In Epiphania Domini
«Había una vez un reino tan
pobre, tan pobre, pero tan pobre… que sólo tenía dinero». Los habitantes de ese lugar no tenían hambre
ni sed ni frío ni cansancio. Es más, no tenían tiempo. Su vida era un culto
esmerado del dinero que circulaba entre sus manos. Y para ello necesitaban
arrogancia, astucia y corrupción. Pero no siempre fue así. Alguna vez los
habitantes de ese reino eran felices. Trabajaban juntos y compartían sus
alegrías y aflicciones. Cada ciudadano, cuando se retiraba a dormir, hubiera
cenado o no, dormía profundamente. En cambio ahora, difícilmente podían dormir.
A veces la hartura de sus mentes o de sus estómagos no les dejaban dormir. Todo
comenzó una mañana en que una niñita caminaba junto al lecho de un río seco que
ninguno de los habitantes del pueblo había notado. La pequeñita jugaba. Quería
edificar una casita para sus muñecas. Así que tomó una cubeta y la llenó de
piedras. Con fatiga las llevó a casa y al lavarlas un finísimo polvo dorado se
precipitó rápidamente al fondo. La pequeñita lo separó y lo puso en su cara como
maquillaje, jugando a ser una princesa. Cuando la gente la vio, comenzaron los
rumores. Unos y otros la interrogaban: «¿de dónde sacaste eso?», y
ella los llevó al escondido cauce seco del río de sus juegos. Luego comenzaron
los secretos, y siguieron más rumores… hasta que se desató la fiebre del oro. Hombres
y mujeres abandonaron sus hogares, sus cultivos y sus rebaños para ir a extraer
oro. Y mucha gente comenzó a venir de lejos. A veces eran mal recibidos y
enfermaban. Otras veces se trataba de gente malvada que sólo ambicionaba
fortuna y la robaba por las noches.
Una de esas noches, el rey no podía
dormir. Salió al balcón de su palacio y miró al cielo. Un cielo oscuro profundo
y sin señales. Y oró a Dios por su pueblo. En la oscuridad, a lo lejos, divisó
una estrella. Era hermosa como oro en terciopelo negro. Pensó el rey que tal
vez esa estrella era la madre de todo aquel oro que se esparcía por el suelo de
su reino y que tanto agitaba los corazones de sus ciudadanos. Tomó un poco de
oro fino y se puso en marcha, en dirección de la estrella. Así pasaron doce
días con sus noches. Y cuando creía estar muy cerca de la estrella, la perdió
de vista. Entonces oyó el bullicio de la plaza. Era Jerusalén, la célebre
Ciudad Santa, la ciudad de Salomón y de David, los reyes sabios. En ese
momento, las embajadas de dos reyes misteriosos hacían su entrada en la Ciudad
Santa. Eran dos reyes vecinos que eran amigos. Sus reinos eran violentos y
muchas familias habían sido laceradas por manos asesinas. En sus casas
escaseaba el amor, y en sus calles se lo mendigaba. Una noche se reunieron los
dos reyes para soñar con la paz en sus reinos. Y de repente vieron brillar en
el cielo una magnífica estrella cerca de Jerusalén, y se pusieron en marcha. En
su camino, muchos niños les salieron al paso y ellos les dieron regalos,
diciéndoles a sus padres que guardaran viva en sus niños la inocencia y la
esperanza. Luego comenzaron a sufrir toda suerte de asaltos e infortunios, y
cuando llegaron a Jerusalén, ya no traían consigo más que un poco de incienso y
algo de mirra. Habían puesto en su ajuar varios cofres de incienso aromático, y
cada atardecer, en medio de una nube de tribulaciones, lo quemaron en honor del
Dios vivo. Llevaban también mirra en su equipaje porque sabían de los peligros
del camino y la usarían si alguno resultaba herido. En efecto, en sus reinos
usaban la mirra para calmar el dolor de las heridas y para embalsamar a los
muertos. Así se encontraron los tres Reyes Magos en la Ciudad de Salomón. Y
preguntaron por la estrella, que sin duda era el signo de un gran rey. El
tirano Herodes se estremeció y toda Jerusalén con él. Pero la estrella condujo
a los Magos a Belén, y allí adoraron al Rey de reyes.
Queridos hijos e hijas. Los Magos
no llevaron ante el Niño sino su pobreza y su no tener más nada que ofrecer. Le
ofrecieron el oro que inquieta los sueños de los hombres, agobia sus corazones,
los divide como espada, y los hace morir por una falsa gloria. Le ofrecieron
incienso porque el incienso es la sangre de un madero, una nube que sube al
cielo como las oscuras noches del alma, una nube que hace llorar: es más, es el
llanto del alma que cae al cielo cuando
nuestros llantos caen por tierra. Y le ofrecieron mirra, anunciando sin
saberlo, que ese gran rey habría de ser herido y de morir por su pueblo. Le
ofrecieron la amargura que calma las heridas de los hombres y atesora muerte.
Regalos inauditos, tremendos, espantosos. Y nosotros hoy ofrecemos también al
gran Rey el oro de todo aquello que en nosotros no es más que un remedo de
gloria, el incienso de nuestra plegaria incesante y la mirra de nuestro dolor
inconsciente. Que él nos dé a cambio la gloria verdadera.