In
solemnitate DNJC universorum Regis
Había una vez, una reina muy
vanidosa que gobernaba un inmenso país. Los habitantes de aquel lugar no eran
felices y ella tampoco. Pero para ocultar su desdicha, la reina llenó de
vanidad su palacio. Todo era lujo y esplendor. Una numerosa servidumbre se
encargaba de los más pequeños detalles de la sala de banquetes, y muchas
doncellas atendían el cuidado personal de la reina. La reina fue coronada
cuando tenía pocos años, y por ello era caprichosa y berrinchuda. Sólo lo que a
ella le gustaba le parecía bueno, y lo que no le gustaba lo consideraba tonto y
absurdo. Era tan egoísta que en ocasión de los grandes banquetes que celebraba,
todos sus invitados debían ir vestidos de una etiqueta tan rigurosa como
ridícula: unas veces como payasos; otras, disfrazados de animales exóticos.
Todo con tal de no competir con la elegancia de su reina. En su jardín había
flores de muchas formas y colores, y cada maceta era cuidada escrupulosamente
día y noche por los jardineros reales. Todo debía aparecer impecable y pulcro,
dado que la reina recibía constantes visitas importantes que venían a
maravillarse de su esplendor.
La reina era hermosa, pero todos le
temían. Un buen día preguntó a sus consejeros qué faltaba en su palacio. Todos
guardaron silencio, y la reina sonrió satisfecha, pensando que en verdad no
faltaba nada en su palacio. Para provocar un poco más a sus consejeros les
dijo: «Premiaré
con un tesoro y grandes honores al que descubra qué falta en mi palacio».
Todos guardaron silencio, pues temían desagradar a su reina. Hasta que uno de
ellos se atrevió a decirlo: «La felicidad, Majestad, falta la
felicidad».
La reina se sintió ofendida, y le preguntó con arrogancia y sarcasmo: «¿Y cómo
piensa Usted que podemos obtenerla? ¿Hay algún rico país del que podamos
traerla en caravanas de camellos y elefantes, pagando por ella con nuestro oro
y diamantes?». Pero su consejero le dijo: «Es muy simple, Majestad, cásese con
un príncipe feliz y él le dará la felicidad, y todo su reino será feliz a causa
de su felicidad».
A la reina le pareció muy astuto su
consejero y muy sagaz su respuesta. Así que decidió anunciar a todos los reinos
de la tierra que estaba dispuesta a casarse. Muchos príncipes y reyes vinieron
de los confines del mundo a proponerle matrimonio y a ofrecerle compartir con
ella la grandeza de sus reinos, pero ella los desdeñaba a todos,
considerándolos de poca alcurnia, limitados en riqueza, disgustosos. Ninguno la
satisfizo. Por fin un día apareció un joven príncipe que a ella le pareció muy
apuesto. Pronto sintió fascinación por él y algo en el frío océano de su
corazón le dijo que como una flota de barcos había llegado la felicidad a su
reino. Los latidos en su pecho y las mariposas en su estómago no podían
equivocarse. Y su mente vanidosa le insinuaba complacida: «Ahora sí ya no va a
faltar nada en tu reino. Serás la única reina que tiene todo en su palacio».
Tal era su vanidad que no dudó en
contarlo a sus consejeros. Pero uno de ellos, el más osado, fue a contarle al
príncipe los sentimientos de la reina. Éste se sintió profundamente dolido por
haber sido tomado como un objeto más de la colección real y quiso poner a
prueba el corazón de la reina. Así que una noche, en una cena espléndida, el
príncipe le dijo: «Majestad, soy muy feliz de anunciar esta noche, ante tan
distinguidos invitados, mi deseo de proponerte matrimonio. Pero antes de unir
nuestras vidas y ser felices juntos, quiero pedirte una gracia especial para
uno de mis más leales siervos. En mi reino hay un hombre sin más nobleza en su
sangre que las muchas veces que ha derramado la suya por salvar la mía en el
campo de batalla. No tiene oro ni plata, pero el arado con que labra la tierra
de la que saca el pan con que nutre a mis pobres vale su peso en oro. No tiene
piedras preciosas, pero su corazón es un tesoro por sus virtudes. Nada se
corrompe ni se pudre en su alma, pues no sabe guardar odio ni rencor. No viste
con más fasto que una túnica teñida y perfumada con tierra, sangre y sudor.
Dime, amada reina, si un hombre así no debe ser recompensado por tu Majestad
con una esposa de tu dignísimo reino. Por ello, antes de unir nuestras vidas
propongo que mi leal siervo sea recompensado con una esposa. Pero como él es
maestro de virtudes y ama enseñar e instruir, propongo que se case con la mujer
más vanidosa de tu reino. Así él le enseñará con gozo a buscar lo que
verdaderamente vale en la vida y dónde está la verdadera felicidad».
La reina, sobrecogida, asintió con un
gesto preocupado, pero solemne. Por todo el reino se buscó sin descanso a la
mujer más vanidosa, pero no había más que sencillas amas de casa, esposas
modestas de campesinos, costureras y tejedoras de hermosas telas y ricos
abrigos que vestían sobriamente, maestras serviciales y acogedoras.
Por fin, cansados, tuvieron que decir la
verdad: «No hay mujer más vanidosa en todo el reino que su Majestad». La reina
temió no poder cumplir lo convenido; pero ante la presencia de los invitados
venidos de todas partes del mundo, no podía faltar a su palabra. La felicidad
se alejaba de su reino a grandes zancadas y tuvo que correr a su recámara para
llorar allí amargamente.
Cuando llegó el día de la boda, la reina
aún no había visto al fiel lacayo del príncipe con quien contraería matrimonio.
Esperaba que fuera alguien que pudiera llenar de ilusiones su corazón como lo
había hecho el príncipe. Pero no fue así. Apenas lo vio, sintió terror. Estaba
bien feo, feo. Bueno, feo era poco. Para consolarse, trató de recordar todo lo que
el príncipe había dicho de él, pero nada calmaba la intranquilidad de su corazón
y quiso salir huyendo, aunque el miedo a faltar a su palabra la armó de valor. Estaba
vestido con una túnica vieja recién lavada de manchas de tierra, sangre y
sudor. No llevaba más insignias que una lanza, y en la cabeza una incómoda
diadema espinosa. El corazón de la reina dio un vuelco de terror; pero algo en
su corazón le hizo saber que podía amar a ese hombre por todo lo bueno que de
él había dicho el príncipe. Así que contrajeron nupcias y por un momento a la
reina le pareció ver en sus ojos la belleza de la mirada de su amado príncipe.
Y en su sonrisa pronto descubrió la lección: el príncipe se había disfrazado
para casarse con ella, la mujer más vanidosa del reino.
Queridos hijos e hijas, el Señor Jesús,
rey del universo ha querido desposar nuestra vanidad orgullosa y egoísta. Y
para ello ha querido mostrarse el más noble de los príncipes de la tierra,
asumiendo la condición de siervo, para enseñarnos lo que verdaderamente vale en
la vida. Así, «sin figura ni belleza, despreciado y rechazado por los hombres,
varón de dolores, acostumbrado a sufrimientos, como uno del que se aparta la
mirada», se presentó y sigue presentándose a las bodas de su amor para enseñar
a su Iglesia el camino de la verdadera felicidad que es el amor y el dar la
vida. En cada uno de los pequeños, de los enfermos, de los necesitados, en el
hermano difícil, en la miseria del pecador, Cristo sigue presentándose a
desposar nuestra vanidad. Anda, no desprecies a Cristo esposo, síguelo hasta la
gloria, síguelo hasta el amor.