Dominica XXVI per
annum
En general las aves una vez al año
cambian la mayor parte de sus plumas. Durante la temporada en que incuban y
empollan, sus plumas se maltratan, se ensucian, se gastan y pierden belleza.
Entonces el cambio de estación hace posible que las plumas se desprendan más o
menos ordenadamente, dejando paso a las plumas nuevas. Es ciertamente un
periodo difícil. De por sí, al terminar la temporada de cría, las aves se
encuentran fatigadas y sus miembros debilitados. Y si a esto añadimos la caída
de las plumas, la fragilidad puede llegar al extremo. Con todo, soltar las
viejas plumas es muy necesario, pues ésas ya nunca recuperarán la firmeza
necesaria para el vuelo ni la belleza conveniente para difundir la vida.
Algo así sucede con nosotros. La
magnanimidad es la virtud de tener alma grande, en la que hay espacio para
muchos. Es como el plumaje generoso de un ave que acoge a muchos, los nutre y
les da vida. Es la virtud que hizo exclamar a Moisés cuando dos hombres recibieron
el espíritu de Dios y se pusieron a profetizar: «¿Crees que voy a ponerme celoso?
Ojalá que todo el pueblo de Dios fuera profeta y descendiera sobre todos ellos
el espíritu del Señor». Y esa misma virtud quiso cultivar el Señor en los corazones
de sus discípulos cuando les dijo: «Todo aquel que no está contra nosotros
está a nuestro favor». La magnanimidad es un plumaje bello y majestuoso, que se
posa para proseguir, para alentar, para comunicar la vida. Es una virtud
acogedora que arroja lejos los demonios de la envidia y del celo amargo. La
magnanimidad es un vaso de agua dado a quienes son de Cristo, es decir, a todos
los que se cobijan bajos las alas de su cruz, cargando con ella cada día.
Pero sucede que muchas veces, en
nuestro esfuerzo de comunicar amor y vida cristiana, nuestro plumaje de
magnanimidad envejece, se gasta y se maltrata. Entonces llega el momento de
tirar el plumaje viejo. «Si tu mano te es ocasión de pecado, córtatela».
Si la misma mano que elevas al cielo para alabar a Dios se alza contra tu
hermano que lucha contra el diablo, córtatela. Si la misma mano que tiendes
para ofrecer un vaso de agua de bondad a tu hermano se extiende vengativa para
cobrárselo, córtatela. Te saldrá una nueva. «Y si tu pie te es ocasión de
pecado, córtatelo». Si el mismo pie con que caminas tras las huellas de Cristo
es con el que pisoteas a tu hermano, mejor córtatelo. Si el mismo pie con que
recorres las vías de la fe lo usas para extraviarte en malos pasos, córtatelo,
para que, por el desprendimiento, Dios te dé uno nuevo. «Y si tu ojo te es ocasión de
pecado, sácatelo». Si el mismo ojo con que contemplas los divinos misterios, es
el ojo débil que mira con aversión a tu hermano, al forastero, a los pequeños,
sácatelo. Porque en el Reino estarán todos ellos y tú no querrás verlos con
esos mismos ojos. Todo aquel que les dé a beber un vaso de agua por el hecho de
que son de Cristo, les aseguro que no quedará sin recompensa. Y todo aquel que
se desprenda de su mano, de su pie, de su ojo, por amor a los que son de
Cristo, los pequeños y sencillos, no quedará sin recompensa. Pero quienes
envejecen en su maldad serán como un pájaro que no mudó su plumaje envejecido:
cuando vengan las tormentas no podrá ya elevarse, pues el peso de su plumaje
viejo, roto de no acoger a nadie, será
para él como una piedra de molino atada al cuello en el mar de su amarga
maldad.