Dominica
II per annum
Hace poco me
acordé de un hipocondriaco que pasaba toda su vida de tratamiento en
tratamiento para los síntomas de las enfermedades más improbables que uno se
pueda imaginar. Cuando finalmente alguien le recomendó ayuda psicológica,
frecuentó por varios meses a un terapeuta y finalmente contó orgulloso a sus
amigos: «Ahora sí que he
progresado, ¡finalmente estoy enfermo de verdad!» Es que su terapeuta, un poco agobiado por la sensación de
impotencia que suelen suscitar los hipocondriacos en las demás personas, le
había dicho que su actitud era verdaderamente enfermiza. Y así el hipocondriaco
se complacía en confirmar su enfermedad y en hacer sentir a los demás que nada
pudieron hacer por él.
Siempre me ha
llamado la atención que los que practican supersticiones adivinatorias
raramente cuando los consultas te dicen que todo está bien y que tu malestar no
es nada de qué preocuparse, sino que simplemente es parte de las incomodidades
y del precio de vivir. Normalmente los que juegan a adivinar y venden su juego,
apenas dices que algo no va bien en tu vida, sentencian categóricamente que
alguien te está haciendo un mal, un trabajo y esas cosas. Tal vez sería más
veraz decir: «Usted no tiene nada,
la vida es así», como aquel médico
que cuando su paciente le dijo: «Doctor, hace
días que no como ni duermo, ¿qué tengo?» Y su médico con una lógica aplastante le respondió: «Supongo que hambre y sueño». Pero tal vez tampoco ellos soportan la impotencia de decir que
en eso no hay mucho que hacer.
Recuerdo que un
amigo médico en una ocasión realizaba una cirugía y accidentalmente se cortó y
entró en contacto con la sangre del paciente. No sabía que el paciente tenía
una enfermedad contagiosa para la que a la época no había cura y por tanto, el
desenlace sería fatal. Así que consultó a sus más arriesgados colegas para
hacer todo lo posible por detener la enfermedad. Hicieron un plan, el más
sensato que pudieron, y lo pusieron en práctica: vacunas, medicamentos,
calmantes para los efectos secundarios, etcétera. Al cabo de algunos meses de
muchas incomodidades causadas por el tratamiento, se sometió a nuevos estudios
y la presencia de la enfermedad fue negativa. El médico que dirigía el
tratamiento, al darlo de alta, le dijo: «Bueno, felicidades, hay una buena noticia: no estás enfermo. Y hay
una mala noticia: Tal vez nunca lo estuviste». En todo caso, si hubiera estado infectado, habrían descubierto
la cura.
Ver a Jesús ser
bautizado por Juan en el Jordán podría resultar tan absurdo como uno que va al
médico sin estar enfermo y se somete a su tratamiento sin requerirlo. Y, con
todo, Jesús fue a bautizarse donde Juan bautizaba con agua. Suele pasar que
cuando nuestro rostro se ensucia y luego lo lavamos, de nuevo nos descubrimos
de algún modo, vemos cómo somos realmente, ya sin mugre ni polvo. Lo mismo
hacía el bautismo de Juan, era agua que lavaba por el arrepentimiento el rostro
de los hombres afeado por el pecado. Y
precisamente por eso cuando Jesús fue lavado, el agua manifestó su verdad, su
misterio oculto. Juan lo explica: «he venido a
bautizar con agua, para que él sea dado a conocer a Israel». Así que él no se lavó porque estuviera sucio, pero sí para
manifestar su verdad. No fue al médico porque estuviera enfermo, sino para
darse a conocer como la salud y remedio de cuantos vivían la mortandad nefasta
del pecado. No fue al sacerdote para ser purificado, sino para manifestarse
como el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo por su sangre derramada.
En él reposa el Espíritu y por eso su bautismo es para nosotros la medicina que
no sólo nos lava, sino que nos hace participar de su salud que no se agota.
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