domingo, 12 de febrero de 2017

"Nemini mandavit impie agere et nemini dedit spatium peccandi"

Dominica VI per annum

Una monja de nuestra Orden escribió La vida del pequeño San Plácido. En uno de los primeros pasajes se narra de cómo vino a visitarlo su tía en una ocasión. Pues nada, llegó la tía al monasterio cargada de gatitos. Es que su tía era una monjita gatera. Bueno, viendo todos los mimos que la monjita le hacía a sus mininos, Placidito estalló en furia y preguntó con voz airada: «¿Pero qué significa esto, tía?» A lo que la monjita respondió con tono maternal: «Mire, mi’jito, usted se pasa de bobo si cree que uno puede pasarse la vida amando sólo a Dios. No, no, mi sobrinito querido. Hay que ponerle color a la vida, es necesario llenar los vacíos del corazón…» Estas palabras encendieron todavía más el corazón celoso de Placidito que, armado de una gran escoba, trataba de echar fuera a su tía y a sus gatos gritándole: «¡Fuera, adúltera! ¡Haber llenado de gatos, y quién sabe de qué otras cosas más, un corazón solemnemente consagrado a Dios! ¡Haber dejado las preocupaciones del mundo, creyendo que lo hacías por amor a Dios, y haber degenerado en el amor a los gatos! Eres lo más infame que puede haber en esta tierra».
Bueno, cuando leí este pasaje de la vida del pequeño San Plácido, francamente me sonó a fervor de principiante. Ese fervor de novato contra el que nos advierte la Regla, que nos hace sentirnos ermitaños capaces de luchar con sólo nuestros brazos y nuestras fuerzas contra los demonios antes de saber siquiera vivir en comunidad. Es como el fervor del niño que juega a bombardear una ciudad o a arrasar un ejército enemigo sin antes saber siquiera cómo ser buen ciudadano. En fin, la actitud del pequeño Plácido me hizo recordar a tantos jóvenes monjes que hacían cosas extrañas y a veces extremas con la sola intención de ser los mejores monjes y agradar sólo a Dios. Pero no perseveraron en ellas. Porque bien pronto se daban cuenta que antes de ganarse a Dios, tenían que ganarse a los hermanos, y eso toma mucho más tiempo. En fin, a pesar de que la experiencia me muestra que todos necesitamos tantas muletas para apoyarnos, como caminos emprendemos, la  voz del evangelio sigue sonando: «ya cometió adulterio con ella en su corazón».
Una vez el superior de un convento, preocupado, me decía: «Sabes, en nuestro convento solemos tantas veces llenar de cosas lo que pertenece sólo a Dios. A veces lo llenamos de nuestras propias leyes, que van desde mi horario imperturbable de siesta hasta el omnipotente y pernicioso A mí no me toca, “No soy el encargado, o el Yo no tengo ninguna culpa de que Usted no sepa leer, pero por pura caridad le digo que en la puerta hay un letrero que dice en mayúsculas y en castellano nuestro horario y hoy no hay servicio». Y en buena medida es verdad. Solemos llenar de nuestros caprichos lo que sólo debe ocupar Dios, y acariciamos y complacemos nuestras veleidades con la misma dedicación con que una monjita gatera mimaría cada uno de sus gatos. Esos caprichos inocentes, tiernos y suaves que muerden y arañan y que sólo existen para ser servidos pero no para servir. Para un consagrado ése es el adulterio del corazón, pero también lo puede ser para cualquiera de nosotros que privilegia su ojo o su mano para complacerse en la ocasión del pecado mientras busca ansioso cómo llenar el lugar de Dios.
A veces sentimos el deseo profundo de que nuestra fe sea aceptada por todos como si se tratara de un producto que ha de venderse más que los demás en todas las tiendas de abarrotes. Entonces llenamos de ideas aceptables lo que sólo debe llenar la verdad de Dios. Y muchas veces con el fin de que seamos amados por ser compasivos y bondadosos hacemos a un lado la justicia y la gracia divinas. Como si las personas sólo experimentaran la misericordia y la gracia divinas cuando reciben de nosotros el perdón y la acogida compasiva y no también cuando la gracia a través de la corrección y del espíritu de sacrificio los ayuda a levantarse de sus vicios y pecados y a perseverar en una vida podada de toda ocasión de pecado.
Tal vez el problema general del adulterio es que no deja para Dios el lugar de Dios. Llena de todo lo que puede su lugar. Y en ese sentido todos hemos sido adúlteros. Pero Dios «a nadie le ha dado permiso de pecar». Por ello, sólo la santidad y la renuncia al pecado pueden admitir grados, ascensiones. El pecado no. Dios «a nadie le ha dado permiso de pecar». La Iglesia tampoco puede dar un tal permiso. «Por lo tanto, si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene alguna queja contra ti, deja tu ofrenda junto al altar y ve primero a reconciliarte con tu hermano, y vuelve luego a presentar tu ofrenda». A veces toma años ir y volver. Por ello, «la Iglesia debe acompañar con atención y cuidado a sus hijos más frágiles, marcados por el amor herido y extraviado, dándoles de nuevo confianza y esperanza, como la luz del faro de un puerto o de una antorcha llevada en medio de la gente para iluminar a quienes han perdido el rumbo o se encuentran en medio de la tempestad».

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