viernes, 14 de abril de 2017

De septem verbis a DNJC in cruce prolatis

Feria VI in parasceve

«Seis días antes de la Pascua, fue Jesús a Betania, donde vivía Lázaro, a quien había resucitado de entre los muertos. Allí le ofrecieron una cena; Marta servía y Lázaro era uno de los que estaban con él a la mesa. María tomó entonces una libra de perfume de nardo auténtico, muy costoso, le ungió a Jesús los pies con él y se los enjugó con su cabellera, y la casa se llenó con la fragancia del perfume. Entonces Judas Iscariote, uno de los discípulos, el que iba a entregar a Jesús, exclamó: “¿Por qué no se ha vendido ese perfume en trescientos denarios para dárselo a los pobres?”»
Pero lo que Judas no pudo entender es que el sagrado perfume no se vende; él se entrega. Cristo el Señor es un frasco de perfume exquisito para ungir a los pobres, los pobres del gran Rey. Pues cuando éramos enemigos suyos y no teníamos la bendita riqueza de su amistad, él quiso bendecirnos, impregnando nuestras almas con el perfume de su gracia. Ese perfume es su Sangre preciosa, derramada para enriquecer nuestra pobreza. Es el perfume de su compasión, de su ternura, de su perdón que nos hace gratos al Padre. El aroma de esta sangre preciosa llena la casa de la Iglesia. Y su aroma es la predicación ardiente que el Señor hizo desde el púlpito de su cruz y que se eleva como plegaria de suave fragancia ante el Padre.
Su sangre «clama mejor que la de Abel», pues ésta pedía la justicia; la de Cristo, en cambio, perdón y misericordia. Con razón enseña el Maestro Ávila que «más sin comparación le fue agradable a Dios la voz de Cristo, y su pasión y muerte, que pedían perdón, que desagradables todos los pecados del mundo, pidiendo venganza».

«Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen»
Fíjate bien, en una ocasión, el Señor Jesús iba de camino y al pasar vio una higuera. Como no encontró en ella ningún fruto, la maldijo y se secó. Pero en la cruz, mirando nuestra humanidad pecadora, buscó en ella algo bueno, y al no hallar más que vanas hojas de ignorancia e insensatez, no nos maldijo, sino que nos disculpó ante el Padre diciendo: «no saben lo que hacen».
Con razón un Maestro enseña que Cristo el Señor no venció al diablo por la fuerza de su poder, sino confundiéndolo con su verdad. Ningún fraude hubo en la cruz. De la boca del más bello entre los hijos de los hombres sólo se derramó la gracia, pero «no hubo engaño en su boca».
Ciertamente cuando el Señor manifestó su gloria en el Tabor, los discípulos vieron la luz que un milagro ocultaba cada día a sus ojos. Y ya en esa ocasión, Pedro, fuera de sí, habló sin saber lo que decía. Desde su encarnación, Cristo había ocultado la claridad de su gloria: «Sin figura ni belleza, lo vimos sin aspecto atrayente». La belleza de su luz se ocultó ante nuestros ojos, pues el Señor «se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos». Si esa claridad de su gloria no se hubiera ocultado, «jamás habrían crucificado al autor de la  vida». Nadie habría osado jamás echar mano de él. Un sacro temor lo habría hecho intocable. ¡Qué admirable beneficio de su amor por nosotros! El Señor ocultó su belleza para poder decir con toda verdad y con toda ternura: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen».

«Hoy estarás conmigo en el paraíso»
En el santo sacrificio de la Misa, el sacerdote reza en secreto las plegarias santas del canon. Y el Padre ve lo secreto. Sin embargo, inicia el sacerdote la última oración del canon levantando la voz para decir, golpeándose el pecho: «Nobis quoque peccatoribus» «Y a nosotros, pecadores». Así conmemora al buen ladrón que en el ruidoso silencio del Calvario levantó la voz para decir: «¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en el mismo suplicio? Nosotros justamente recibimos el pago de lo que hicimos. Pero éste ningún mal ha hecho».
Suelen los ladrones no saber distinguir el verdadero valor de las cosas. Y muchas veces cambian o venden por muy poco cosas verdaderamente valiosas. O venden a un precio excesivo cosas de bien poco valor. Por eso el buen ladrón dijo a su compañero: «¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en el mismo suplicio?». No comprendía que el suplicio de Cristo era infinitamente más cruel y doloroso y lo llamó con ingenuidad «el mismo suplicio». Pero suelen también los ladrones comprender más la justicia que la verdad. Por eso se esconden y huyen de ella. Y por eso reconoció también el ladrón la suprema justicia exigida por nuestra redención y cómo el Señor, que es la justicia infinita, eligió morir antes que dejar impune el pecado. Viendo entonces que la muerte del Señor era inexorable, pensó en su reino, porque una muerte así merecía la realeza dado que es lo más digno de un rey morir por su pueblo.
En el ruidoso corazón del ladrón había comenzado a hablar el silencio de la fe: «Todo árbol se reconoce por sus frutos». Y al mirar la cruz, el ladrón reconoció su fruto misterioso, el fruto inocente que cura el pecado de los hombres. Fruto noble que derrama su savia de suave fragancia. Ante sí estaba la justicia, y ya no tuvo miedo de ella. Tenía ante sus ojos el fruto del misterioso árbol de la vida que su padre Adán abandonó en el paraíso, ese fruto que nadie jamás había podido robar. Y se sintió confiado: «Jesús, acuérdate de mí». Respondió el Señor: «Hoy estarás conmigo en el paraíso». Y desde ese instante el ladrón por la fe contempló, entre el dolor y la esperanza, el místico paraíso. Comprendió que estaba colgado del viejo árbol del conocimiento del bien y del mal, el árbol ruin y funesto en que los primeros padres desobedecieron a Dios y se escondieron de él. Entonces, por el cuchillo de la contrición y el vendaje del arrepentimiento su cruz de muerte se injertó en el noble árbol de la vida y se transformó en ella.
Esa misma tarde, las puertas del paraíso se estremecieron. Los querubines, incansables vigilantes, con espadas de fuego guardaban celosos la herencia de Adán. Una cruz con vigor golpeó tres veces las puertas del paraíso. Era el buen ladrón, con su cruz a cuestas. Al verlo los querubines reconocieron el signo amado del Rey del cielo y lo recibieron con honores: «Entra, buen ladrón, en la patria santa de tu padre Adán. Tú que has empuñado el arado de la cruz sin mirar atrás, entra en el gozo de tu Señor. Porque nadie puede entrar en el paraíso si no ama la cruz, pues aquí se vive de ella».

«–Mujer, ahí tienes a tu hijo.Ahí tienes a tu madre»
Con toda verdad enseña Romano el Cantor que el diablo al ver entrar al buen ladrón en el paraíso dio un rugido tremendo y exclamó: «¡He sido robado por un ladrón que ha sido justificado y ha vuelto a abrir el paraíso! ¡He sido robado por uno de los míos mientras buscaba traidores, ladrones y estafadores, para darle compañeros de servicio! Judas no era discípulo mío, sino de Cristo; si él hubiera entrado en el paraíso no me enojaría tanto. ¡Pero ese ladrón era mío y se ha convertido ahora en seguidor fiel de Cristo, ha renunciado a mí y a todas mis seducciones!» Y desde aquel momento Satanás ardió enloquecido. «Embaucando a los reyes y tiranos de la tierra, les provocó con violencia contra la cruz de la Vida; desencadenó persecuciones contra Cristo y sus servidores, imaginando que podría así impedirles entrar en el paraíso. No sabía el perverso que al derramar la sangre de los sencillos, sería derrotado; persiguiendo a los apóstoles e igualmente a los mártires, acabó lamentándose afligido, al ver la perseverancia de esos campeones de Cristo».
Y tuvo el diablo especial crueldad contra el corazón doliente de la Virgen Madre. Ella, que jamás hirió ni la mirada ni el corazón de nadie, digna y calma estaba de pie junto a la cruz. Pero al verla sosteniendo en la fe al discípulo que tanto amaba, su amado Hijo fue gravemente herido en la mirada y en el corazón. ¡Oh, pena grave y cruel, que inundas con lágrimas el fuego y la luz de su mirada! Con razón canta el amado a su amada: «Me robaste el corazón con una sola de tus miradas, con una vuelta de tu collar». Estas palabras se refieren a Cristo que contempla la mirada de su Madre Santísima. Mirada tan pura y tan profunda. Mirada que se roba todo el peso del corazón doliente del Hijo, el insostenible peso del amor. «Me robaste el corazón con una sola de tus miradas».
Cuatro ríos regaban el paraíso que Dios plantó para Adán y cuatro ríos de sangre regaron el paraíso del buen ladrón y riegan el altar de la Iglesia, jardín oriental de la cruz. Un paraíso es la Iglesia, casa apostólica, casa de todo amigo del Señor, consuelo y refugio de todos los que le aman y huyen de los ataques y la furia del diablo. Pero quiso Cristo que también el corazón de cada creyente, tuviera otros cuatro ríos, que brotaron de las miradas limpias de María y el discípulo amado. Él que pasó los días de su vida terrena «ofreciendo ruegos al Padre, con gran clamor y lágrimas», dejó en el corazón del cristiano, al pie de la cruz, el ejemplo de las honestas lágrimas de los limpios de corazón, lágrimas que verán a Dios. Quien está fatigado y agobiado, beba en el interior de su corazón creyente el don de las lágrimas para reparar sus fuerzas. Quien combate los ataques del maligno, renueve sus fuerzas con el fruto que pende de la cruz y diga con el discípulo amado, agradecido por el don de la Virgen Madre: «Señor, la mujer que me diste por compañera me dio a comer del árbol de la vida y yo comí: y se hizo en mi boca más dulce que la miel, porque con ese mismo fruto me diste vida».

«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»
Fíjate bien en lo que enseña el bendito Atanasio: «La muerte que golpea a los hombres les sobreviene por la debilidad de su naturaleza, pues al no poder perdurar en el tiempo, se descomponen con los años. Por esta razón les asaltan enfermedades y, privados de sus fuerzas, mueren. El Señor en cambio no es débil, sino el Poder de Dios y el Verbo de Dios y la Vida en sí. Por tanto, si se hubiera desprendido de su cuerpo en privado y en un lecho, a la manera de los hombres, se habría pensado que sufría esta muerte a causa de la debilidad de su naturaleza y que no poseía nada superior a los otros hombres. Pero, puesto que era la Vida y el Verbo de Dios, y era necesario que su muerte ocurriera por todos, tomó la ocasión de ofrecer un sacrificio».

El bendito cuerpo del Señor gozó desde su encarnación de impasibilidad. Era libre ante el dolor. Ninguna debilidad ni enfermedad podía vencer al que es la salud y la vida de todos. Por tanto, él quiso morir de amor, de sacrificio, porque para ello había nacido. Ningún dolor podía sobrevenirle al Señor si él no lo quería. Y, aunque sabemos que algunos hombres pueden aliviar sus dolores con el esfuerzo de sus mentes, Cristo no lo quiso así para su pasión. Quiso que su dolor fuera el más grande del mundo. Él, cuya alma y cuyos miembros de su cuerpo habían sido creados con inigualable perfección, tenía una sensibilidad más perfecta que la de cualquier otro hombre. Y, dado que ninguna enfermedad era digna del dolor más grande del mundo, Cristo deseó cumplir los sufrimientos de su pasión en la divina liturgia, pues nada más digno halló de ellos. Por eso, cuando las tinieblas lo invadieron todo, solemnemente recitó las palabras del Salmo: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» Y, sabiendo que esta profecía del salmista podía acarrear incomprensión y turbación, por ir acompañada de tinieblas, mostró desde la cruz su verdadero sentido. Por su encarnación se unió el Hijo eterno del Padre a nuestra naturaleza humana. Su cuerpo y su alma estuvieron y estarán por siempre unidos a su persona divina, sin experimentar jamás el abandono de Dios. ¿De qué abandono hablaba entonces el salmista? ¿Cuál abandono experimentaría el verdadero Salmista en la cruz? Un Maestro enseña que hablaba del abandono de la protección, pues al renunciar el Señor a protegerse a sí mismo de la crueldad de sus verdugos, se abandonaba a sí mismo a los dolores de su pasión que bien podía haber evitado por su impasibilidad soberana. Y no pronunció el Señor estas palabras como regateando el dolor. Más bien, al adentrarse en la oscuridad de la muerte, como un atleta enardecido clamaba al Padre: «Padre, al abandonarme a la muerte termina mi ocasión de padecer por amor a tu amable voluntad y por mi ardiente caridad hacia los hombres, mis hermanos, ¿por qué al abandonarme a la muerte, la muerte pone fin a los sufrimientos que con tan gozosa magnanimidad te ofrezco por la redención de los hombres? ¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?»

«Tengo sed»
Del mismo modo, al agotarse el agua, el cuerpo de los hombres desfallece y experimentan la sed como un deseo muy profundo de renovarse y vivir. Por eso, el Señor al acercarse el final de su sacrificio, habló de su sed, de su deseo de refrescar su cuerpo para continuar su amor. Y así como la sed es deseo y buena voluntad de hacerle el bien al cuerpo, devolviéndole frescura y paz, así tuvo Cristo la sed de la caridad hacia nosotros, miembros de su cuerpo que habríamos de refrescarnos con la gracia de su sangre. Agua viva no le falta al que es el don de Dios que hace brotar del interior del pecador arrepentido torrentes que saltan hasta la vida eterna. Vino viejo no le falta al odre que devuelve a Adán, vestido de pieles muertas, la antigua felicidad perdida. Vino nuevo no le falta al odre que alegra el corazón del hombre nuevo, revestido de la gracia. Vino mejor no le falta al esposo vestido de llagas, vestido de bodas, vestido de amor. Y sin embargo, aquel que se entrega en nuestros labios diciendo: «Tomen y beban», tiene sed.
La Escritura dice que Noé plantó una viña. Y luego honestamente bebió el fruto de sus labores. Embriagado por la fatiga y los vapores del vino se quedó dormido desnudo y uno de sus hijos se burló de su desnudez. Cristo, el Señor, también plantó su viña y en la desnudez de sus labores recibió nuestras burlas, ultrajes y desprecios, pero nada del vino de sus fatigas bebió en su propio beneficio, pues en él no había pecado ni maldad. Toda la fatiga de pisar la uva madura de su cuerpo y de derramar el dulce jugo de su sangre fue ofrecida para lavar la oscuridad de nuestros pecados. Nada de ese mosto sagrado bebió Cristo para su beneficio y por eso declaró: «Tengo sed», antes de sumergirse en el profundo sueño de la muerte, para que comprendiéramos que no dormía embriagado por sus propias fatigas, sino sediento de nuestras almas embriagadas con su sangre, lavadas con el agua de su costado.

«Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu»
Cuando pedimos a un alfarero que elabore con sus manos la vasija en que guardaremos el agua con que hemos de saciar nuestra sed, de alguna manera ponemos en sus manos nuestra agua, nuestra vida y todo lo que somos. Cristo el Señor encomendó su espíritu en las manos del Padre como quien encomienda su agua viva en manos del alfarero. Así, el Padre nos moldea con sus manos para hacer de nosotros vasos de elección, destinados a contener la gracia de su Espíritu. Esa gracia espiritual es también luz de Cristo. Pues él vino para que el hombre conociera cuánto lo ama Dios y en ese amor ardiera. En efecto, Cristo encendió la lámpara del amor divino y la escondió debajo de la cama de su sueño en la cruz. Allí, al pie de la cruz, estamos nosotros, vasijas de barro debajo de las cuales se escondió el fuego de la divina piedad. Muerto en la cruz por el fuego de la caridad quiso sepultarse en los corazones nuevos que las manos del Padre moldean. Pues como dice el Apóstol: «Dios, que ha hecho brillar la luz en las tinieblas, ha hecho brillar su luz en nuestros corazones para que conociéramos la gloria de Dios que resplandece en el rostro de Cristo. Pero llevamos este tesoro en vasijas de barro para que se vea que tan sublime poder viene de Dios y no de nosotros».
Así arde oculto el fuego del divino amor en nuestros corazones: brille la luz de nuestras obras, para que viendo las obras que realizamos, los hombres den gloria al Padre, que está en el cielo. En las manos del Padre están las vasijas que él moldea para que puedan contener el Espíritu de su Hijo. Por eso las moldea a imagen de su Hijo amado. Él, que es el espejo en que los ángeles continuamente hacen recta la belleza de su amor, él, en la cruz, es la forma del hombre, su verdadero rostro. Con toda verdad canta el amado: «¿Dudas si te amo? Mírame fijamente, fijo en la cruz. Se cierne, en todo el cuerpo, esculpido el amor». Y la amada en el Cantar «Manojo de mirra en mi pecho es mi amado», pues así como la mirra fácilmente se inflama, así el pecho de quien medita los misterios de su dolorosa pasión. Pero como el fuego se extingue debajo de una vasija, es del todo necesario que en la vasija haya llagas, puertas de caridad a través de las cuales respire la llama del divino amor. En las manos del Padre seamos moldeados por la paciencia en la tribulación, cocidos por el fuego de su caridad, luminosos por las obras que la gracia nos mueva a realizar, para que renovados a imagen de Cristo, miembros de su cuerpo en el que se halla esculpido el amor, podamos decir un día: «Todo está cumplido».

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