Dominica
XXX per annum
Un Maestro
enseña que en una ocasión un caballero poderoso dio una moneda por amor de Dios
a un pobre que le pedía limosna. Pero como al instante se acercó otro que
también le pedía, no quiso darle más nada de lo que tenía de sobra. Entonces el
pobre que recibió la moneda compró un pan y dio la mitad de su pan al pobre que
no había recibido nada. Cuando el caballero lo supo, mucho se maravilló de que
aquel pobre tuviera mucho más caridad con la única moneda que tenía, que él con
toda su riqueza. En efecto, Dios se hizo nuestro pobre por amor nuestro para
convidarnos de su pobreza. Porque nosotros necesitamos más compartir la
pequeñez que la grandeza. En las pequeñas cosas de cada día, en los pequeños
gestos de amistad, en la pequeña migaja del pan cotidiano recibimos la grandeza
de la caridad y del amor.
Un poeta cuenta
que hay una isla en la que habitan todos juntos los sentimientos humanos. En
una ocasión un sentimiento de miedo hizo pensar que la isla entera se hundiría.
Así que cada sentimiento quiso ponerse a salvo. Desvalido y pobre estaba
escondido el amor cuando vio marcharse al orgullo en un gran barco cargado de
riquezas y que rompía olas vacías como su alma. No había espacio para el amor
ni en las olas ni en el barco. Luego vio marcharse a la tristeza, en un pequeño
bote, sola, y tampoco con ella había lugar para el amor, pues ella, en el fondo
de su barca, no anhelaba más que estar sola. Enseguida se puso en marcha la
ira, empujada por la cobardía. Juntas emprendían una fuga de fuego y de viento,
pues la ira es fuego pero la impulsa el aliento frío de muerte de la cobardía.
En un barco alegre, lleno de bailes y festejos partió la felicidad que entre
tanta bulla se marchó también sin el amor. En fin, cuando el amor estaba
totalmente abandonado, cuenta el poeta, un ancianito le tendió la mano. Y,
sorprendido, el amor preguntó al anciano quién era. Y al ver su sonrisa
infantil, comprendió que era el tiempo, pues sólo el tiempo no abandona al
amor.
Pero yo les
digo, que el tiempo se lo lleva todo, pero el amor no abandona al tiempo,
porque el amor es eterno y quien ama ha cumplido ya todos los tiempos, todas
las leyes, todo con Dios. «Ha nacido de Dios y conoce a Dios».
Sin embargo, son
tan pocos los que no abandonarían jamás la caridad. Pero quienes la aferran son
dueños de Dios, aunque no tengan del mundo más que pequeñeces de cada día. Con
toda verdad un Maestro cuenta que en una ocasión un joven preguntó a un sabio
ermitaño: «¿Por qué la caridad
se ha perdido tanto y se multiplica la crueldad?» A lo que el ermitaño respondió contándole: «Hijo mío, en una ciudad había un obispo que era muy avaro y el
príncipe de aquella ciudad era muy malo y cruel; pues en ambos flaqueaba la
caridad y los poseía la crueldad. Todos los hombres de aquella ciudad recibían
mal ejemplo, por lo que también en ellos menguaba la caridad y crecía la
crueldad. En aquella ciudad había un varón de vida santa, hijo de la caridad, y
que era pobre en cuanto a los bienes temporales, pero era rico en los
espirituales. Un día ocurrió que el príncipe y el obispo cabalgaban juntos y
pasaban por el camino en que estaba el santo varón. El santo varón, cuando los
vio, dijo gritando que en ellos había muerto la caridad y que la crueldad se
había apoderado de sus almas. Aquel santo hombre fue apresado y golpeado y
llevado a la cárcel, donde estuvo mucho tiempo por las palabras que había dicho
a los enemigos de la paciencia, la humildad y la caridad».
Meditando esas
palabras que el ermitaño le dijo, el joven repasó las calles de su aldea en las
que había visto la crueldad de los avaros que llenaban sus casas de bienes que
no tenían más utilidad que encender envidias y ambiciones, ya no pudo reconocer
sonrisas porque la crueldad acabó por poner en los rostros la mueca de la
burla. Y vio una guerra cruel entre dos ejércitos que habían abandonado los
campos de batalla para combatir dentro de los hospitales: era la guerra de las
madres ansiosas de destruir a sus hijos. Recordó la crueldad de quienes abandonaban
toda lucha por mantener vivo el amor, y se dio cuenta de cuánta culpa hay en
quienes dejan morir la caridad, sofocada por la exuberancia de la crueldad. El
joven sintió deseos de gritar a la gente de su tiempo, como el santo varón del
que le habló el ermitaño, que eran hijos de la crueldad, pero sintió miedo de
ser castigado con insultos e injurias y finalmente guardó silencio, convencido
de que él mismo tampoco era hijo de la caridad. El miedo y la tristeza lo
habían convencido de abandonar a su madre, la caridad. Pues la crueldad también
tiene por hijos al miedo y la tristeza.
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