Dominica
XXXIII per annum
Desde los
primeros tiempos de la Iglesia, los Padres reconocieron que en la Escritura
había pasajes oscuros y de difícil interpretación. Por lo mismo, la tradición
ha construido hermosos edificios de interpretación, ofrendas votivas que cada
Maestro espiritual deja a su paso en nuestras manos como una abuela deja en un
recetario sus mejores secretos. Y así como la receta de la abuela puede
reconstruir con olores y sabores un hogar entero de recuerdos, así la tradición
se vuelve un hogar donde los creyentes pueden saberse a salvo en sus dudas.
Así, las mejores mentes dejaron algo al servicio de la fe, así, sin derechos
reservados, pues sabían que el autor de la fe no eran ellos sino Dios. Con
todo, muchas veces la noche anterior a la predicación de un sermón acerca de
algún pasaje oscuro la mente del predicador enfrenta guerras y revoluciones,
terremotos, cataclismos, epidemias y, sobre todo, hambre. La sensación de no
tener cómo explicar el misterio y el hambre espiritual se encuentran con las
palabras de Jesús: «Grábense bien que no tienen que preparar de antemano su
defensa, porque yo les daré palabras sabias, a las que no podrá resistir ni
contradecir ningún adversario de ustedes».
Bueno, para
tratar de explicar lo que dijo el Señor Jesús en su evangelio acerca de
guerras, terremotos y disfuncionalidad familiar, se me ocurre decir algo acerca de
lo que sucede en el mar. En el mar existen muchas relaciones de mutualismo. Por
ejemplo, existe un cangrejo que carga sobre su concha un cierto tipo de
anémona. Así la anémona puede viajar y obtener a su paso variadas presas que le
sirven de alimento, y el cangrejo queda bien protegido en caso de que algún
pulpo malvado se lo quiera comer. Otras anémonas se alían con algunos peces.
Así, al ser organismos que no pueden desplazarse fácilmente y que por tener
tentáculos urticantes alejan a sus posibles presas, les viene muy bien que un
pez tolerante al ardor de sus tentáculos les lleve algo de comer y encuentre en
sus esponjosos brazos un abrigo seguro contra posibles depredadores. Lo malo es
que si la anémona muere, su proceso de descomposición puede intoxicar todo lo
que está cerca, causando la muerte incluso a sus ayudantes que no siempre
logran liberarse de su cercanía a tiempo.
Tal vez lo
peor de una guerra, de un terremoto, de una epidemia no es sólo que perdemos aquello
por lo que invertimos todas nuestras fuerzas, sino que su misma pérdida hace
que se nos vengan encima sus despojos, a la manera como el amor a la patria nos
destruye en tiempo de guerra, o como cuando un terremoto desploma sobre
nosotros la casa que nosotros mismos construimos. Es como cuando un niño cae
del árbol tratando de salvar el papalote que él mismo echó a volar sin más
combustible que su imaginación de que se trataba de un gran avión aventurero.
Lo doloroso
de ser traicionado por los propios padres, hermanos, parientes y amigos, no
está sólo en la herida que abre la traición, sino también en que se desplomen
sobre nosotros los restos de la confianza, y ya convertidos en escombros nos
aplasten el alma. Con todo, el Señor Jesús nos advierte: «Que no los domine el
pánico, porque eso tiene que acontecer, pero todavía no es el fin».
En el otoño
del mundo, hay una gran lucha que libran todas las cosas por no caer del árbol
de la vida que las sujeta. Aunque el marchitarse es el color inconfundible del
despojo, la hoja no se rinde apenas el verdor se marcha. Permanece en la rama
hasta que el viento la arranca y el peso de su ocre pérdida la hace caer. Dios
nos busca en nuestras pérdidas, como un niño que corre tras las hojas marchitas
que el viento hace bailar. Nos sigue en todas nuestras guerras, epidemias y
terremotos. Muchos son nuestros caminos hacia la ruina: eso tiene que suceder
porque es el misterio de nuestra muerte. Y Dios nos acompaña en todos ellos,
para eso se hizo hombre: para correr tras nuestra danza agitada por la música
del viento del tiempo, que se lleva todo. Dios baila nuestra danza de hojas
marchitas, arrancadas del árbol de la vida. Y así para él no somos algo
perdido. Sabe dónde estamos, somos suyos. Pero nosotros, en nuestra caída, sólo
lo encontramos en los caminos que él ha escogido para manifestarse, para
mostrarse a nosotros, pues no ha querido que nosotros lo encontremos a él en
todas las tragedias ni en todos nuestros caminos. Aunque Dios camina con
nosotros en todas nuestras desgracias, no ha ligado su manifestación a la
desgracia en sí misma. No se nos muestra en la desgracia sólo porque es
desgracia. Ha querido manifestarse en los caminos que él ha elegido para
mostrar que también eso es gracia.
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