domingo, 6 de septiembre de 2015

"Effetá"

Dominica XXIII per annum

Hubo una vez una hermosa familia. El padre era un hombre que trabajaba muy duro para ganarse la vida y mantener a sus hijos y a su muy amada esposa. Al atardecer, el papá regresaba del trabajo, se sentaba a la mesa y comía con su esposa. Los niños ya habían comido y sólo esperaban el momento en que el papá estuviera listo para jugar. Pero el papá solía tomar una siesta después de comer para recuperar sus fuerzas. La siesta era breve, pero a los chiquillos les parecía interminable. Ansiosos de jugar con papá, y advertidos por la mamá de que no debían despertarlo, los niños lo veían entrar en su recámara para descansar y cerrar la puerta. Hasta que una tarde a uno de ellos se le ocurrió una brillante idea. Sigilosamente abrió la puerta de la habitación de papá, apenas una rendija. Empujó un poco más y la puerta se abrió lo suficiente para que pudieran entrar los tres hermanitos, uno tras otro. Entonces se acercaron al papá que dormía profundamente, y el más travieso se acercó a su oído y le dijo: «Papá, te quiero mucho, ¿puedes oírme?» Como el papá no respondió, el chiquillo hizo una señal a sus hermanos y comenzó la diversión. Sacaron los soldaditos que traían en sus bolsillos y algunos peluches y comenzaron a imaginar que la cama era una gran isla tropical poblada de peligros, que ellos eran minúsculos aventureros, y que el papá era un gigante náufrago que el mar había arrojado sobre la isla. La hazaña se basaba en un célebre libro que el mismo papá les había leído. Pronto el pecho fatigado del papá se convirtió en un volcán que subía y bajaba, entre ronquidos, a punto de hacer erupción, mientras una expedición de diminutos aventureros lo escalaban fatigosamente y al llegar a la cima se deslizaban cuesta abajo para alcanzar el otro lado de la isla y subir a sus embarcaciones. Y todo con el más riguroso silencio, pues podría despertar el gigante o aparecer la mamá giganta con su cantaleta de siempre: «¡Dejen descansar a papá!» En una de esas expediciones, un osado osito de peluche escaló por la cabeza del gigante y accidentalmente le atropelló la oreja con su temible garra de felpa. Entonces automáticamente la mano del monstruo se levantó y se talló la oreja como si quisiera apartarse un insecto. Todos contuvieron la respiración… pero una vez que la mano volvió a su lugar, el osado peluche volvió a sus andadas… volvió a intentarlo. Y la mano otra vez se levantó, automáticamente. Descubrieron que no había mejor manera de hacer participar del juego al gigante sin interrumpir su sueño que acariciando su oreja con la garra feroz del oso de peluche. Era como si el papá oyera su silencio y obedeciera las reglas del juego: «Papá, cada vez que el oso te atropelle la oreja debes levantar el brazo, pero sin hacer ruido… no vayas a despertarte».
Hoy hemos escuchado que Jesús metió los dedos en los oídos de un hombre sordo y tartamudo y lo curó. Tocó primero sus oídos para acariciarlo, y hacerlo escuchar el silencio. Pues es lo que más trabajo nos cuesta escuchar, las caricias y el silencio. Sólo cuando sentimos con los oídos, comenzamos verdaderamente a escuchar.
Normalmente cuando suena algún teléfono, bueno, ya sabemos la lógica: suena el teléfono, el implicado busca nerviosamente —y con algo de cinismo— en sus bolsillos o en su bolso, como si un teléfono encendido fuera un polizón que allí se esconde hasta que el sonido lo delata y hay que buscarlo. Entonces algunos voltean a ver con cierto enojo, haciendo con los labios algún ruido adicional, hasta que finalmente el susodicho abandona el templo con un secreto orgullo de saberse indispensable para contestar. Pero por incómodo que resulte, el ruido de un teléfono sabemos que durará poco. En cambio, cuando hay niños que lloran nunca sabes cuánto va a durar. Hace poco celebraba una boda, y mientras hablábamos de la alegría nupcial, tres chiquillos lloraban al unísono, aunque en diferente tono. Interminable su llanto. Me costó mucho trabajo hacerme oír. Y aturdido pensé en Dios que nos estaba escuchando a los cuatro. ¡Pobre Dios! Un niño le pedía leche, el otro le pedía que la interminable boda acabara ya con su aburrición para que pudiera salir a jugar, y el otro le pedía que lo dejara dormir. Yo por mi parte le pedía que hubiera paz, fidelidad y amor entre los novios. Los cuatro alzamos la voz para que nos oyera Dios. Sólo pedíamos una caricia suya, en forma de leche, de juguete, de almohada o de bendición. Eso es todo lo que espera la humanidad, que Dios venga a jugar con nosotros y nos acaricie, y por eso acariciamos su oreja con nuestros llantos, gritos y oraciones. Esperamos una caricia que haga pasar rápido nuestras largas horas de miedo y ansiedad; una caricia que alivie nuestro dolor y nuestra soledad; una caricia para nuestra enfermedad y nuestras pruebas. Lo malo es que mientras esperamos a Dios que nos escuche, no siempre nos escuchamos entre nosotros. Jesús mirando al cielo suspiró, como un padre que está a punto de despertar, y dijo «Effetá», que significa «Ábrete». Y el cielo se abrió. Entonces al hombre sordo y tartamudo se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y empezó a hablar sin dificultad. Porque el cielo se abre cuando nuestros oídos se abren para escuchar el silencio. El cielo se abre cuando nuestra lengua se suelta de toda traba, cuando hablamos sin la torpeza de los insultos y de la mentira.
Hoy de un modo especial, pidamos al cielo que se abra y escuche nuestra oración. Que nuestros oídos se abran para escuchar el llanto de quienes sufren persecución, de quienes tienen que dejar su patria a causa del odio y de la guerra. Hagamos nuestro su llanto y su plegaria. La violencia está siempre agazapada en el corazón del hombre. Hemos de renunciar a que nos desborde, con una fe agazapada en la noche de la imposibilidad del amor. Esa fe ha de hacerse una caricia que cada día abra el cielo, que cada día abra nuestro corazón.

2 comentarios:

  1. Excelente! Como siempre una joya la que nos regala. Gracias.

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  2. Dios lo bendiga por tan hermosas palabras, en verdad son una caricia al corazón. Que esta semilla dé fruto, Deo Volente.

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