In novendiale Domni Hyeronimi Guillén ON
«La santidad está en quien menos te imaginas». Cuando era estudiante, uno de nuestros más brillantes profesores solía afirmar: «No entiendo cómo es posible ser célibe sin tener al menos una cincuentena de amistades estelares». Se refería a la amistad con los santos. En el camino, entonces, he cultivado una gran amistad con algunos santos y maestros espirituales. Pero «la santidad está en quien menos te imaginas». Últimamente, agobiado por las preocupaciones de nuestro difícil camino, descubrí que, junto a mí, caminaba el beato Carlo Acutis. En mis noches de inquietud y preocupación hablé con él. Y me hizo ver grandes cosas. Un pequeño sanando de una dura enfermedad, un joven devuelto a la vida después de un accidente tremendo, muchas vidas protegidas con amor por su intercesión. De Carlo, un jovencito que vivió apenas quince años, aprendí que una vida no necesita ser grande para ser grande.
Venimos a la vida, y somos ya pequeños ancianitos. Tenemos todas las arrugas necesarias para interpelar a la vida. Nuestros ojos todavía no ven la luz y ya están listos para ella. Aún no tenemos sentido del humor pero sonreímos ya a la vida. No sabemos contar, pero somos ya rítmicos porque el corazón materno nos entrena. No sabemos caminar pero nuestros pies están ya listos para la gran andanza. Nuestras manos aún no han tejido memorias pero ya saben aferrar los hilos de la vida. Nadie nace sin estar listo para la vida. y lo mismo sucede con el misterio de la muerte.
La muerte es un nacimiento. Y cuando sucede, estamos listos para la luz risueña aunque nuestro paso esté rodeado de muchas tinieblas. Poco sabemos de la eternidad y de su armonía; pero las corazonadas de aquí, movidas por la caridad, nos habrán entrenado para bailar en ella. Venimos a esta vida aferrando y quedándonos siempre sin nada. Pero en el nacimiento de nuestra muerte no soltamos ese saco enorme que llamamos corazón. Allí llevamos todo nuestro equipaje y nuestro camino, el pueblo entero de nuestras andanzas. Nadie nace para la eternidad sin estar listo para ella.
Todos sabemos que en este mundo de causas y efectos, los efectos siguen a la causa. Per también muchas veces he pensado que en las cosas de nuestra salvación hay efectos que se anticipan a la causa. El más luminoso ejemplo es María, la Madre de Dios, la incontaminada. Su concepción inmaculada es un fruto de la cruz. Un pálido reflejo del amor divino que engendra en una concepción inmaculada al Verbo eterno. La Madre, que con su sangre purísima dio carne al Hijo de Dios, es el primer fruto de la sangre de Cristo, derramada en la cruz. Y lo mismo sucede con la Eucaristía. Antes de que el Santísimo Cuerpo sea entregado, antes de que la Preciosa Sangre sea derramada en el altar de la cruz, «qui pridie quam pateretur», la víspera de su pasión se entrega en las manos de la Iglesia. En Getsemaní, el Señor se adelanta a todo. En el huerto de los olivos santifica con su oración, su angustia y su sangre, el óleo con que habría de ser consagrada la fe, la caridad y la esperanza de los miembros de su cuerpo, y también su dolor. En esa noche santa, el Señor pensó también en cada uno de los miembros de su cuerpo sacerdotal y nos amó. En esa noche amarga, el Señor fue confortado, y el aceite de su gozo es el crisma que unge a los cristianos. Pero es también el óleo que unge nuestras manos sacerdotales con un sagrado honor que ni la muerte nos puede arrebatar. Porque el Espíritu nos ha elegido para este gozo suyo y para este sacro orgullo nuestro. El día de nuestra ordenación sacerdotal, es el más grande de nuestras vidas. Para ese día nacimos. Ese día es la causa de todo y lo explica todo.
Los días de enfermedad del Padre Jerónimo fueron muy angustiantes para nosotros. También para él, lo sabemos. En todas nuestras oraciones lo recordamos, esperando un milagro. La mañana del 30 de noviembre, uno de sus compañeros, el Padre Cristian, me recordó que era el aniversario de su ordenación. Y por la tarde celebramos la eucaristía. Entonces supimos que el Padre Jerónimo había partido en la misma hora en que Cristo había sellado sus manos con su alianza eterna. Pensando en tantas grandes cosas que el beato Carlo Acutis me enseñó a ver, pienso que ése era el milagro que esperábamos. A Dios le basta una nada, del tamaño de un sí y escogió este sí, para su gozo. «La santidad está en quien menos te imaginas», decía el Padre Jerónimo. Nosotros pensamos que tenemos todo para decir: «Éste es santo y aquél no». Pero al final nuestras vidas no son sino lo que Dios dice de ellas. Lo que Dios diga. Y eso nos basta. A él le basta una nada del tamaño de un sí, y entonces «la santidad está en quien menos te imaginas».
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