In
epiphania Domini
El seis de enero
siempre me pareció uno de los días más bonitos del año. Con el tiempo me di
cuenta que la Iglesia había establecido este día para celebrar la manifestación
del Señor a los Magos contando doce noches desde la Navidad: así, el buen Dios,
fiel a sus promesas regaló una noche bendita a cada una de las tribus de Israel
y después de la duodécima se manifestó a todas las naciones. Sin embargo, desde
hace algunos años es costumbre de algunas Iglesias celebrar la Epifanía, la
manifestación del Señor, el domingo más próximo al seis de enero. La verdad
este cambio no me gusta, más allá de los motivos teológicos y pastorales, por
una mera cuestión sentimental. Y, ultimadamente, estética: el seis de enero es
uno de los día más bonitos de todo el año.
En mis tiempos
no se usaban globos para hablarles a los Reyes. Nosotros fuimos tres hermanos.
La noche del cinco de enero, después de cenar, papá nos llamaba a los tres y se
sentaba enfrente de una mesita, se ponía sus lentes y tomaba muy serio un viejo
cuaderno de notas. Papá no era un hombre de letras. Las pocas veces que lo
veíamos ponerse sus lentes y tomar un bolígrafo era para firmar nuestras
boletas de calificaciones, orgulloso de tener hijos bien listos. Pero a la hora
de escribir las cartitas a los Reyes Magos tomaba un severo aire de notario o
de escribano público que nos hacía comprender que eso de escribir a Reyes era
una cosa muy seria. Y más si eran tres. Escribía con una caligrafía amarrada,
bonita. Y mientras, mamá sugería para mi hermana una muñeca que abriera y cerrara
sus ojitos, un tráiler para mi hermano o un patito con ruedas para mí. Era tan
buena para describir juguetes y la manera de jugarlos que siempre nos convencía
de que lo que ella sugería era lo mejor y lo más divertido del mundo. Luego, ya
puesto todo por escrito, papá arrancaba irreverente la hoja de su cuaderno y
nos la entregaba a cada uno, como un recibo o un vale por toda la felicidad.
Entonces doblábamos la cartita y la poníamos dentro de uno de nuestros zapatos.
La cosa de los
zapatos siempre me pareció humillante. ¿Por qué un zapato y no un gorrito, por
ejemplo? Debo decir que los Reyes nunca me pidieron que me portara bien o que
estudiara más o que fuera el mejor, eso se los tengo que agradecer. Sólo pedían
eso, un zapato. Y como todavía eran los meses fríos del invierno de mi tierra,
no podíamos levantarnos de la cama sin zapatos. No teníamos más que un par de
zapatos, comprados con el trabajo duro de mis padres, y nuestros zapatos eran
viejitos, curvos, arrugados y raspados, ¿para qué querían los Reyes un zapato
así? Y mero lo pedían el día en que más lo necesitaba.
Por orden de
edad dejábamos la cartita en el zapato bajo la rama que cubría el Nacimiento y
papá nos cargaba uno por uno para llevarnos a la cama, para no ir descalzos. Y
al otro día, al despertar, nuestros zapatos ya estaban al pie de la cama,
listos para ponérnoslos. Era la prueba de que el milagro se había cumplido. Los
poníamos a toda prisa, y corríamos sin atar los cabetes.
Nunca vi a los
Reyes. Es más nunca quise verlos. Hasta hoy sigo creyendo que las personas suelen
ser invisibles cuando son más buenas. Pero ellos sí veían mi zapato, raspado y
andariego. Conservo la idea de que el Niño Jesús por nosotros se hizo camino, y
que nadie va al Padre si no es por él. Porque él es nuestro otro zapato, el
zapato raspado que lleva la cartita de nuestros juegos, de nuestros sueños y de
nuestros tropiezos. Gracias a ese zapato humilde era posible la inocencia y los
regalos.
Con el tiempo aprendí
a escribir y un día se me ocurrió algo genial. Escribí una carta secreta a los
Reyes. No diré aquí lo que pedí porque era física y metafísicamente imposible. Lo
recuerdo con risa y vergüenza. Tenía tanta confianza en los Reyes que sabía que
ellos podían concederme cualquier cosa. Al fin Magos. Como imaginarán Ustedes,
el operativo no funcionó. Sólo recuerdo que al otro día escuché a mamá y a papá
hablar de inocencia. Y no entendí de quién hablaban. Tal vez hoy yo mismo lo
llamaría ingenuidad. Y sin embargo aún
hoy sigo pidiendo cosas imposibles. Y sé que algún día se realizarán. Por ahora
recorramos con perseverancia la carrera que tenemos por delante. Corramos el
camino de nuestra vida poniendo los ojos en Jesús autor y consumador de nuestra
fe, poniendo, en fin, nuestros mejores deseos en Jesús, nuestro otro zapato.
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