domingo, 27 de septiembre de 2015

"Qui enim non est adversum nos, pro nobis est"


Dominica XXVI per annum

En general las aves una vez al año cambian la mayor parte de sus plumas. Durante la temporada en que incuban y empollan, sus plumas se maltratan, se ensucian, se gastan y pierden belleza. Entonces el cambio de estación hace posible que las plumas se desprendan más o menos ordenadamente, dejando paso a las plumas nuevas. Es ciertamente un periodo difícil. De por sí, al terminar la temporada de cría, las aves se encuentran fatigadas y sus miembros debilitados. Y si a esto añadimos la caída de las plumas, la fragilidad puede llegar al extremo. Con todo, soltar las viejas plumas es muy necesario, pues ésas ya nunca recuperarán la firmeza necesaria para el vuelo ni la belleza conveniente para difundir la vida.

Algo así sucede con nosotros. La magnanimidad es la virtud de tener alma grande, en la que hay espacio para muchos. Es como el plumaje generoso de un ave que acoge a muchos, los nutre y les da vida. Es la virtud que hizo exclamar a Moisés cuando dos hombres recibieron el espíritu de Dios y se pusieron a profetizar: «¿Crees que voy a ponerme celoso? Ojalá que todo el pueblo de Dios fuera profeta y descendiera sobre todos ellos el espíritu del Señor». Y esa misma virtud quiso cultivar el Señor en los corazones de sus discípulos cuando les dijo: «Todo aquel que no está contra nosotros está a nuestro favor». La magnanimidad es un plumaje bello y majestuoso, que se posa para proseguir, para alentar, para comunicar la vida. Es una virtud acogedora que arroja lejos los demonios de la envidia y del celo amargo. La magnanimidad es un vaso de agua dado a quienes son de Cristo, es decir, a todos los que se cobijan bajos las alas de su cruz, cargando con ella cada día.
Pero sucede que muchas veces, en nuestro esfuerzo de comunicar amor y vida cristiana, nuestro plumaje de magnanimidad envejece, se gasta y se maltrata. Entonces llega el momento de tirar el plumaje viejo. «Si tu mano te es ocasión de pecado, córtatela». Si la misma mano que elevas al cielo para alabar a Dios se alza contra tu hermano que lucha contra el diablo, córtatela. Si la misma mano que tiendes para ofrecer un vaso de agua de bondad a tu hermano se extiende vengativa para cobrárselo, córtatela. Te saldrá una nueva. «Y si tu pie te es ocasión de pecado, córtatelo». Si el mismo pie con que caminas tras las huellas de Cristo es con el que pisoteas a tu hermano, mejor córtatelo. Si el mismo pie con que recorres las vías de la fe lo usas para extraviarte en malos pasos, córtatelo, para que, por el desprendimiento, Dios te dé uno nuevo. «Y si tu ojo te es ocasión de pecado, sácatelo». Si el mismo ojo con que contemplas los divinos misterios, es el ojo débil que mira con aversión a tu hermano, al forastero, a los pequeños, sácatelo. Porque en el Reino estarán todos ellos y tú no querrás verlos con esos mismos ojos. Todo aquel que les dé a beber un vaso de agua por el hecho de que son de Cristo, les aseguro que no quedará sin recompensa. Y todo aquel que se desprenda de su mano, de su pie, de su ojo, por amor a los que son de Cristo, los pequeños y sencillos, no quedará sin recompensa. Pero quienes envejecen en su maldad serán como un pájaro que no mudó su plumaje envejecido: cuando vengan las tormentas no podrá ya elevarse, pues el peso de su plumaje viejo, roto  de no acoger a nadie, será para él como una piedra de molino atada al cuello en el mar de su amarga maldad.

domingo, 20 de septiembre de 2015

"Si quis vult primus esse, erit omnium novissimus et omnium minister"


Dominica XXV per annum

Hace varios años recuerdo haber pedido a un monje principiante el favor de preparar algo de comer para un huésped inesperado y le pedí que me avisara cuando todo estuviera listo. Como pasó un largo rato sin que el monjecito volviera, decidí ir a buscarlo. Lo busqué en la cocina, en el comedor, en la alacena, ¿tal vez iría a su celda? No, no estaba allí. Lo busqué en toda la casa y finalmente pensé: «¿Acaso iría a la capilla? No, no creo, ¿como para qué? Pero por cualquier cosa…» Bueno, sí, estaba allí, orando. Entonces le pregunté: «Hermano, ¿te acuerdas que te pedí preparar algo?» Y el monjecito me respondió: «Sí, sólo que le estoy preguntando al buen Jesús si prefiere café o té».
Bueno, la respuesta fue muy sencilla: «Dice Jesús que prefiere café… y que te apures».
Jesús había dicho: «Si alguno quiere ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos». Y ése es el punto. Jesús no dijo: «Si alguno quiere ser el primero, que sea mi servidor». Más que servir a Jesús hay que servir a todos. Simplemente porque perderíamos mucho tiempo en saber qué prefiere Jesús, y cuando lo supiéramos, ya habríamos desaprovechado muchas ocasiones de hacer buenas obras. Ahorramos tiempo si nos hacemos servidores de todos. Al diablo le gusta mucho distraer en cosas pequeñas a los servidores de Dios, presentándonos apariencias de mayor bien, como les pasó a los discípulos, que mientras iban de camino y él les hablaba de su muerte y resurrección, ellos discutían sobre quién era el más importante de ellos. El diablo sabe bien que en las cosas pequeñas siempre unas parecen mejores que otras y se burla de nosotros mostrándonos en qué son mejores para que nosotros perdamos el tiempo decidiendo qué o quién es mejor. Entonces emprendemos muchas cositas al mismo tiempo y dejemos todas sin terminar. En un monasterio, por ejemplo, podríamos discutir quién es el mejor para gobernarlo, y una vez elegido uno, el diablo fácilmente nos hará pensar que otro podría hacerlo mejor. Y podríamos turnarnos uno por uno para ver quién es mejor… y siempre habrá alguien mejor. En las cosas pequeñas, el buen servidor debe tener la grandeza de decidir sin pensar mucho y gobernarse a sí mismo como un diestro jinete gobierna su caballo.
Pero en las cosas grandes, el buen servidor no puede actuar con igual grandeza. La humildad es la virtud para catar el servicio. Fíjate bien. Se cuenta que un monje santo vivía en un monasterio entregado a muy extrañas penitencias. Como nadie en el monasterio comprendía sus rarezas, los monjes creyeron que era mejor pedirle que se marchara. Pero el monje tuvo la humildad de renunciar a ellas y fue readmitido en la comunidad. Sin embargo, el espíritu de Dios siguió moviéndolo a penitencia, y comenzó a hacer nuevas prácticas raras. Subió un día al extremo de una columna, como un ángel bajado del cielo o como un hombre ascendido al cielo, y allí pasó días enteros dado a la oración, la contemplación, la soledad y el trabajo manual. Viendo esto, los hermanos decidieron ponerle una prueba. Le mandarían por amor a la comunidad renunciar a sus rarezas si quería seguir en el monasterio. Si él aceptaba, lo dejarían seguir en la columna, si no, derribarían la columna. Pues bien, fueron juntos y le gritaron al monje: «Eh, hermano, si de verdad nos amas y quieres servir a Dios en este monasterio, baja de la columna y vive como todos nosotros». Y el monje al instante comenzó a descender. Por ello los demás monjes entendieron que sus rarezas eran obra divina, porque Dios cuando mueve el corazón del hombre a servirle en la grandeza y el heroísmo, lo primero que nos inspira es el deseo de ser humildes y de obedecer, de ser el último de todos y el servidor de todos.

domingo, 6 de septiembre de 2015

"Effetá"

Dominica XXIII per annum

Hubo una vez una hermosa familia. El padre era un hombre que trabajaba muy duro para ganarse la vida y mantener a sus hijos y a su muy amada esposa. Al atardecer, el papá regresaba del trabajo, se sentaba a la mesa y comía con su esposa. Los niños ya habían comido y sólo esperaban el momento en que el papá estuviera listo para jugar. Pero el papá solía tomar una siesta después de comer para recuperar sus fuerzas. La siesta era breve, pero a los chiquillos les parecía interminable. Ansiosos de jugar con papá, y advertidos por la mamá de que no debían despertarlo, los niños lo veían entrar en su recámara para descansar y cerrar la puerta. Hasta que una tarde a uno de ellos se le ocurrió una brillante idea. Sigilosamente abrió la puerta de la habitación de papá, apenas una rendija. Empujó un poco más y la puerta se abrió lo suficiente para que pudieran entrar los tres hermanitos, uno tras otro. Entonces se acercaron al papá que dormía profundamente, y el más travieso se acercó a su oído y le dijo: «Papá, te quiero mucho, ¿puedes oírme?» Como el papá no respondió, el chiquillo hizo una señal a sus hermanos y comenzó la diversión. Sacaron los soldaditos que traían en sus bolsillos y algunos peluches y comenzaron a imaginar que la cama era una gran isla tropical poblada de peligros, que ellos eran minúsculos aventureros, y que el papá era un gigante náufrago que el mar había arrojado sobre la isla. La hazaña se basaba en un célebre libro que el mismo papá les había leído. Pronto el pecho fatigado del papá se convirtió en un volcán que subía y bajaba, entre ronquidos, a punto de hacer erupción, mientras una expedición de diminutos aventureros lo escalaban fatigosamente y al llegar a la cima se deslizaban cuesta abajo para alcanzar el otro lado de la isla y subir a sus embarcaciones. Y todo con el más riguroso silencio, pues podría despertar el gigante o aparecer la mamá giganta con su cantaleta de siempre: «¡Dejen descansar a papá!» En una de esas expediciones, un osado osito de peluche escaló por la cabeza del gigante y accidentalmente le atropelló la oreja con su temible garra de felpa. Entonces automáticamente la mano del monstruo se levantó y se talló la oreja como si quisiera apartarse un insecto. Todos contuvieron la respiración… pero una vez que la mano volvió a su lugar, el osado peluche volvió a sus andadas… volvió a intentarlo. Y la mano otra vez se levantó, automáticamente. Descubrieron que no había mejor manera de hacer participar del juego al gigante sin interrumpir su sueño que acariciando su oreja con la garra feroz del oso de peluche. Era como si el papá oyera su silencio y obedeciera las reglas del juego: «Papá, cada vez que el oso te atropelle la oreja debes levantar el brazo, pero sin hacer ruido… no vayas a despertarte».
Hoy hemos escuchado que Jesús metió los dedos en los oídos de un hombre sordo y tartamudo y lo curó. Tocó primero sus oídos para acariciarlo, y hacerlo escuchar el silencio. Pues es lo que más trabajo nos cuesta escuchar, las caricias y el silencio. Sólo cuando sentimos con los oídos, comenzamos verdaderamente a escuchar.
Normalmente cuando suena algún teléfono, bueno, ya sabemos la lógica: suena el teléfono, el implicado busca nerviosamente —y con algo de cinismo— en sus bolsillos o en su bolso, como si un teléfono encendido fuera un polizón que allí se esconde hasta que el sonido lo delata y hay que buscarlo. Entonces algunos voltean a ver con cierto enojo, haciendo con los labios algún ruido adicional, hasta que finalmente el susodicho abandona el templo con un secreto orgullo de saberse indispensable para contestar. Pero por incómodo que resulte, el ruido de un teléfono sabemos que durará poco. En cambio, cuando hay niños que lloran nunca sabes cuánto va a durar. Hace poco celebraba una boda, y mientras hablábamos de la alegría nupcial, tres chiquillos lloraban al unísono, aunque en diferente tono. Interminable su llanto. Me costó mucho trabajo hacerme oír. Y aturdido pensé en Dios que nos estaba escuchando a los cuatro. ¡Pobre Dios! Un niño le pedía leche, el otro le pedía que la interminable boda acabara ya con su aburrición para que pudiera salir a jugar, y el otro le pedía que lo dejara dormir. Yo por mi parte le pedía que hubiera paz, fidelidad y amor entre los novios. Los cuatro alzamos la voz para que nos oyera Dios. Sólo pedíamos una caricia suya, en forma de leche, de juguete, de almohada o de bendición. Eso es todo lo que espera la humanidad, que Dios venga a jugar con nosotros y nos acaricie, y por eso acariciamos su oreja con nuestros llantos, gritos y oraciones. Esperamos una caricia que haga pasar rápido nuestras largas horas de miedo y ansiedad; una caricia que alivie nuestro dolor y nuestra soledad; una caricia para nuestra enfermedad y nuestras pruebas. Lo malo es que mientras esperamos a Dios que nos escuche, no siempre nos escuchamos entre nosotros. Jesús mirando al cielo suspiró, como un padre que está a punto de despertar, y dijo «Effetá», que significa «Ábrete». Y el cielo se abrió. Entonces al hombre sordo y tartamudo se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y empezó a hablar sin dificultad. Porque el cielo se abre cuando nuestros oídos se abren para escuchar el silencio. El cielo se abre cuando nuestra lengua se suelta de toda traba, cuando hablamos sin la torpeza de los insultos y de la mentira.
Hoy de un modo especial, pidamos al cielo que se abra y escuche nuestra oración. Que nuestros oídos se abran para escuchar el llanto de quienes sufren persecución, de quienes tienen que dejar su patria a causa del odio y de la guerra. Hagamos nuestro su llanto y su plegaria. La violencia está siempre agazapada en el corazón del hombre. Hemos de renunciar a que nos desborde, con una fe agazapada en la noche de la imposibilidad del amor. Esa fe ha de hacerse una caricia que cada día abra el cielo, que cada día abra nuestro corazón.