seres queridos porque ellos son lo que nosotros no hemos podido ser, como el monjecito que, habiendo atravesado tormentas y tempestades para llevar un pan que finalmente se le echó a perder, se enoja con sus hermanos que comen pan tierno en un refectorio cálido y recogido, y les alega para que coman el pan enmohecido de sus fatigas de camino. Así se acaba por odiar a los demás por no ser lo que nosotros queremos que sean, y el colmo es que a eso lo seguimos llamando amor. Bastaría mirarnos al espejo para darnos cuenta que en esos casos nuestro rostro no es el de alguien que ama.
El buen celo muy fácilmente puede convertirse en celo de amargura. Tal vez por eso a menudo las buenas obras que una vez hacíamos con amor y dedicación, luego acabamos por hacerlas con malhumor y pesadez. Sus caminos se parecen tanto, precisamente en que ambos son fatigosos, ambos queman, pero sólo en uno maduran los frutos y se los puede comer.
Pues bien, el Señor Jesús nos dio ejemplo de ello para que sigamos sus huellas. Fíjate bien, cuando echó fuera a los negociantes del templo, no lo hizo con celo de amargura. Tanta era la bondad con que los expulsó que sus discípulos se acordaron de lo que estaba escrito: «El celo de tu casa me devora». Con toda verdad un Maestro enseña que todo Cristo era comido, devorado por el buen celo. Y como todo aquel que come transforma el manjar en sí mismo, así el buen celo que devoraba a Cristo hizo que todas sus obras fueran buen celo. Cristo hizo un látigo de cordeles para expulsar el celo amargo de quienes habría de atraer con el celo bueno de sus azotes y clavos. Movido por el buen celo, cambió los bueyes, ovejas y palomas del templo y al templo mismo por lo mejor que tenía para ofrecer, su propio cuerpo. Él que siempre había sido devorado por el buen celo, no dudó en darnos a comer su carne. Al expulsar a los negociantes que apolillaban la santidad del templo, el Señor les dio su cuerpo para que lo destruyeran, para que lo consumieran hasta la cruz. Con toda verdad dice: «Cuando yo sea, elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí». Que es como si dijera: «Yo expulso a los negociantes del celo amargo para atraerlos al celo bueno, que me devora, porque quien come mi carne tiene vida eterna». Pues bien, aprendamos de Cristo el buen celo. Aprendamos a cocer el pan de nuestras buenas obras al calor del buen celo, y no del celo amargo, pues el pan que viene del buen celo alimenta a todos, mientras que el pan de amargura no nutre a nadie.

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