domingo, 5 de febrero de 2017

"Vos estis sal terræ"

Dominica V per annum

Cuando entré en el monasterio, hace ya más de un par de décadas, los hermanos nos turnábamos en el servicio de la cocina. Hay que decir que nuestra Regla afirma que en este servicio «se adquiere mayor recompensa y caridad». El servicio lo hacíamos entre dos: uno sabía cocinar y el otro no. Pienso que en ese entonces los que no sabíamos cocinar teníamos más mérito y caridad. Nuestro trabajo era básicamente encender el horno, lavar todo lo que el cocinero ensuciaba, acomodar cuidadosamente los alimentos en jarras, canastos y fuentes, y finalmente limpiar la cocina. Nada más. Tampoco se esperaba que aprendiéramos algo más. Con todo, al final de la comida, los hermanos menos agradecidos se retiraban con rostros radiantes de satisfacción. Con sus barriguitas llenas y sus corazones contentos. Y los más agradecidos solían pasar a la cocina a felicitar al cocinero por la virtud de sus platillos. Pero muy raramente alguien reparaba en el ayudante como para decirle: «Excelente hermano, gracias por tu servicio». No recuerdo que alguien me haya dicho alguna vez: «¡Oye, qué limpias te quedaron las cacerolas!» o «¡qué bueno que encendiste el horno a tiempo…, estaba en su punto!»
Recuerdo a una colega profesora que en sus clases cuando algún alumno opinaba algo bobo, solía decir con un aire entusiasta: «Gracias, fulanito, qué bueno que pensaste…» Eso hacía reír a sus demás estudiantes, porque pensar es de por sí algo que no se agradece aunque a veces cueste más trabajo que tener buenas ideas.
Conozco personas que de niños metían una piedrita en su zapato durante algunos días de la cuaresma o callaban toda música en los días santos. Una amiga nos contaba hace poco que cuando era niña su mamá la convencía de ofrecer pequeños sacrificios al Niño Jesús. Y entonces ella se ofrecía voluntariamente para lavar la cacerola donde su mamá hervía la leche para su hermanito. Tomaba un banquito, se subía en él para estar a la altura del fregadero y pasaba un buen rato tallando y tallando con un rollo de fibra de yute los restos de nata sedimentados en la orilla de la cacerola. Y ahora que es mamá siente algo de nostalgia de esos tiempos en que se hervía la leche y se hacían cosas que hoy ya nadie hace. Es que el punto no es que ya no se hagan, sino que se hacían por amor.
Tal vez esos ratitos de espíritu de sacrificio que nadie premia ni agradece hacen de nosotros sal de la tierra. Fíjate bien. La sal es una cosa que debe ir bien escondida. Notamos cuando falta o cuando está de más, pero nunca la agradecemos cuando está en la medida justa. Es curioso, los antiguos solían salar los terrenos ajenos como una forma de maldad. Así los hacían estériles para los cultivos. Y la sal, tirada a la calle, pues servía para mantener el camino sin hierbas ni vida. «Ustedes son la sal de la tierra. Si la sal se vuelve insípida, ¿con qué se le devolverá el sabor? Ya no sirve para nada y se tira a la calle para que la pise la gente». Ya no sirve más que para hacer estériles los caminos. Y lo mismo sucede cuando dejamos de hacer pequeñas cosas simplemente por amor.

Últimamente, acabado el año santo de la Misericordia, me ha dado mucho por pensar que si cada fiel católico ha hecho algunas obras de misericordia durante todo un año, si la Iglesia entera se ha aplicado diligentemente a actuar con compasión, si algunos cristianos hicieron cosas realmente extraordinarias, ¿por qué el mundo no parece ser mejor? Unos tiranos mueren y otros se levantan, nuevas guerras y egoísmos nos carcomen, fraudes, tráfico malsano, engaños. ¿Por qué el mundo no parece haber cambiado? Y sin embargo, las palabras de Jesús resuenan: «Brille la luz de ustedes ante los hombres, para que viendo las buenas obras que ustedes hacen, den gloria a su Padre, que está en los cielos». Al cristiano se le ha dado tener la luz de sus buenas obras, una luz que si se escondiera debajo de una olla, moriría. Un cristiano que todo lo ve mal, que no sale de sí mismo para hacer sus buenas obras, que piensa que no vale la pena hacer algo porque el mundo nunca va a cambiar, ha escondido la luz del amor bajo la olla de su propia ceguera. Pero tampoco exageremos. La luz de nuestras buenas obras no disipa aún las tinieblas del mundo, ésa no es su tarea. Esa luz que no cabe escondida debajo de la olla de nuestra mezquindad, sí se esconde en las tinieblas del mundo como la sal en el alimento. Se esconde en ellas para iluminarlas, recorrerlas, hacerlas camino. Así, dando sabor e iluminando, el cristiano ha de ser maestro del amor escondido.

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