martes, 6 de enero de 2015

"Et apertis thesauris suis, obtulerunt ei munera, aurum et tus et myrrham"


In Epiphania Domini

«Había una vez un reino tan pobre, tan pobre, pero tan pobre… que sólo tenía dinero».  Los habitantes de ese lugar no tenían hambre ni sed ni frío ni cansancio. Es más, no tenían tiempo. Su vida era un culto esmerado del dinero que circulaba entre sus manos. Y para ello necesitaban arrogancia, astucia y corrupción. Pero no siempre fue así. Alguna vez los habitantes de ese reino eran felices. Trabajaban juntos y compartían sus alegrías y aflicciones. Cada ciudadano, cuando se retiraba a dormir, hubiera cenado o no, dormía profundamente. En cambio ahora, difícilmente podían dormir. A veces la hartura de sus mentes o de sus estómagos no les dejaban dormir. Todo comenzó una mañana en que una niñita caminaba junto al lecho de un río seco que ninguno de los habitantes del pueblo había notado. La pequeñita jugaba. Quería edificar una casita para sus muñecas. Así que tomó una cubeta y la llenó de piedras. Con fatiga las llevó a casa y al lavarlas un finísimo polvo dorado se precipitó rápidamente al fondo. La pequeñita lo separó y lo puso en su cara como maquillaje, jugando a ser una princesa. Cuando la gente la vio, comenzaron los rumores. Unos y otros la interrogaban: «¿de dónde sacaste eso?», y ella los llevó al escondido cauce seco del río de sus juegos. Luego comenzaron los secretos, y siguieron más rumores… hasta que se desató la fiebre del oro. Hombres y mujeres abandonaron sus hogares, sus cultivos y sus rebaños para ir a extraer oro. Y mucha gente comenzó a venir de lejos. A veces eran mal recibidos y enfermaban. Otras veces se trataba de gente malvada que sólo ambicionaba fortuna y la robaba por las noches.
Una de esas noches, el rey no podía dormir. Salió al balcón de su palacio y miró al cielo. Un cielo oscuro profundo y sin señales. Y oró a Dios por su pueblo. En la oscuridad, a lo lejos, divisó una estrella. Era hermosa como oro en terciopelo negro. Pensó el rey que tal vez esa estrella era la madre de todo aquel oro que se esparcía por el suelo de su reino y que tanto agitaba los corazones de sus ciudadanos. Tomó un poco de oro fino y se puso en marcha, en dirección de la estrella. Así pasaron doce días con sus noches. Y cuando creía estar muy cerca de la estrella, la perdió de vista. Entonces oyó el bullicio de la plaza. Era Jerusalén, la célebre Ciudad Santa, la ciudad de Salomón y de David, los reyes sabios. En ese momento, las embajadas de dos reyes misteriosos hacían su entrada en la Ciudad Santa. Eran dos reyes vecinos que eran amigos. Sus reinos eran violentos y muchas familias habían sido laceradas por manos asesinas. En sus casas escaseaba el amor, y en sus calles se lo mendigaba. Una noche se reunieron los dos reyes para soñar con la paz en sus reinos. Y de repente vieron brillar en el cielo una magnífica estrella cerca de Jerusalén, y se pusieron en marcha. En su camino, muchos niños les salieron al paso y ellos les dieron regalos, diciéndoles a sus padres que guardaran viva en sus niños la inocencia y la esperanza. Luego comenzaron a sufrir toda suerte de asaltos e infortunios, y cuando llegaron a Jerusalén, ya no traían consigo más que un poco de incienso y algo de mirra. Habían puesto en su ajuar varios cofres de incienso aromático, y cada atardecer, en medio de una nube de tribulaciones, lo quemaron en honor del Dios vivo. Llevaban también mirra en su equipaje porque sabían de los peligros del camino y la usarían si alguno resultaba herido. En efecto, en sus reinos usaban la mirra para calmar el dolor de las heridas y para embalsamar a los muertos. Así se encontraron los tres Reyes Magos en la Ciudad de Salomón. Y preguntaron por la estrella, que sin duda era el signo de un gran rey. El tirano Herodes se estremeció y toda Jerusalén con él. Pero la estrella condujo a los Magos a Belén, y allí adoraron al Rey de reyes.
Queridos hijos e hijas. Los Magos no llevaron ante el Niño sino su pobreza y su no tener más nada que ofrecer. Le ofrecieron el oro que inquieta los sueños de los hombres, agobia sus corazones, los divide como espada, y los hace morir por una falsa gloria. Le ofrecieron incienso porque el incienso es la sangre de un madero, una nube que sube al cielo como las oscuras noches del alma, una nube que hace llorar: es más, es el llanto del alma que cae al cielo cuando  nuestros llantos caen por tierra. Y le ofrecieron mirra, anunciando sin saberlo, que ese gran rey habría de ser herido y de morir por su pueblo. Le ofrecieron la amargura que calma las heridas de los hombres y atesora muerte. Regalos inauditos, tremendos, espantosos. Y nosotros hoy ofrecemos también al gran Rey el oro de todo aquello que en nosotros no es más que un remedo de gloria, el incienso de nuestra plegaria incesante y la mirra de nuestro dolor inconsciente. Que él nos dé a cambio la gloria verdadera.

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