Dominica
XXX per annum
Hace poco,
el Papa Francisco nos ha instruido acerca del misterio petrino: «Pedro—ha dicho el Santo Padre—recibe la misericordia en su
presunción de hombre sensato. Era sensato con la sensatez maciza y trabajada
del pescador, que sabe por experiencia cuándo se puede pescar y cuándo no.
Es la sensatez del que, cuando se
entusiasma con eso de caminar sobre las aguas y de tener pescas milagrosas y se
excede en mirarse a sí mismo, sabe pedir ayuda al único que lo puede salvar.
Este Pedro fue sanado en la herida más honda que puede haber, la de negar al
amigo. Quizás el reproche de Pablo, cuando le echa en cara su doblez, tiene que
ver con esto. Parecía que Pablo se sentía que él había sido el peor antes de
conocer a Cristo; pero Pedro lo fue después de conocerlo, lo negó… sin embargo,
ser sanado allí convirtió a Pedro en un Pastor misericordioso, en una piedra
sólida sobre la cual siempre se puede edificar, porque es piedra débil que ha
sido sanada, no piedra que en su contundencia lleva a tropezar al más débil.
Pedro es el discípulo a quien más corrige el Señor en el Evangelio. Es el más
golpeado. Lo corrige constantemente, hasta aquel último “A ti qué te importa, tú sígueme a mí”. La
tradición dice que se le aparece de nuevo cuando Pedro está huyendo de Roma. El
signo de Pedro crucificado cabeza abajo, es quizás el más elocuente de este
receptáculo de una cabeza dura que, para ser misericordiada, se pone hacia
abajo incluso al estar dando el testimonio supremo de amor a su Señor. Pedro no
quiere terminar su vida diciendo: “Yo ya aprendí la lección”, sino diciendo:
“Como mi cabeza nunca va a aprender, la pongo para abajo”. Por encima de todo,
los pies que lavó el Señor, esos pies son para Pedro el receptáculo por donde
recibe la misericordia de su amigo y Señor».
Suele pasar que
cuando un ave tiene un ojo enfermo y tú la quieres curar, la cosa se vuelve una
cuestión de contorsionista. Las aves son expertas en disimular su malestar. Y
si tienen un ojo enfermo y lo quieres mirar para ayudarle, será muy difícil
porque siempre que cambies de posición, el ave también lo hará. Girará
completamente su cabeza para mirarte perfectamente con el ojo sano.
Alguna vez vi a
unos niños que jugaban con una gallina. La mecían en sus brazos con la cabeza
hacia delante, y la gallina mantenía inmóvil el cuello, aunque su cuerpo
regordete oscilaba de un lado a otro al ritmo de una canción infantil. Es que
las gallinas saben que su ancestral secreto para evitar el vértigo está en
mantener fijo el cuello y en que se puede balancear todo menos la mirada.
Un perrito sabe
que su mirada conquista corazones si es de abajo hacia arriba. Si logra atrapar
tu mirada en la suya, ya eres suyo. Pero si el perro está arriba, prefiere
atrapar tus nervios cuando su mirada choca con la tuya. A veces he llegado a
creer que los perros te consideran un potencial adversario cuando estás debajo
de ellos y no tanto cuando estás arriba. Tal vez porque intuyen que pronto
harás algo para no estar abajo.
He visto peces y
aves que tienen ojos falsos. Un truco para que el depredador se sepa advertido
o para que la presa se sienta obligada a moverse, intimidada por una presunta
mirada inflexible e inexpresiva.
Y nosotros estamos tan acostumbrados a intercambiar miradas, que sabemos el valor de cada una mucho
más que de cualquier moneda. Mirarnos a los ojos nos da confianza, seguridad.
Nos muestra lo que realmente sentimos. Y cuando alguien desvía la mirada,
sentimos que no podemos ayudarle, que no hay mucho que hacer por ella o por él.
Un publicano
lloraba y no se atrevía a levantar los ojos al cielo. Y su gesto nos inquieta. Sin embargo, como Pedro, había
comprendido algo: después de haber sido tocados por la mirada misericordiosa de
Dios y su perdón, el cielo de nuestros ojos está en los pies que su compasión
lavó. La casa de nuestra justificación se edifica en esa roca sanada, y hay que
bajar para habitar en ella, «porque todo
el que se eleva será humillado, y el que se humilla será enaltecido».