Dominica
III per annum
Ayer alguien me
contó que en una ocasión un monje recibió la grata visita de algunos viejos amigos
de una conocida Orden religiosa, cuyo nombre omitiremos, por razones obvias.
Con el debido permiso del abad, se reunieron en el locutorio del monasterio y
comenzaron a platicar acerca de sus hazañas espirituales y temporales. Como
suele suceder en muchos monasterios, el monjecito traía el corazón y el hígado
convulsionados a causa de una serie de obediencias casi imposibles que su abad
le había impuesto, por lo que curioso y quejumbroso les preguntó: «¿Ustedes tienen también problemas con el voto de obediencia?» Uno de ellos le respondió: «No, para nada, ¿cómo crees? Eso es ya cosa del pasado». El monjecito ya entrando en intimidad les comentó: «Nosotros todavía no lo hemos superado. Es que el abad siempre dice
que es el voto más perfecto, y por eso el que más le agrada al Señor». Pero inmediatamente el otro religioso interrumpió con arrogancia
y soltura: «Bueno, será el que más
le agrada a él. Mira, nosotros somos muy democráticos, y no por eso dejamos de
lado la majestad solemne del que manda. Fíjate. Antes de mandarnos algo, el
superior nos reúne y nos escucha a todos, y cuando descubre qué es lo que
queremos hacer, solemnemente nos lo manda—de hecho ahora mismo venimos de una
reunión con el superior y nos ha mandado venir a instruir a los monjes retrógradas
sobre las más modernas prácticas del pluralismo eclesial…»
El monjecito
pensó entonces en su corazón: «¡Caramba! De
esto se tiene que enterar el abad». Se asomó
entonces por la ventana del locutorio, fingiendo que tomaba un poco de aire
fresco para aliviar su apesadumbrado corazón y buscó con la mirada a alguien
que pudiera ir discretamente a llamar al abad para presentarle a sus
paradigmáticos amigos. Pero pronto sus pensamientos se paralizaron cuando
distinguió en el pasillo del claustro a su exigente abad reprendiendo
severamente a un joven monje. Se trataba del más despistado de los monjes, uno
de esos jóvenes que nadie sabe bien qué quieren ni qué buscan, que suelen ser
buenísimos cuando son buenos, pero cuando no, pues tienden a ir de mal en peor,
y que francamente sin la ayuda y los empujones de la comunidad, todavía
estarían pensando que su lugar en el cosmos no se los merece. Todo eso le vino
a la mente en un instante y en ese mismo instante se preguntó en voz alta: «Bueno, si en la Orden de mis amigos todos hacen lo que quieren
hacer, todos hacen lo que les viene en gana, ¿qué harán con los religiosos que
no saben ni qué quieren hacer?» A lo que los
religiosos respondieron: «Es muy
simple, los hacemos superiores». El pobre
monjecito ya nada más exclamó: «¡Recórcholis!» Es curioso, muchas veces el precio de la comodidad de hacer lo
que cada uno quiere hacer es que quien manda no sepa qué hacer. Pero la Iglesia
no es así.
Las palabras de
Jesús: «Síganme y los haré
pescadores de hombres» siempre me
ha parecido una expresión rara, incluso de mal gusto. Además, por surrealistas
podrían inspirar una buena imagen para una campaña ambientalista. Imagina una
red de pescadores repleta de seres humanos, aplastándose unos contra los otros,
tal vez sumergiéndose en el agua en vez de salir de ella, o no sé. Ser
pescadores de hombres no suena nada fácil, porque supongo que cada hombre
pescado querrá volver a la anchura y profundidad de su mar.
De un tiempo a
la fecha he estudiado y observado muy bien cuanto sucede en el mar, en los
arrecifes. Cada vez me convenzo más de que las leyes en el fondo del mar son
muy crueles. Casi todo acaba por convertirse en alimento, vivo o muerto. Pero
los peces aman su mar y en él sienten algo muy parecido a la libertad y a la
felicidad. Entonces, sacarlos en una red para convertirlos en alimento parece
una tiranía inadmisible.
Cuando Juan fue
a dar a la cárcel, arrestado, apareció Jesús en el camino del mar, al otro lado
del Jordán y predicó: «Conviértanse». ¿Pero, en qué? Pues en lo mismo que Juan. Juan era un pez de río
atrapado en las redes de la cárcel de un tirano. Y ahora Jesús predica la misma
conversión: «los haré pescadores
de hombres». El evangelista al
contar la hazaña no pudo dejar de recordar la profecía de Isaías: «se llenará de gloria el camino del mar, más allá del Jordán […]
Porque tú quebrantaste su pesado yugo, la barra que oprimía sus hombros y el
cetro de su tirano». Era una profecía de
libertad; pero Juan acababa de ser arrestado, Jesús habla de una pesca de
hombres, y por cualquier cosa, sus discípulos alistaban las redes.
Es que la Iglesia es una red que hay que remendar porque el pataleo y los manotazos que dan sus pescados los hombres mientras se convierten en alimento la rompen. Y así Dios cura las dolencias de los hombres a través del dolor. A través de la incomodidad de la obediencia y de la vida común, Dios cura la desobediencia y la soberbia. Porque precisamente la incomodidad de estar todos en la misma red es el precio de saber a dónde vamos y en qué queremos convertirnos. Porque el hombre que masticó su propia belleza al morder el fruto del pecado, sólo puede volver a la belleza de su libertad beata convirtiéndose él mismo en alimento, atrapado en las redes de la obediencia, de soportarse mutuamente, hasta la conversión en las lentas, ardientes y dolorosas brazas del amor.
Es que la Iglesia es una red que hay que remendar porque el pataleo y los manotazos que dan sus pescados los hombres mientras se convierten en alimento la rompen. Y así Dios cura las dolencias de los hombres a través del dolor. A través de la incomodidad de la obediencia y de la vida común, Dios cura la desobediencia y la soberbia. Porque precisamente la incomodidad de estar todos en la misma red es el precio de saber a dónde vamos y en qué queremos convertirnos. Porque el hombre que masticó su propia belleza al morder el fruto del pecado, sólo puede volver a la belleza de su libertad beata convirtiéndose él mismo en alimento, atrapado en las redes de la obediencia, de soportarse mutuamente, hasta la conversión en las lentas, ardientes y dolorosas brazas del amor.
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