Dominica
XXVII per annum
Todo comenzó con
una titulación en enfermería. Bueno, en realidad todo había comenzado mucho
antes, pero por lo pronto comencemos desde allí. El día de su titulación, Sor
Monjita no era más que una humilde discípula de Cristo, consagrada a Dios por
los votos. Había abrazado con poca devoción y mucha ingenuidad la vida
religiosa, y sabía casi nada de lo que Dios esperaba de ella. Era una pregunta
que prefería dejar para después. Pero por esa extraña compasión que a menudo
despiertan los despistados en el corazón de la Iglesia, había logrado avanzar y
ahora acababa de recibir su título de enfermería. Tonta no era; despistada sí.
Iba de regreso
de la Universidad al convento, cuando de repente unos fuertes gritos y alaridos
la sacaron por la salida de emergencia de sus cavilaciones. Una mujer gritaba,
y la ola de los curiosos la secundaban. Tendida en el suelo y con una
prominente señal de embarazo, la mujer anunciaba a todos a gritos el prodigio. Y
como nuestra monjita era más argüendera que enfermera—al menos tenía mucha más
experiencia en eso—también comenzó a gritar: «¡Rápido, una ambulancia, llamen a un médico, una enfermera!» Este último grito llegó al fondo de su alma como moneda en
alcancía de teléfono. Y le hizo anunciar a sí misma y al universo entero: «¡Yo soy enfermera!»
Bueno, no nos
perdamos en los detalles. Al fin y al cabo todos sabemos muy bien lo que es
venir al mundo. Todos lo hemos hecho ya alguna vez. En fin, el hermoso bebé
nació. Y la orgullosa mamá se derretía de alegría como un helado bajo el sol,
mientras la líquida y pegajosa dulzura agradecida fue a parar a las manos de
nuestra monjita. Aquella feliz mamá era una mujer muy rica y poderosa,
altruista, empeñada en el activismo por las mejores causas. Y su farándula le
ayudaba en eso. Así que pronto se hicieron amigas la activista y su heroína.
Juntas se propusieron salvar a la humanidad de los partos imprevistos, y
comenzaron a soñar con crear una cadena de hospitales que tuvieran una sucursal
cada dos cuadras… algo así como esas tiendas de golosinas y bebidas que
aparecen por todas partes, más frecuentes que semáforos… por si se ofrece.
El primer
obstáculo a vender era la madre priora. Esa mujer necia que nomás no entiende
razones. ¿Cómo le iba a dar permiso a una de sus monjitas de involucrarse en un
proyecto tan heroico, si nunca había confiado del todo en ella? Nunca había
apreciado sus cualidades y por eso permanecían enterradas como un tesoro
secreto en una isla desierta. ¿Cómo iba a entender que lo de nuestra monjita,
lo suyo, lo suyo, eran los partos de emergencia? Al cabo la priora nunca iba a
estar en una de esas, ¿cómo podría valorarla?
Así que nuestra
monjita decidió abandonar el convento, crear un nuevo instituto e iniciar el
proyecto totalmente innovador al lado de su nueva amiga. Juntas iban a
conquistar el mundo. Para ahorrar tiempo, compraron una primer clínica, ya
armada y equipada. «Esto urge y no hay
tiempo que perder. Es una emergencia». Pronto
llegaron los primeros pacientes, pero eran vecinos que venían a preguntar cosas
sin importancia, sobre vacunas, resfriados, y muchas cosas de las que ninguna
de las dos tenía idea. «¿Cómo le
explico, señor, que ésta es una clínica para partos de emergencia?»
Bueno, pronto
quedó claro. Hasta que comenzaron a llegar las primeras pacientes. Exceptuando el caso de alguna que se fue sin
pagar, otra que se quejó de muy mal trato, otra que decidió abandonar a su
bebé, la clínica fue todo un éxito. No podían abrir todas las sucursales que
soñaron, pero la clínica marchaba sobre ruedas. Y hasta algunas chicas se
acercaron como voluntarias dispuestas a sumarse a los esfuerzos de nuestra
monjita.
Pasaron los
años. Un día nuestra monjita se levantó como siempre, a las cinco de la mañana,
de muy mal humor. Rezó decepcionada y molesta porque algunas de sus hermanas no
vinieron a rezar. Pensó que de todos modos hubiera estado irritada si todas
hubieran venido. Había algunas a las que prefería no ver. Desayunó pensando en
lo mal que sabían los jugos y desayunos saludables que preparaba su otra colega
y mejor fue a una de las dos tiendas de la esquina a comprar unas golosinas y
una bebida gaseosa con cafeína y más que azucarada, para despertar. Tenía un
montón de partos que atender y se preguntaba si la gente no se cansaba de tener
hijos. En su escritorio le esperaba una carta del obispo regañándola por alguna
historia de maltrato. Y una demanda de alguna empleada despedida injustamente.
En el corazón le guardaba rencor a muchas personas a quienes había ayudado y
que de pronto se había venido en contra suya. Muchos a quienes les dio
seguridades, trabajo, alegría, no le toleraron sus errores, su nerviosismo, sus
neurosis que con la edad se le vinieron también encima. Tampoco entendía por
qué se había echado encima la responsabilidad de tantas vidas, al punto de que
si algo fallaba seria su ruina. Tenía que ser perfecta, pero muy pocos la
apoyaban en ese camino. Lo que comenzó haciendo por un sueño se transformó en
una pesadilla tan pesada que por eso se llamaba pesadilla. No entendía por qué
el amor se había vuelto como sus guantes de látex. Algo que había que desechar
después de cada consulta y se sintió traicionada por ella misma, por la vida.
Entonces lloró. Lloró como aquel primer niño que vio nacer. Como aquella madre
feliz y satisfecha, como aquella otra que perdió a su hijo, como tantas personas
habían llorado con ella.
Fue a la Iglesia
y escuchó el Evangelio que leía un joven sacerdote entusiasmado: «Si tuvieran fe, aunque fuera tan pequeña como una semilla de
mostaza, podrían decir a ese árbol frondoso: “arráncate de raíz y plántate en
el mar”, y los obedecería». ¿Qué tiene que ver un grano de
mostaza con un árbol frondoso? ¿Y para qué sirve un árbol frondoso arrancado de
raíz y plantado en el mar? Qué tontería, morirá sin que nadie pueda cortar sus
frutos. Pero el joven sacerdote que leía lo decía con tal entusiasmo, que le
pareció que daría su vida entera por tener una fe así de grandota… como el
grano de mostaza. De pronto le pareció que el sacerdote envejecía mientras
leía: «¿Quién de ustedes, si tiene un siervo que labra la tierra o pastorea los
rebaños, le dice cuando éste regresa del campo: “Entra enseguida y ponte a
comer”? ¿No le dirá más bien: “Prepárame de comer y disponte a servirme, para
que yo coma y beba; después comerás y beberás tú”? ¿Tendrá acaso que mostrarse
agradecido con el siervo, porque éste cumplió con su obligación?»
La idea le
pareció terrible, pero tuvo que reconocer que ésta era su propia vida. Y que
hay dos tipos de fe. El primero es el de la fe pequeña: si tuvieras fe tan
pequeña como un grano de mostaza, podrías, con la fuerza de tu sueño, arrancar
un árbol frondoso y plantarlo en el mar, donde morirá y se corromperá, porque
en el mar de los sueños hay olas suaves, informes e informales, pero allí un
árbol no dura mucho plantado. Entendió que labrar la tierra o pastorear rebaños
es algo muy real, tan real como la tierra que nos recibe con durezas y fatigas.
Y por eso hay otra fe, mucho más grande, tan grande como un grano de mostaza. Es
la fe que Dios nos da cuando le pedimos «Auméntanos la fe». Es la fe que labra
la tierra y siembra el grano de mostaza, y una vez que se convierte el arbusto
recoge la semilla y convierte el tallo en bastón para pastorear. Y usa la
semilla para sazonar la comida del amo que está de regreso. Esa fe está más
cerca de la pesadilla que del sueño. No es la fe espectacular que todos aplauden,
sino la fe humilde, la de siervos inútiles. En esa fe por la que el mundo no
nos ofrece nada en recompensa, en esa fe que nadie nos agradece, pero sin la
cual el mundo moriría de hambre, en esa fe está escondido Dios. Cuando somos
siervos inútiles que no hacemos más que lo que teníamos que hacer, entonces, es
posible que entre las cosas de cada día, hayamos hecho algo increíble por ser
algo más grande que los sueños, es posible que hayamos hecho algo imposible de no
ser creído por ser tan real… y es posible que hayamos hecho algo meritorio por
haberlo hecho simplemente por amor.
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