domingo, 8 de enero de 2017

"Ubi est, qui natus est, rex Iudæorum?"

In epiphania Domini

El seis de enero siempre me pareció uno de los días más bonitos del año. Con el tiempo me di cuenta que la Iglesia había establecido este día para celebrar la manifestación del Señor a los Magos contando doce noches desde la Navidad: así, el buen Dios, fiel a sus promesas regaló una noche bendita a cada una de las tribus de Israel y después de la duodécima se manifestó a todas las naciones. Sin embargo, desde hace algunos años es costumbre de algunas Iglesias celebrar la Epifanía, la manifestación del Señor, el domingo más próximo al seis de enero. La verdad este cambio no me gusta, más allá de los motivos teológicos y pastorales, por una mera cuestión sentimental. Y, ultimadamente, estética: el seis de enero es uno de los día más bonitos de todo el año.
En mis tiempos no se usaban globos para hablarles a los Reyes. Nosotros fuimos tres hermanos. La noche del cinco de enero, después de cenar, papá nos llamaba a los tres y se sentaba enfrente de una mesita, se ponía sus lentes y tomaba muy serio un viejo cuaderno de notas. Papá no era un hombre de letras. Las pocas veces que lo veíamos ponerse sus lentes y tomar un bolígrafo era para firmar nuestras boletas de calificaciones, orgulloso de tener hijos bien listos. Pero a la hora de escribir las cartitas a los Reyes Magos tomaba un severo aire de notario o de escribano público que nos hacía comprender que eso de escribir a Reyes era una cosa muy seria. Y más si eran tres. Escribía con una caligrafía amarrada, bonita. Y mientras, mamá sugería para mi hermana una muñeca que abriera y cerrara sus ojitos, un tráiler para mi hermano o un patito con ruedas para mí. Era tan buena para describir juguetes y la manera de jugarlos que siempre nos convencía de que lo que ella sugería era lo mejor y lo más divertido del mundo. Luego, ya puesto todo por escrito, papá arrancaba irreverente la hoja de su cuaderno y nos la entregaba a cada uno, como un recibo o un vale por toda la felicidad. Entonces doblábamos la cartita y la poníamos dentro de uno de nuestros zapatos.
La cosa de los zapatos siempre me pareció humillante. ¿Por qué un zapato y no un gorrito, por ejemplo? Debo decir que los Reyes nunca me pidieron que me portara bien o que estudiara más o que fuera el mejor, eso se los tengo que agradecer. Sólo pedían eso, un zapato. Y como todavía eran los meses fríos del invierno de mi tierra, no podíamos levantarnos de la cama sin zapatos. No teníamos más que un par de zapatos, comprados con el trabajo duro de mis padres, y nuestros zapatos eran viejitos, curvos, arrugados y raspados, ¿para qué querían los Reyes un zapato así? Y mero lo pedían el día en que más lo necesitaba.
Por orden de edad dejábamos la cartita en el zapato bajo la rama que cubría el Nacimiento y papá nos cargaba uno por uno para llevarnos a la cama, para no ir descalzos. Y al otro día, al despertar, nuestros zapatos ya estaban al pie de la cama, listos para ponérnoslos. Era la prueba de que el milagro se había cumplido. Los poníamos a toda prisa, y corríamos sin atar los cabetes.
Nunca vi a los Reyes. Es más nunca quise verlos. Hasta hoy sigo creyendo que las personas suelen ser invisibles cuando son más buenas. Pero ellos sí veían mi zapato, raspado y andariego. Conservo la idea de que el Niño Jesús por nosotros se hizo camino, y que nadie va al Padre si no es por él. Porque él es nuestro otro zapato, el zapato raspado que lleva la cartita de nuestros juegos, de nuestros sueños y de nuestros tropiezos. Gracias a ese zapato humilde era posible la inocencia y los regalos.
Con el tiempo aprendí a escribir y un día se me ocurrió algo genial. Escribí una carta secreta a los Reyes. No diré aquí lo que pedí porque era física y metafísicamente imposible. Lo recuerdo con risa y vergüenza. Tenía tanta confianza en los Reyes que sabía que ellos podían concederme cualquier cosa. Al fin Magos. Como imaginarán Ustedes, el operativo no funcionó. Sólo recuerdo que al otro día escuché a mamá y a papá hablar de inocencia. Y no entendí de quién hablaban. Tal vez hoy yo mismo lo llamaría ingenuidad.  Y sin embargo aún hoy sigo pidiendo cosas imposibles. Y sé que algún día se realizarán. Por ahora recorramos con perseverancia la carrera que tenemos por delante. Corramos el camino de nuestra vida poniendo los ojos en Jesús autor y consumador de nuestra fe, poniendo, en fin, nuestros mejores deseos en Jesús, nuestro otro zapato.

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