domingo, 20 de noviembre de 2016

"Iesu, memento mei, cum veneris in regnum tuum"

In solemnitate DNJC universorum regis

Le sucedió a San Agustín. El santo obispo caminaba por la orilla del mar meditando sobre el misterio de la santa Trinidad. De pronto, su mirada tropezó con un niñito que jugaba con una minúscula concha a meter todo el océano en un pocito cavado en la arena. Como el obispo le preguntara al niño qué era lo que hacía, el niño le respondió que estaba metiendo el mar en el pequeño agujero. Puesto que Agustín desde muy joven solía reírse de la ingenuidad y candidez de los juegos de los más pequeños, el asunto le causó risa. Pero el niño le replicó: «Tampoco tú podrás meter el misterio de la Trinidad en tu cabeza». De todos modos, Agustín terminó y publicó su bien conocido tratado, que entre otras cosas destaca lo bien que cabe la Trinidad en nosotros. A fin de cuentas, solemos llevar tantas cosas dentro de nosotros sin que parezca que estamos muy cargados. Alguien dice que «hay cosas que no caben en maletas, pero se llevan en el corazón». Y es que en el corazón caben muchas cosas. El corazón es como un pocito en la playa. Todo un mar cabe en él.
Fíjate bien, en la última cena, Jesús lavó los pies de sus amigos. Un gesto enamorado, incómodo, extraño. Se trataba sólo de hacer pasar agua de una jarra a una palangana. Y un amor inmenso de un corazón a otro corazón, sin otro medio que un pie. En cada pie, el agua que caía formaba una cruz con el amor que ascendía. Porque esta es la forma del amor.
Y de pronto, el Maestro lavaba dos pies muy amados. Eran unos pies andariegos, heridos de andanzas y ansiedades. Eran los pies de Judas. Eran los pies de un discípulo que alguna vez se había escandalizado por un perfume costoso, derramado en los pies del Maestro. Esta vez ya no dijo nada. Sabía que el Maestro era un frasco de alabastro, y su amistad, un valioso perfume. ¿Y él? Él era el más pobre de los pobres. Un traidor a quien el diablo le había dado por limosna la intención de entregar al Maestro. Judas no dijo nada. No se rebeló ni protestó. Era un rey ungido por el siervo más diligente que el mundo jamás haya conocido. Sólo al llegar a los pies de Pedro el silencio estalló como un frasco que se rompe. «¿Me vas a lavar tú los pies a mí?» A Jesús no le extraña. Muchas veces nuestra rebeldía es un signo de que hemos sido elegidos para la fidelidad. Y así el Maestro lava nuestros pies.
Al otro día, en la cruz, dos ladrones hablaban de sus vidas y de sus muertes como algo que algo que no podían llevar en el corazón, pero que había que meter en las maletas de la justicia, cerrar el velís y marcharse: «¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en el mismo suplicio? Nosotros justamente recibimos el pago de lo que hicimos. Pero éste ningún mal ha hecho». Jesús no cabía en el estrecho pozo de la justicia en que los dos malhechores entraban perfectamente. Era como querer meter el océano entero en un pocito. Por eso Jesús hizo algo muy grande. Estando en la cruz, inmóvil, fijo, hizo pasar el corazón creyente del ladrón arrepentido al paraíso de su propio corazón. Bastó un «Señor, acuérdate de mí» lleno de fe, para reinar en el corazón de Dios.

De pequeños todos supimos la triste historia de «un rey de chocolate con nariz de cacahuate, que a pesar de ser tan dulce tenía amargo el corazón. La princesa Caramelo no quería vivir con él, pues al rey, en vez de pelo, le brotaba pura miel. Aquél rey, al ver su suerte, comenzó a llorar tan fuerte, que al llorar tiró el castillo y un merengue lo aplastó». La verdad cuando trato de imaginar el castillo del rey de chocolate con nariz de cacahuate, me da claustrofobia. Bueno, es que en realidad era un rey poco convencional. Nosotros siempre hemos imaginado reyes poderosos con mantos de seda, púrpura y armiño, hermosas coronas y cetros y elegantes zapatillas. Pero un palacio que se desploma con el llanto del rey, eso sí que es una tragedia. El palacio del rey debe ser por eso grande y espacioso. Se me ocurre que sólo cuando el rey de chocolate con nariz de cacahuate desplomó con su llanto el castillo, pudo tener de verdad un palacio digno de un rey, tan amplio que «la princesa Caramelo a su paje Pirulí, lo mandó con el monarca a decir por fin que sí». En verdad, la majestad de los reyes no cabe en maletas; requiere algo más grande: se lleva en el corazón. Por eso Dios ha querido que su corazón sea nuestro castillo y nuestro reino. Y se ha hecho hombre para que nosotros nos hagamos pequeños y así pequeños entremos en la inmensidad de su corazón y reinemos con él.

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