Dominica XXV per annum
En una
ocasión, el Santo Padre Francisco dijo a propósito de la astucia cínica del
administrador en la parábola que hemos escuchado: «La costumbre del soborno es una costumbre mundana y fuertemente
pecaminosa. ¡Es una costumbre que no viene de Dios: Dios nos ha mandado llevar
el pan a casa con nuestro trabajo honesto! Pero este administrador daba de
comer a sus hijos pan sucio. Y sus hijos, quizá educados en colegios caros, tal
vez crecidos en ambientes cultos, habían recibido de su padre suciedad como
alimento, porque su papá, llevando pan sucio a casa, había perdido la dignidad.
Esto es un pecado grave. […] Es un pecado tan grave porque va contra la
dignidad, aquella dignidad con la somos ungidos cuando trabajamos […] La
corrupción es esto: no ganar el pan con dignidad». En esa ocasión dijo también el Papa: «Tal vez hoy nos hará bien rezar por tantos niños y jóvenes que
reciben de sus padres pan sucio. También ellos tienen hambre. Tienen hambre de
dignidad».
Las
palabras del Santo Padre me trajeron entonces a la mente una fábula que aprendí
de un poeta: una araña se encontró con un gusano de seda. Entonces comenzaron,
como dos refinadas amigas a hablar de alta costura. La charla fue muy amena y
comenzaba a dar paso a la amistad. Hasta que tocaron un tema muy delicado. El
gusano de seda comenzó a hablar de su honestidad. Cada vez que se fabricaba una
casa con un largo y fino hilo de seda, era porque estaba a punto de hacerse más
pequeño. Y la última vez que salía del capullo, abandonaba la casa batiendo
alas de libertad y moría de amor, ya sin comer, sin tomar nada del mundo, sin
más preocupación que dejar nuevos hijos que siguieran su buen ejemplo. Los
hombres, esos seres astutos e inteligentes apreciaron tanto tanta nobleza que
con sus pequeñas casas de virtud se hicieron vestidos.
Bueno,
la araña podía presumir maestría en el arte de hacer ruedas de hilos finísimos,
formas que las mujeres más delicadas imitaban, reconociendo su belleza, para
adornar sus casas. Pero en lo que casi no podía alegar nada era a favor de su
moralidad. La araña era, digamos, como suele decir un amigo, «de moral distraída», y por lo
mismo, sus telas no eran precisamente casas de virtud.
La araña
no tenía la humildad de hacerse más pequeña cada que terminaba el tejido. Al
contrario, si caía un moscardón gigante, la araña crecía y crecía… sobre todo
de su barriguita, pues sus brazos de tejedora implacable se mantenían siempre
muy delgaditos y muy en forma. A veces era tanto su peso, que la tela se
reventaba y había que tejerla de nuevo. Pero eso no importaba. Su trabajo era
una trampa de la que pocos salían vivos. No tenía mucho que decir en materia de
moral. Así que se las ingenió para enredar a su amigo el gusano: «Sabes, amigo gusanito, me encanta cómo tejes y lo noble que eres;
pero qué malicia tan grande te cargas… Yo como quiera, simplemente hago
trampitas piadosas a los bichos inmundos de la sociedad de sabandijas. Pero tú,
tú sí me la ganas».
El
gusano sorprendido no sabía de qué le hablaba, pero no le parecía novedoso el
comentario. Sabía que superaba en todo a la araña. «¿Te has fijado amigo cuántas buenas mujeres han caído seducidas por
tus telas? Nada más ayer que me paseaba por una sedería donde no me dejan
fácilmente entrar, vi a un hombre dejar sin comer a sus trabajadores por
comprar tus telas para hacerse una camisa. No sí. Tú sí que sabes cómo. Y otro
más, seducido por la frialdad de tus telas se le enfrió el corazón y el cerebro
y se fue a buscar cobijo tras un vestido de seda que envolvía un corazón
caluroso. Tú sí sabes. Por no hablar de aquellas personas que con tus hilos
sedosos hacen sutiles telarañas que llaman encajes, muselinas, tules y
velillos, mucho más peligrosas y engañadoras que las mías. Tú sí sabes, amigo».
En fin, así pasó la araña un largo rato dando vueltas alrededor del gusano,
apuntándole con su dedo y reprochándole su maldad desmesurada, hasta que, ya
bien enredado, se lo comió.
Pero Dios
que es bueno, vio al gusano que perecía y quiso que con su seda los novios
vistieran de dignidad su amor, los niños embellecieran sus pasos, los piadosos
adornaran la casa de Dios y los dolientes recubrieran con ella los cuerpos
heridos por la muerte. Eso jamás se haría con telaraña porque es una tela que
no tiene nada de amor. Dios no desprecia nada que se haga por virtud y
verdadero amor. «Con el dinero, tan lleno de injusticias, háganse amigos que
los reciban en el cielo».
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