domingo, 29 de octubre de 2017

"In his duobus mandatis universa Lex pendet et Prophetæ"

Dominica XXX per annum

Un Maestro enseña que en una ocasión un caballero poderoso dio una moneda por amor de Dios a un pobre que le pedía limosna. Pero como al instante se acercó otro que también le pedía, no quiso darle más nada de lo que tenía de sobra. Entonces el pobre que recibió la moneda compró un pan y dio la mitad de su pan al pobre que no había recibido nada. Cuando el caballero lo supo, mucho se maravilló de que aquel pobre tuviera mucho más caridad con la única moneda que tenía, que él con toda su riqueza. En efecto, Dios se hizo nuestro pobre por amor nuestro para convidarnos de su pobreza. Porque nosotros necesitamos más compartir la pequeñez que la grandeza. En las pequeñas cosas de cada día, en los pequeños gestos de amistad, en la pequeña migaja del pan cotidiano recibimos la grandeza de la caridad y del amor.
Un poeta cuenta que hay una isla en la que habitan todos juntos los sentimientos humanos. En una ocasión un sentimiento de miedo hizo pensar que la isla entera se hundiría. Así que cada sentimiento quiso ponerse a salvo. Desvalido y pobre estaba escondido el amor cuando vio marcharse al orgullo en un gran barco cargado de riquezas y que rompía olas vacías como su alma. No había espacio para el amor ni en las olas ni en el barco. Luego vio marcharse a la tristeza, en un pequeño bote, sola, y tampoco con ella había lugar para el amor, pues ella, en el fondo de su barca, no anhelaba más que estar sola. Enseguida se puso en marcha la ira, empujada por la cobardía. Juntas emprendían una fuga de fuego y de viento, pues la ira es fuego pero la impulsa el aliento frío de muerte de la cobardía. En un barco alegre, lleno de bailes y festejos partió la felicidad que entre tanta bulla se marchó también sin el amor. En fin, cuando el amor estaba totalmente abandonado, cuenta el poeta, un ancianito le tendió la mano. Y, sorprendido, el amor preguntó al anciano quién era. Y al ver su sonrisa infantil, comprendió que era el tiempo, pues sólo el tiempo no abandona al amor.
Pero yo les digo, que el tiempo se lo lleva todo, pero el amor no abandona al tiempo, porque el amor es eterno y quien ama ha cumplido ya todos los tiempos, todas las leyes, todo con Dios. «Ha nacido de Dios y conoce a Dios».
Sin embargo, son tan pocos los que no abandonarían jamás la caridad. Pero quienes la aferran son dueños de Dios, aunque no tengan del mundo más que pequeñeces de cada día. Con toda verdad un Maestro cuenta que en una ocasión un joven preguntó a un sabio ermitaño: «¿Por qué la caridad se ha perdido tanto y se multiplica la crueldad?» A lo que el ermitaño respondió contándole: «Hijo mío, en una ciudad había un obispo que era muy avaro y el príncipe de aquella ciudad era muy malo y cruel; pues en ambos flaqueaba la caridad y los poseía la crueldad. Todos los hombres de aquella ciudad recibían mal ejemplo, por lo que también en ellos menguaba la caridad y crecía la crueldad. En aquella ciudad había un varón de vida santa, hijo de la caridad, y que era pobre en cuanto a los bienes temporales, pero era rico en los espirituales. Un día ocurrió que el príncipe y el obispo cabalgaban juntos y pasaban por el camino en que estaba el santo varón. El santo varón, cuando los vio, dijo gritando que en ellos había muerto la caridad y que la crueldad se había apoderado de sus almas. Aquel santo hombre fue apresado y golpeado y llevado a la cárcel, donde estuvo mucho tiempo por las palabras que había dicho a los enemigos de la paciencia, la humildad y la caridad».
Meditando esas palabras que el ermitaño le dijo, el joven repasó las calles de su aldea en las que había visto la crueldad de los avaros que llenaban sus casas de bienes que no tenían más utilidad que encender envidias y ambiciones, ya no pudo reconocer sonrisas porque la crueldad acabó por poner en los rostros la mueca de la burla. Y vio una guerra cruel entre dos ejércitos que habían abandonado los campos de batalla para combatir dentro de los hospitales: era la guerra de las madres ansiosas de destruir a sus hijos. Recordó la crueldad de quienes abandonaban toda lucha por mantener vivo el amor, y se dio cuenta de cuánta culpa hay en quienes dejan morir la caridad, sofocada por la exuberancia de la crueldad. El joven sintió deseos de gritar a la gente de su tiempo, como el santo varón del que le habló el ermitaño, que eran hijos de la crueldad, pero sintió miedo de ser castigado con insultos e injurias y finalmente guardó silencio, convencido de que él mismo tampoco era hijo de la caridad. El miedo y la tristeza lo habían convencido de abandonar a su madre, la caridad. Pues la crueldad también tiene por hijos al miedo y la tristeza.

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