domingo, 22 de noviembre de 2015

"Ego in hoc natus sum et ad hoc veni in mundum, ut testimonium perhibeam veritati"


In solemnitate DNJC universorum Regis

Había una vez, una reina muy vanidosa que gobernaba un inmenso país. Los habitantes de aquel lugar no eran felices y ella tampoco. Pero para ocultar su desdicha, la reina llenó de vanidad su palacio. Todo era lujo y esplendor. Una numerosa servidumbre se encargaba de los más pequeños detalles de la sala de banquetes, y muchas doncellas atendían el cuidado personal de la reina. La reina fue coronada cuando tenía pocos años, y por ello era caprichosa y berrinchuda. Sólo lo que a ella le gustaba le parecía bueno, y lo que no le gustaba lo consideraba tonto y absurdo. Era tan egoísta que en ocasión de los grandes banquetes que celebraba, todos sus invitados debían ir vestidos de una etiqueta tan rigurosa como ridícula: unas veces como payasos; otras, disfrazados de animales exóticos. Todo con tal de no competir con la elegancia de su reina. En su jardín había flores de muchas formas y colores, y cada maceta era cuidada escrupulosamente día y noche por los jardineros reales. Todo debía aparecer impecable y pulcro, dado que la reina recibía constantes visitas importantes que venían a maravillarse de su esplendor.
La reina era hermosa, pero todos le temían. Un buen día preguntó a sus consejeros qué faltaba en su palacio. Todos guardaron silencio, y la reina sonrió satisfecha, pensando que en verdad no faltaba nada en su palacio. Para provocar un poco más a sus consejeros les dijo: «Premiaré con un tesoro y grandes honores al que descubra qué falta en mi palacio». Todos guardaron silencio, pues temían desagradar a su reina. Hasta que uno de ellos se atrevió a decirlo: «La felicidad, Majestad, falta la felicidad». La reina se sintió ofendida, y le preguntó con arrogancia y sarcasmo: «¿Y cómo piensa Usted que podemos obtenerla? ¿Hay algún rico país del que podamos traerla en caravanas de camellos y elefantes, pagando por ella con nuestro oro y diamantes?». Pero su consejero le dijo: «Es muy simple, Majestad, cásese con un príncipe feliz y él le dará la felicidad, y todo su reino será feliz a causa de su felicidad».
A la reina le pareció muy astuto su consejero y muy sagaz su respuesta. Así que decidió anunciar a todos los reinos de la tierra que estaba dispuesta a casarse. Muchos príncipes y reyes vinieron de los confines del mundo a proponerle matrimonio y a ofrecerle compartir con ella la grandeza de sus reinos, pero ella los desdeñaba a todos, considerándolos de poca alcurnia, limitados en riqueza, disgustosos. Ninguno la satisfizo. Por fin un día apareció un joven príncipe que a ella le pareció muy apuesto. Pronto sintió fascinación por él y algo en el frío océano de su corazón le dijo que como una flota de barcos había llegado la felicidad a su reino. Los latidos en su pecho y las mariposas en su estómago no podían equivocarse. Y su mente vanidosa le insinuaba complacida: «Ahora sí ya no va a faltar nada en tu reino. Serás la única reina que tiene todo en su palacio».
Tal era su vanidad que no dudó en contarlo a sus consejeros. Pero uno de ellos, el más osado, fue a contarle al príncipe los sentimientos de la reina. Éste se sintió profundamente dolido por haber sido tomado como un objeto más de la colección real y quiso poner a prueba el corazón de la reina. Así que una noche, en una cena espléndida, el príncipe le dijo: «Majestad, soy muy feliz de anunciar esta noche, ante tan distinguidos invitados, mi deseo de proponerte matrimonio. Pero antes de unir nuestras vidas y ser felices juntos, quiero pedirte una gracia especial para uno de mis más leales siervos. En mi reino hay un hombre sin más nobleza en su sangre que las muchas veces que ha derramado la suya por salvar la mía en el campo de batalla. No tiene oro ni plata, pero el arado con que labra la tierra de la que saca el pan con que nutre a mis pobres vale su peso en oro. No tiene piedras preciosas, pero su corazón es un tesoro por sus virtudes. Nada se corrompe ni se pudre en su alma, pues no sabe guardar odio ni rencor. No viste con más fasto que una túnica teñida y perfumada con tierra, sangre y sudor. Dime, amada reina, si un hombre así no debe ser recompensado por tu Majestad con una esposa de tu dignísimo reino. Por ello, antes de unir nuestras vidas propongo que mi leal siervo sea recompensado con una esposa. Pero como él es maestro de virtudes y ama enseñar e instruir, propongo que se case con la mujer más vanidosa de tu reino. Así él le enseñará con gozo a buscar lo que verdaderamente vale en la vida y dónde está la verdadera felicidad».
La reina, sobrecogida, asintió con un gesto preocupado, pero solemne. Por todo el reino se buscó sin descanso a la mujer más vanidosa, pero no había más que sencillas amas de casa, esposas modestas de campesinos, costureras y tejedoras de hermosas telas y ricos abrigos que vestían sobriamente, maestras serviciales y acogedoras.
Por fin, cansados, tuvieron que decir la verdad: «No hay mujer más vanidosa en todo el reino que su Majestad». La reina temió no poder cumplir lo convenido; pero ante la presencia de los invitados venidos de todas partes del mundo, no podía faltar a su palabra. La felicidad se alejaba de su reino a grandes zancadas y tuvo que correr a su recámara para llorar allí amargamente.
Cuando llegó el día de la boda, la reina aún no había visto al fiel lacayo del príncipe con quien contraería matrimonio. Esperaba que fuera alguien que pudiera llenar de ilusiones su corazón como lo había hecho el príncipe. Pero no fue así. Apenas lo vio, sintió terror. Estaba bien feo, feo. Bueno, feo era poco. Para consolarse, trató de recordar todo lo que el príncipe había dicho de él, pero nada calmaba la intranquilidad de su corazón y quiso salir huyendo, aunque el miedo a faltar a su palabra la armó de valor. Estaba vestido con una túnica vieja recién lavada de manchas de tierra, sangre y sudor. No llevaba más insignias que una lanza, y en la cabeza una incómoda diadema espinosa. El corazón de la reina dio un vuelco de terror; pero algo en su corazón le hizo saber que podía amar a ese hombre por todo lo bueno que de él había dicho el príncipe. Así que contrajeron nupcias y por un momento a la reina le pareció ver en sus ojos la belleza de la mirada de su amado príncipe. Y en su sonrisa pronto descubrió la lección: el príncipe se había disfrazado para casarse con ella, la mujer más vanidosa del reino.
Queridos hijos e hijas, el Señor Jesús, rey del universo ha querido desposar nuestra vanidad orgullosa y egoísta. Y para ello ha querido mostrarse el más noble de los príncipes de la tierra, asumiendo la condición de siervo, para enseñarnos lo que verdaderamente vale en la vida. Así, «sin figura ni belleza, despreciado y rechazado por los hombres, varón de dolores, acostumbrado a sufrimientos, como uno del que se aparta la mirada», se presentó y sigue presentándose a las bodas de su amor para enseñar a su Iglesia el camino de la verdadera felicidad que es el amor y el dar la vida. En cada uno de los pequeños, de los enfermos, de los necesitados, en el hermano difícil, en la miseria del pecador, Cristo sigue presentándose a desposar nuestra vanidad. Anda, no desprecies a Cristo esposo, síguelo hasta la gloria, síguelo hasta el amor.

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