Feria VI in parasceve
«Seis días antes de la Pascua, fue Jesús a Betania, donde vivía
Lázaro, a quien había resucitado de entre los muertos. Allí le ofrecieron una
cena; Marta servía y Lázaro era uno de los que estaban con él a la mesa. María
tomó entonces una libra de perfume de nardo auténtico, muy costoso, le ungió a
Jesús los pies con él y se los enjugó con su cabellera, y la casa se llenó con
la fragancia del perfume. Entonces Judas Iscariote, uno de los discípulos, el
que iba a entregar a Jesús, exclamó: “¿Por qué no se ha vendido ese perfume en
trescientos denarios para dárselo a los pobres?”»
Pero lo que
Judas no pudo entender es que el sagrado perfume no se vende; él se entrega.
Cristo el Señor es un frasco de perfume exquisito para ungir a los pobres, los
pobres del gran Rey. Pues cuando éramos enemigos suyos y no teníamos la bendita
riqueza de su amistad, él quiso bendecirnos, impregnando nuestras almas con el
perfume de su gracia. Ese perfume es su Sangre preciosa, derramada para
enriquecer nuestra pobreza. Es el perfume de su compasión, de su ternura, de su
perdón que nos hace gratos al Padre. El aroma de esta sangre preciosa llena la
casa de la Iglesia. Y su aroma es la predicación ardiente que el Señor hizo
desde el púlpito de su cruz y que se eleva como plegaria de suave fragancia
ante el Padre.
Su sangre «clama
mejor que la de Abel», pues ésta pedía la justicia; la de Cristo, en cambio, perdón
y misericordia. Con razón enseña el Maestro Ávila que «más sin comparación le
fue agradable a Dios la voz de Cristo, y su pasión y muerte, que pedían perdón,
que desagradables todos los pecados del mundo, pidiendo venganza».
«Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen»
Fíjate bien, en
una ocasión, el Señor Jesús iba de camino y al pasar vio una higuera. Como no
encontró en ella ningún fruto, la maldijo y se secó. Pero en la cruz, mirando
nuestra humanidad pecadora, buscó en ella algo bueno, y al no hallar más que
vanas hojas de ignorancia e insensatez, no nos maldijo, sino que nos disculpó
ante el Padre diciendo: «no saben lo que hacen».
Con razón un
Maestro enseña que Cristo el Señor no venció al diablo por la fuerza de su
poder, sino confundiéndolo con su verdad. Ningún fraude hubo en la cruz. De la
boca del más bello entre los hijos de los hombres sólo se derramó la gracia,
pero «no hubo engaño en su boca».
Ciertamente
cuando el Señor manifestó su gloria en el Tabor, los discípulos vieron la luz
que un milagro ocultaba cada día a sus ojos. Y ya en esa ocasión, Pedro, fuera
de sí, habló sin saber lo que decía. Desde su
encarnación, Cristo había ocultado la claridad de su gloria: «Sin figura ni belleza, lo vimos sin aspecto atrayente». La belleza de su luz se ocultó ante nuestros ojos, pues el Señor
«se despojó de su rango y tomó la condición
de esclavo, pasando por uno de tantos». Si esa
claridad de su gloria no se hubiera ocultado, «jamás habrían crucificado al
autor de la vida». Nadie habría osado jamás
echar mano de él. Un sacro temor lo habría hecho intocable. ¡Qué admirable
beneficio de su amor por nosotros! El Señor ocultó su belleza para poder decir
con toda verdad y con toda ternura: «Padre,
perdónalos, porque no saben lo que hacen».
«Hoy estarás conmigo en el paraíso»
En el santo
sacrificio de la Misa, el sacerdote reza en secreto las plegarias santas del
canon. Y el Padre ve lo secreto. Sin embargo, inicia el sacerdote la última
oración del canon levantando la voz para decir, golpeándose el pecho: «Nobis quoque peccatoribus»
«Y a nosotros, pecadores». Así conmemora al buen ladrón que en el ruidoso
silencio del Calvario levantó la voz para decir: «¿Ni siquiera temes tú a Dios,
estando en el mismo suplicio? Nosotros justamente recibimos el pago de lo que
hicimos. Pero éste ningún mal ha hecho».
Suelen los
ladrones no saber distinguir el verdadero valor de las cosas. Y
muchas veces cambian o venden por muy poco cosas verdaderamente valiosas. O
venden a un precio excesivo cosas de bien poco valor. Por eso el buen ladrón
dijo a su compañero: «¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en el mismo
suplicio?». No comprendía que el suplicio de Cristo era infinitamente más cruel
y doloroso y lo llamó con ingenuidad «el mismo suplicio». Pero suelen también los ladrones comprender más la justicia que la
verdad. Por eso se esconden y huyen de ella. Y por eso
reconoció también el ladrón la suprema justicia exigida por nuestra redención y cómo el Señor, que es la justicia infinita, eligió morir antes
que dejar impune el pecado. Viendo entonces que la muerte del Señor
era inexorable, pensó en su reino, porque una muerte así merecía la realeza
dado que es lo más digno de un rey morir por su pueblo.
En el ruidoso
corazón del ladrón había comenzado a hablar el silencio de la fe: «Todo
árbol se reconoce por sus frutos». Y al mirar la cruz, el ladrón reconoció su
fruto misterioso, el fruto inocente que cura el pecado de los hombres. Fruto
noble que derrama su savia de suave fragancia. Ante sí estaba la justicia, y ya
no tuvo miedo de ella. Tenía ante sus ojos el fruto del misterioso árbol de la
vida que su padre Adán abandonó en el paraíso, ese fruto que nadie jamás había
podido robar. Y se sintió confiado: «Jesús, acuérdate de mí». Respondió el
Señor: «Hoy estarás conmigo en el paraíso». Y desde ese instante el ladrón por
la fe contempló, entre el dolor y la esperanza, el místico paraíso. Comprendió
que estaba colgado del viejo árbol del conocimiento del bien y del mal, el
árbol ruin y funesto en que los primeros padres desobedecieron a Dios y se
escondieron de él. Entonces, por el cuchillo de la contrición y el vendaje del arrepentimiento
su cruz de muerte se injertó en el noble árbol de la vida y se transformó en
ella.
Esa misma
tarde, las puertas del paraíso se estremecieron. Los querubines, incansables
vigilantes, con espadas de fuego guardaban celosos la herencia de Adán. Una
cruz con vigor golpeó tres veces las puertas del paraíso. Era el buen ladrón,
con su cruz a cuestas. Al verlo los querubines reconocieron el signo amado del
Rey del cielo y lo recibieron con honores: «Entra, buen ladrón, en la patria
santa de tu padre Adán. Tú que has empuñado el arado de la cruz sin mirar
atrás, entra en el gozo de tu Señor. Porque nadie puede entrar en el paraíso si
no ama la cruz, pues aquí se vive de ella».
«–Mujer, ahí tienes a tu hijo. –Ahí tienes a tu madre»
Con toda
verdad enseña Romano el Cantor que el diablo al ver entrar al buen ladrón en el
paraíso dio un rugido tremendo y exclamó: «¡He sido robado por un ladrón que ha
sido justificado y ha vuelto a abrir el paraíso! ¡He sido robado por uno de los
míos mientras buscaba traidores, ladrones y estafadores, para darle compañeros
de servicio! Judas no era discípulo mío, sino de Cristo; si él hubiera entrado
en el paraíso no me enojaría tanto. ¡Pero ese ladrón era mío y se ha convertido
ahora en seguidor fiel de Cristo, ha renunciado a mí y a todas mis seducciones!»
Y desde aquel momento Satanás ardió enloquecido. «Embaucando a los reyes y
tiranos de la tierra, les provocó con violencia contra la cruz de la Vida;
desencadenó persecuciones contra Cristo y sus servidores, imaginando que podría
así impedirles entrar en el paraíso. No sabía el perverso que al derramar la
sangre de los sencillos, sería derrotado; persiguiendo a los apóstoles e
igualmente a los mártires, acabó lamentándose afligido, al ver la perseverancia
de esos campeones de Cristo».
Y tuvo el diablo
especial crueldad contra el corazón doliente de la Virgen Madre. Ella, que
jamás hirió ni la mirada ni el corazón de nadie, digna y calma estaba de pie
junto a la cruz. Pero al verla sosteniendo en la fe al discípulo que tanto
amaba, su amado Hijo fue gravemente herido en la mirada y en el corazón. ¡Oh,
pena grave y cruel, que inundas con lágrimas el fuego y la luz de su mirada!
Con razón canta el amado a su
amada: «Me robaste el corazón con una sola de tus miradas, con una vuelta de tu
collar». Estas palabras se refieren a Cristo que contempla la mirada de su
Madre Santísima. Mirada tan pura y tan profunda. Mirada que se roba todo el
peso del corazón doliente del Hijo, el insostenible peso del amor. «Me robaste
el corazón con una sola de tus miradas».
Cuatro ríos regaban el paraíso que Dios plantó para Adán y cuatro ríos de
sangre regaron el paraíso del buen ladrón y riegan el altar de la Iglesia,
jardín oriental de la cruz. Un paraíso es la Iglesia, casa apostólica, casa de
todo amigo del Señor, consuelo y refugio de todos los que le aman y huyen de
los ataques y la furia del diablo. Pero quiso Cristo que también el corazón de
cada creyente, tuviera otros cuatro ríos, que brotaron de las miradas limpias
de María y el discípulo amado. Él que pasó los días de su vida terrena «ofreciendo
ruegos al Padre, con gran clamor y lágrimas», dejó en el corazón del
cristiano, al pie de la cruz, el ejemplo de las honestas lágrimas de los
limpios de corazón, lágrimas que verán a Dios. Quien está fatigado y agobiado,
beba en el interior de su corazón creyente el don de las lágrimas para reparar
sus fuerzas. Quien combate los ataques del maligno, renueve sus fuerzas con el
fruto que pende de la cruz y diga con el discípulo amado, agradecido por el don
de la Virgen Madre: «Señor, la mujer que me diste por compañera me dio
a comer del árbol de la vida y yo comí: y se hizo en mi boca más dulce que la
miel, porque con ese mismo fruto me diste vida».
«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»
Fíjate bien en
lo que enseña el bendito Atanasio: «La muerte que golpea a los hombres les
sobreviene por la debilidad de su naturaleza, pues al no poder perdurar en el
tiempo, se descomponen con los años. Por esta razón les asaltan enfermedades y,
privados de sus fuerzas, mueren. El Señor en cambio no es débil, sino el Poder
de Dios y el Verbo de Dios y la Vida en sí. Por tanto, si se hubiera
desprendido de su cuerpo en privado y en un lecho, a la manera de los hombres,
se habría pensado que sufría esta muerte a causa de la debilidad de su
naturaleza y que no poseía nada superior a los otros hombres. Pero, puesto que
era la Vida y el Verbo de Dios, y era necesario que su muerte ocurriera por
todos, tomó la ocasión de ofrecer un sacrificio».
El bendito
cuerpo del Señor gozó desde su encarnación de impasibilidad. Era libre ante el
dolor. Ninguna debilidad ni enfermedad podía vencer al que es la salud y la
vida de todos. Por tanto, él quiso morir de amor, de sacrificio, porque para
ello había nacido. Ningún dolor podía sobrevenirle al Señor si él no lo quería.
Y, aunque sabemos que algunos hombres pueden aliviar sus dolores con el
esfuerzo de sus mentes, Cristo no lo quiso así para su pasión. Quiso que su
dolor fuera el más grande del mundo. Él, cuya alma y cuyos miembros de su
cuerpo habían sido creados con inigualable perfección, tenía una sensibilidad
más perfecta que la de cualquier otro hombre. Y, dado que ninguna enfermedad
era digna del dolor más grande del mundo, Cristo deseó cumplir los sufrimientos
de su pasión en la divina liturgia, pues nada más digno halló de ellos. Por
eso, cuando las tinieblas lo invadieron todo, solemnemente recitó las palabras
del Salmo: «Dios mío, Dios mío,
¿por qué me has abandonado?» Y, sabiendo que esta profecía del
salmista podía acarrear incomprensión y turbación, por ir acompañada de
tinieblas, mostró desde la cruz su verdadero sentido. Por su encarnación se
unió el Hijo eterno del Padre a nuestra naturaleza humana. Su cuerpo y su alma
estuvieron y estarán por siempre unidos a su persona divina, sin experimentar
jamás el abandono de Dios. ¿De qué abandono hablaba entonces el salmista? ¿Cuál
abandono experimentaría el verdadero Salmista en la cruz? Un Maestro enseña que
hablaba del abandono de la protección, pues al renunciar el Señor a protegerse
a sí mismo de la crueldad de sus verdugos, se abandonaba a sí mismo a los
dolores de su pasión que bien podía haber evitado por su impasibilidad
soberana. Y no pronunció el Señor estas palabras como regateando el dolor. Más
bien, al adentrarse en la oscuridad de la muerte, como un atleta enardecido
clamaba al Padre: «Padre, al abandonarme a la muerte termina mi ocasión de
padecer por amor a tu amable voluntad y por mi ardiente caridad hacia los
hombres, mis hermanos, ¿por qué al abandonarme a la muerte, la muerte pone fin
a los sufrimientos que con tan gozosa magnanimidad te ofrezco por la redención
de los hombres? ¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has
abandonado?»
«Tengo sed»
Del mismo modo,
al agotarse el agua, el cuerpo de los hombres desfallece y experimentan la sed
como un deseo muy profundo de renovarse y vivir. Por eso, el Señor al acercarse
el final de su sacrificio, habló de su sed, de su deseo de refrescar su cuerpo
para continuar su amor. Y así como la sed es deseo y buena voluntad de hacerle
el bien al cuerpo, devolviéndole frescura y paz, así tuvo Cristo la sed de la
caridad hacia nosotros, miembros de su cuerpo que habríamos de refrescarnos con
la gracia de su sangre. Agua viva no le falta al que es el don de Dios que hace
brotar del interior del pecador arrepentido torrentes que saltan hasta la vida
eterna. Vino viejo no le falta al odre que devuelve a Adán, vestido de pieles
muertas, la antigua felicidad perdida. Vino nuevo no le falta al odre que
alegra el corazón del hombre nuevo, revestido de la gracia. Vino mejor no le
falta al esposo vestido de llagas, vestido de bodas, vestido de amor. Y sin
embargo, aquel que se entrega en nuestros labios diciendo: «Tomen y beban», tiene sed.
La Escritura
dice que Noé plantó una viña. Y luego honestamente bebió el fruto de sus
labores. Embriagado por la fatiga y los vapores del vino se quedó dormido
desnudo y uno de sus hijos se burló de su desnudez. Cristo, el Señor, también plantó
su viña y en la desnudez de sus labores recibió nuestras burlas, ultrajes y
desprecios, pero nada del vino de sus fatigas bebió en su propio beneficio,
pues en él no había pecado ni maldad. Toda la fatiga de pisar la uva madura de
su cuerpo y de derramar el dulce jugo de su sangre fue ofrecida para lavar la oscuridad
de nuestros pecados. Nada de ese mosto sagrado bebió Cristo para su beneficio y
por eso declaró: «Tengo sed», antes de sumergirse en el profundo sueño de la muerte, para que
comprendiéramos que no dormía embriagado por sus propias fatigas, sino sediento
de nuestras almas embriagadas con su sangre, lavadas con el agua de su costado.
«Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu»
Cuando
pedimos a un alfarero que elabore con sus manos la vasija en que guardaremos el
agua con que hemos de saciar nuestra sed, de alguna manera ponemos en sus manos
nuestra agua, nuestra vida y todo lo que somos. Cristo el Señor encomendó su
espíritu en las manos del Padre como quien encomienda su agua viva en manos del
alfarero. Así, el Padre nos moldea con sus manos para hacer de nosotros vasos
de elección, destinados a contener la gracia de su Espíritu. Esa gracia
espiritual es también luz de Cristo. Pues él vino para que el hombre conociera
cuánto lo ama Dios y en ese amor ardiera. En efecto, Cristo encendió la lámpara
del amor divino y la escondió debajo de la cama de su sueño en la cruz. Allí,
al pie de la cruz, estamos nosotros, vasijas de barro debajo de las cuales se
escondió el fuego de la divina piedad. Muerto en la cruz por el fuego de la
caridad quiso sepultarse en los corazones nuevos que las manos del Padre
moldean. Pues como dice el Apóstol: «Dios, que ha hecho brillar la luz en las
tinieblas, ha hecho brillar su luz en nuestros corazones para que conociéramos
la gloria de Dios que resplandece en el rostro de Cristo. Pero llevamos este
tesoro en vasijas de barro para que se vea que tan sublime poder viene de Dios
y no de nosotros».
Así arde
oculto el fuego del divino amor en nuestros corazones: brille la luz de
nuestras obras, para que viendo las obras que realizamos, los hombres den
gloria al Padre, que está en el cielo. En las manos del Padre están las vasijas
que él moldea para que puedan contener el Espíritu de su Hijo. Por eso las
moldea a imagen de su Hijo amado. Él, que es el espejo en que los ángeles
continuamente hacen recta la belleza de su amor, él, en la cruz, es la forma
del hombre, su verdadero rostro. Con toda verdad canta el amado: «¿Dudas si te
amo? Mírame fijamente, fijo en la cruz. Se cierne, en todo el cuerpo, esculpido
el amor». Y la amada en el Cantar «Manojo de mirra en mi pecho es mi amado»,
pues así como la mirra fácilmente se inflama, así el pecho de quien medita los
misterios de su dolorosa pasión. Pero como el fuego se extingue debajo de una
vasija, es del todo necesario que en la vasija haya llagas, puertas de caridad
a través de las cuales respire la llama del divino amor. En las manos del Padre
seamos moldeados por la paciencia en la tribulación, cocidos por el fuego de su
caridad, luminosos por las obras que la gracia nos mueva a realizar, para que
renovados a imagen de Cristo, miembros de su cuerpo en el que se halla
esculpido el amor, podamos decir un día: «Todo está
cumplido».