Dominica
I adventus
Se cuenta que
hubo un hermoso monasterio construido al pie de una montaña alta y escarpada.
Por las ventanas de las celdas de los ermitaños que allí moraban se podía
apreciar el espectáculo de rocas magníficas amontonadas para dar cuerpo a la
montaña. Un día un huésped parlanchín pasó por el monasterio, curioseando en
todo e inquiriendo acerca de cuanto veía a su paso. Mientras uno de los
ermitaños contemplaba atento la montaña, el huésped vagabundo buscaba la ocasión
de romper el hielo y trabar conversación con él. «Qué enormes son las rocas en la cima de la montaña». El ermitaño frunció la frente. Era un comentario tan obvio que
no le pareció motivo suficiente para desgajar el silencio. Pero el forastero
insistió: «¿Y nunca rueda alguna
de esas rocas desde la cima de la montaña?» A lo que el monje respondió con un asentimiento. Y el peregrino
preguntó: «No es que quiera parecer inquisitivo, pero ¿y qué hacen entonces los monjes en esos casos?» A lo que el ermitaño sonriendo respondió: «Procuramos vivir en gracia de Dios». Al otro día el huésped curioso se marchó. Era curioso, pero
prudente. En verdad, cuando se vive en un monasterio así de hermoso, no queda
más que procurar vivir en gracia de Dios.
«Así como sucedió en tiempos de Noé, así también sucederá cuando
venga el Hijo del hombre… Cuando menos lo esperaban, sobrevino el diluvio y se
los llevó a todos. Lo mismo sucederá cuando venga el Hijo del hombre. Entonces,
de dos hombres que estén en el campo, uno será llevado y el otro será dejado;
de dos mujeres que estén juntas moliendo trigo, una será tomada y la otra
dejada».
Al oír estas
palabras del Señor, me vienen a la mente las palabras con que el Maestro
Agustín explicó este pasaje: «Yo considero que llamó
molino a este mundo, porque da vueltas como en una rueda del tiempo, que
tritura a los que lo aman. Hay quienes no se apartan de las actividades del
mundo, y sin embargo en ellas unos obran bien y otros mal; algunos en ellas se
ganan amigos con las injustas riquezas, y serán recibidos por ellos en las
moradas eternas. A ellos se les dirá: “Tuve hambre y me dieron de comer”. Otros descuidan esto; a ellos
se les dirá: “Tuve hambre y no me
dieron de comer”. Por eso, como de los que están metidos en
los negocios y quehaceres de este mundo, unos se preocupan de ayudar a los
necesitados, y otros lo descuidan, sucederá lo mismo que a las dos del
molino: “una será tomada y la
otra rechazada”».
Ahora bien, el Señor no
ha querido ocultarnos el misterio de la suerte final de buenos y malos. Pero no nos la ha dado a conocer para que nos
complazcamos en ella. Sino como preparación para la lucha. Con toda verdad
advierte San Agustín: «A cualquier profesión
que te dediques, prepárate a soportar a los falsos; porque si no te prepararas,
te encontrarás con lo que no esperabas, y te desanimarás o te disgustarás».
El Señor nos ha indicado
cómo hemos de esperar su venida: «como un padre de familia
que no sabe a qué hora va a venir el ladrón. Si lo supiera, estaría vigilando y
no dejaría que se le metiera por un boquete en su casa». Porque si entra en la casa puede hacer daño a su mujer o a alguno de
sus hijos. ¿Y quién quiere que eso suceda? No creo que alguien sensato tenga un
su casa un hijo que pueda ser herido en caso de que el ladrón venga en la
noche.
Hace poco escuché de un
monje un pasaje de la vida de San Sabas. El santo monje tenía un discípulo muy
vanidoso. Entre sus motivos de orgullo estaba el hecho de que sabía cocinar muy
bien. De todos los huéspedes que llegaban al eremitorio esperaba siempre una
felicitación por su destreza en la cocina. Un día San Sabas iba pasando por la
celda del hermano y vio de pronto que una mano salía por la ventana y vaciaba
una cacerola de habas. Es que el hermano era tan vanidoso que no soportaba que
la comida tuviera alguna falla. Y si algo no era de su agrado, lo tiraba por la
ventana. Dolido San Sabas, recogió las habas que el hermano había tirado. Las
puso al sol para secarlas y las guardó con amor. Un día las sacó, las puso a
cocer con especias y hierbas finas, e invitó a su discípulo a comer. Sorprendido
el joven monje le dijo al anciano: «Padre, nunca había
probado nada igual». Y el monje anciano le respondió: «Son las habas que tú tiraste».
Dios no ha dado a su
Iglesia el permiso de desperdiciar nada. No hay vidas perdidas. No hay
historias de las que Dios no pueda hacer algo mejor. Pero la Iglesia debe velar
y estar preparada para que ocurra el milagro, para que la gracia transforme las
habas rancias de nuestras vidas y haga de nuestras pobres migajas un único pan
de eucaristía.
Hace algunas décadas
apareció en el cine una película muy interesante. La historia se desarrolla en
1943. Romek, un niño judío polaco de doce años, cuyos padres fueron asesinados,
es perseguido por el odio en la Segunda Guerra. El chiquillo va a parar a una
aldea polaca donde un granjero lo acoge como si fuera un pariente lejano. Un
sacerdote se encarga de instruirlo en los rudimentos de la fe cristiana. El
chico oye al sacerdote predicar duramente sobre la salvación y la perdición,
pero nada le convence. Hasta que un vecino lo delata y parece que la vida se le
acaba. En un momento el sacerdote arregla las hostias para la Misa y, para
calmar la tensión del momento, le ofrece los recortes al niño. El pequeño los
mira con incertidumbre y se niega a comerlos. El sacerdote entonces le aclara
que no están consagrados, son sólo recortes. Y el niño le pregunta: «¿Es que algunos somos sólo recortes que no estamos benditos ni
consagrados por Dios?» Pero el sacerdote
responde con la profunda serenidad de la fe: «Todos estamos benditos,
porque todos somos migajas». Entonces el pequeño
Romek toma los recortes y los parte con sus manos, recordando tantas vidas
cortadas, imitando sin saberlo, el gesto eterno de Dios que por nosotros se hizo
migaja. ¡Ven ya, Señor Jesús!
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