Dominica
V per annum
Cuando entré en
el monasterio, hace ya más de un par de décadas, los hermanos nos turnábamos en
el servicio de la cocina. Hay que decir que nuestra Regla afirma que en este
servicio «se adquiere mayor
recompensa y caridad». El servicio
lo hacíamos entre dos: uno sabía cocinar y el otro no. Pienso que en ese
entonces los que no sabíamos cocinar teníamos más mérito y caridad. Nuestro
trabajo era básicamente encender el horno, lavar todo lo que el cocinero
ensuciaba, acomodar cuidadosamente los alimentos en jarras, canastos y fuentes,
y finalmente limpiar la cocina. Nada más. Tampoco se esperaba que aprendiéramos
algo más. Con todo, al final de la comida, los hermanos menos agradecidos se
retiraban con rostros radiantes de satisfacción. Con sus barriguitas llenas y
sus corazones contentos. Y los más agradecidos solían pasar a la cocina a
felicitar al cocinero por la virtud de sus platillos. Pero muy raramente
alguien reparaba en el ayudante como para decirle: «Excelente hermano, gracias por tu servicio». No recuerdo que alguien me haya dicho alguna vez: «¡Oye, qué limpias te quedaron las cacerolas!» o «¡qué bueno que
encendiste el horno a tiempo…, estaba en su punto!»
Recuerdo a una
colega profesora que en sus clases cuando algún alumno opinaba algo bobo, solía
decir con un aire entusiasta: «Gracias, fulanito,
qué bueno que pensaste…» Eso hacía
reír a sus demás estudiantes, porque pensar es de por sí algo que no se
agradece aunque a veces cueste más trabajo que tener buenas ideas.
Conozco personas
que de niños metían una piedrita en su zapato durante algunos días de la
cuaresma o callaban toda música en los días santos. Una amiga nos contaba hace
poco que cuando era niña su mamá la convencía de ofrecer pequeños sacrificios
al Niño Jesús. Y entonces ella se ofrecía voluntariamente para lavar la
cacerola donde su mamá hervía la leche para su hermanito. Tomaba un banquito,
se subía en él para estar a la altura del fregadero y pasaba un buen rato
tallando y tallando con un rollo de fibra de yute los restos de nata
sedimentados en la orilla de la cacerola. Y ahora que es mamá siente algo de
nostalgia de esos tiempos en que se hervía la leche y se hacían cosas que hoy
ya nadie hace. Es que el punto no es que ya no se hagan, sino que se hacían por
amor.
Tal vez esos
ratitos de espíritu de sacrificio que nadie premia ni agradece hacen de
nosotros sal de la tierra. Fíjate bien. La sal es una cosa que debe ir bien
escondida. Notamos cuando falta o cuando está de más, pero nunca la agradecemos
cuando está en la medida justa. Es curioso, los antiguos solían salar los
terrenos ajenos como una forma de maldad. Así los hacían estériles para los
cultivos. Y la sal, tirada a la calle, pues servía para mantener el camino sin
hierbas ni vida. «Ustedes son la sal de
la tierra. Si la sal se vuelve insípida, ¿con qué se le devolverá el sabor? Ya
no sirve para nada y se tira a la calle para que la pise la gente». Ya no sirve más que para hacer estériles los caminos. Y lo mismo
sucede cuando dejamos de hacer pequeñas cosas simplemente por amor.
Últimamente,
acabado el año santo de la Misericordia, me ha dado mucho por pensar que si
cada fiel católico ha hecho algunas obras de misericordia durante todo un año,
si la Iglesia entera se ha aplicado diligentemente a actuar con compasión, si
algunos cristianos hicieron cosas realmente extraordinarias, ¿por qué el mundo
no parece ser mejor? Unos tiranos mueren y otros se levantan, nuevas guerras y
egoísmos nos carcomen, fraudes, tráfico malsano, engaños. ¿Por qué el mundo no
parece haber cambiado? Y sin embargo, las palabras de Jesús resuenan: «Brille la luz de ustedes ante los hombres, para que viendo las
buenas obras que ustedes hacen, den gloria a su Padre, que está en los cielos». Al cristiano se le ha dado tener la luz de sus buenas obras, una
luz que si se escondiera debajo de una olla, moriría. Un cristiano que todo lo
ve mal, que no sale de sí mismo para hacer sus buenas obras, que piensa que no
vale la pena hacer algo porque el mundo nunca va a cambiar, ha escondido la luz
del amor bajo la olla de su propia ceguera. Pero tampoco exageremos. La luz de
nuestras buenas obras no disipa aún las tinieblas del mundo, ésa no es su
tarea. Esa luz que no cabe escondida debajo de la olla de nuestra mezquindad,
sí se esconde en las tinieblas del mundo como la sal en el alimento. Se esconde
en ellas para iluminarlas, recorrerlas, hacerlas camino. Así, dando sabor e
iluminando, el cristiano ha de ser maestro del amor escondido.
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