domingo, 23 de agosto de 2020
"Tu es Petrus"
Dominica XXI per annum
Hace varios años hubo en nuestro monasterio un monje hospedero muy diligente. Atendía con especial solicitud todas las necesidades de huéspedes, pero no siempre escuchaba bien. En una ocasión, a la hora de servir la mesa, un huésped lo llamó y le dijo: «Disculpe, hermano, ¿me puede traer un hielito?» A lo que el hermano respondió: «Sí, cómo no. ¿Lo necesita ahora mismo?» Y pues el huésped asintió. Entonces el hermano subió de la hospedería al monasterio, con su característica sonrisa, entró en la sastrería, tomó algunos carretes de hilo, pensando que había olvidado preguntar de qué color y bajó a toda prisa. Al llegar le entregó al huésped los hilos y él maravillado y un tanto impaciente le dijo: «No, hermano, le pedí un hielito, no un hilito». Y el hermano, rascándose la frente, dijo: «Ya se me hacía raro. Bueno, ahorita se lo traigo». Entró rápidamente en la cocina, abrió el refrigerador y sacó un puñado de chiles y se los llevó aprisa al huésped. Éste ya menos impaciente comenzó a reír, tomó un bolígrafo y escribió una nota: «Le pedí un hielito, no un chilito».
Suele pasar que cuando somos maestros nos preocupa un poco que los alumnos copien las respuestas de sus compañeros en los exámenes. O que se pasen las respuestas en secreto. Pero hay que notar que esto también tiene un cierto arte de escucha. Si pasas la respuesta a un compañero y no te entiende ni escucha bien puede ser un desastre. Más si el examen es de latín o de francés.
Hoy asistimos en el Evangelio al examen más importante de todo el magisterio de los Apóstoles. El momento solemne en que el Señor examinó a sus discípulos. No les preguntó ninguna definición dogmática, clara y precisa. Pero tampoco les preguntó nada de su experiencia con él, de los años transcurridos juntos ni de la aventura emprendida. Les preguntó algo muy elemental: «¿Quién dice la gente que soy yo? ¿Y ustedes quién dicen que soy yo?»
Las dos preguntas no exigían saber mucho o haber vivido mucho. Lo único que exigían era saber escuchar. En primer lugar saber escuchar a la gente y luego saber escuchar al Padre: «Eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre, que está en el cielo». Tal vez en el fondo nuestra confesión de fe no depende tanto de nosotros, de cuánto sabemos acerca de Dios ni de nuestra experiencia y encuentro personal con Jesús. Más bien nuestro principal examen es cosa de saber escuchar cuando Dios nos sopla la respuesta. Aquel día Pedro supo escuchar: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo». Y Jesús estableció lo que eso significaría en su vida. El Maestro lo calificó como piedra: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia».
Del mismo modo en nuestra vida el Señor nos examina una y otra vez. El examen sólo nos exige saber escuchar. Pero si logramos hacerlo, él nos hará piedras firmes de fe, amor y esperanza. Basta abrir nuestros oídos y darnos cuenta que él nos pide una y otra vez ser roca firme para edificar nuestras familias como iglesias domésticas. Basta abrir nuestros oídos y entender que hemos de ser piedras firmes para edificar en nuestras alumnas y alumnos el reino que se nos ha confiado. Hay que abrir nuestros oídos y sostener en el amor y la esperanza los corazones dolientes, derrumbados y derruidos por la pena. Inclinemos pues el oído del corazón para edificar como piedras vivas el templo espiritual que es la Iglesia.
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