In
solemnitate DNJC universorum regis
Le sucedió a San
Agustín. El santo obispo caminaba por la orilla del mar meditando sobre el
misterio de la santa Trinidad. De pronto, su mirada tropezó con un niñito que
jugaba con una minúscula concha a meter todo el océano en un pocito cavado en
la arena. Como el obispo le preguntara al niño qué era lo que hacía, el niño le
respondió que estaba metiendo el mar en el pequeño agujero. Puesto que Agustín
desde muy joven solía reírse de la ingenuidad y candidez de los juegos de los más
pequeños, el asunto le causó risa. Pero el niño le replicó: «Tampoco tú podrás meter el misterio de la Trinidad en tu cabeza». De todos modos, Agustín terminó y publicó su bien conocido
tratado, que entre otras cosas destaca lo bien que cabe la Trinidad en
nosotros. A fin de cuentas, solemos llevar tantas cosas dentro de nosotros sin
que parezca que estamos muy cargados. Alguien dice que «hay
cosas que no caben en maletas, pero se llevan en el corazón». Y es que en el
corazón caben muchas cosas. El corazón es como un pocito en la playa. Todo un
mar cabe en él.
Fíjate
bien, en la última cena, Jesús lavó los pies de sus amigos. Un gesto enamorado,
incómodo, extraño. Se trataba sólo de hacer pasar agua de una jarra a una
palangana. Y un amor inmenso de un corazón a otro corazón, sin otro medio que
un pie. En cada pie, el agua que caía formaba una cruz con el amor que
ascendía. Porque esta es la forma del amor.
Y de
pronto, el Maestro lavaba dos pies muy amados. Eran unos pies andariegos,
heridos de andanzas y ansiedades. Eran los pies de Judas. Eran los pies de un
discípulo que alguna vez se había escandalizado por un perfume costoso,
derramado en los pies del Maestro. Esta vez ya no dijo nada. Sabía que el
Maestro era un frasco de alabastro, y su amistad, un valioso perfume. ¿Y él? Él
era el más pobre de los pobres. Un traidor a quien el diablo le había dado por
limosna la intención de entregar al Maestro. Judas no dijo nada. No se rebeló
ni protestó. Era un rey ungido por el siervo más diligente que el mundo jamás
haya conocido. Sólo al llegar a los pies de Pedro el silencio estalló como un
frasco que se rompe. «¿Me vas a lavar tú los pies a mí?» A Jesús no le extraña.
Muchas veces nuestra rebeldía es un signo de que hemos sido elegidos para la
fidelidad. Y así el Maestro lava nuestros pies.
Al otro
día, en la cruz, dos ladrones hablaban de sus vidas y de sus muertes como algo
que algo que no podían llevar en el corazón, pero que había que meter en las
maletas de la justicia, cerrar el velís y marcharse: «¿Ni siquiera temes tú a
Dios, estando en el mismo suplicio? Nosotros justamente recibimos el pago de lo
que hicimos. Pero éste ningún mal ha hecho». Jesús no cabía en el estrecho pozo
de la justicia en que los dos malhechores entraban perfectamente. Era como
querer meter el océano entero en un pocito. Por eso Jesús hizo algo muy grande.
Estando en la cruz, inmóvil, fijo, hizo pasar el corazón creyente del ladrón
arrepentido al paraíso de su propio corazón. Bastó un «Señor, acuérdate de mí»
lleno de fe, para reinar en el corazón de Dios.
De pequeños
todos supimos la triste historia de «un rey de chocolate con nariz de
cacahuate, que a pesar de ser tan dulce tenía amargo el corazón. La princesa Caramelo
no quería vivir con él, pues al rey, en vez de pelo, le brotaba pura miel.
Aquél rey, al ver su suerte, comenzó a llorar tan fuerte, que al llorar tiró el
castillo y un merengue lo aplastó». La verdad cuando trato de imaginar el
castillo del rey de chocolate con nariz de cacahuate, me da claustrofobia. Bueno,
es que en realidad era un rey poco convencional. Nosotros siempre hemos
imaginado reyes poderosos con mantos de seda, púrpura y armiño, hermosas
coronas y cetros y elegantes zapatillas. Pero un palacio que se desploma con el
llanto del rey, eso sí que es una tragedia. El palacio del rey debe ser por eso
grande y espacioso. Se me ocurre que sólo cuando el rey de chocolate con nariz
de cacahuate desplomó con su llanto el castillo, pudo tener de verdad un
palacio digno de un rey, tan amplio que «la princesa Caramelo a su paje Pirulí,
lo mandó con el monarca a decir por fin que sí». En verdad, la majestad de los
reyes no cabe en maletas; requiere algo más grande: se lleva en el corazón. Por
eso Dios ha querido que su corazón sea nuestro castillo y nuestro reino. Y se
ha hecho hombre para que nosotros nos hagamos pequeños y así pequeños entremos en
la inmensidad de su corazón y reinemos con él.
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