Dominica IV quadragesimæ
Era una mañana cualquiera. La mamá gansa seguía aburrida en el nido, oyendo viejas canciones que alguna vez fueron de moda y que venían de algún taller del pueblo. Alguna canción pasadita de despecho hizo que mamá gansa comenzara a estirar su cuello y a cantar con emoción. Y no se sabe muy bien si era la intensidad del momento o de los decibeles, pero uno por uno fueron tronando los cascarones y de cada uno eclosionó un extraño animalito amarillo. Al fin los gansitos habían nacido. Todos eran muy bonitos y muy pronto comenzaron a dar pruebas de su gran habilidad para la música y el baile. Todos los gansitos tenían vocecitas delicadas, como de pollito, y cantaban canciones bonitas. La madre gansa estaba muy orgullosa de sus chiquillos y atribuía las virtudes de sus pollitos a todo el sentimiento que puso al cantar la mañana en que sus hijitos nacieron. También podría ser algún gen perdido de un lejano pariente que cantaba rock.
Una noche, cuando ya todos los gansitos estaban acurrucados bajo el mórbido plumaje de la madre, los pequeños canturreaban alguna elegante canción de cuna..., o de nido, pues. Y uno de ellos, el más gordito, fue el primero en adormentarse. Su respiración era pesada y de pronto, mamá lo despertó asustada: «Despierta, estás roncando, no lo puedo creer». Al día siguiente la mamá gansa se levantó más temprano que de costumbre y los gansitos no la vieron discutir con el papá. Y pues la discusión pasó del enojo al llanto.
Había soñado tanto que sus hijos fueran cantantes, verdaderos artistas, y no podía aceptar que no lo fueran también en los sueños. Un hijo que ronca, a fin de cuentas, sueña desafinado. Llamaron a un conejito especialista en terapia del silencio, acostaron en el diván al gansito y el conejito simplemente guardó silencio. Al cabo de un rato el gansito comenzó a roncar desde las profundidades del inconsciente. El conejito simplemente guardó un silencio empático... o más bien engánsico y levantó sus orejas dando a entender así que el tratamiento sería bastante largo.
Al inicio el gansito tomaba estas cosas con paciencia, pero luego se fue sintiendo cada vez más rechazado, humillado, ofendido. Así que un buen día tomó su mochila y decidió marcharse. Dejó una emotiva cartita de despedida, diciendo a sus familiares que había pasado por el pueblo una gran parvada de gansos y que el instinto había sido irrefrenable. Volaba con ellos en busca de mejores condiciones de vida, que los llevaría en su corazón y en sus sueños, bueno, sobre todo en las noches en que no roncara. A todos les pareció extraño porque el gansito era todavía muy pequeño como para volar y, sin darle mucha importancia al asunto, pensaron que pronto estaría de regreso con sus molestos ronquidos.
El gansito entonces llegó a un monasterio, donde casi lo pisa un monje. Por fortuna era un monje de esos que se fijan muy bien por dónde caminan. Y como era un gansito bonito, pronto se robó el corazón del joven monje, y luego de toda la comunidad. Solo que las cosas cambiaron cuando el gansito no pudo ocultar más su secreto. Una noche un anciano monje no podía dormir. No sabía a qué se debía su insomnio, pero salió al patio del claustro a tomar algo de aire fresco y de oscuridad. De pronto creyó haber descubierto al causante de su desvelo. El gansito rocaba a todo pulmón. Así que, escandalizado y lleno de indignación, el anciano monje fue a buscar al monje joven y lo reprendió severamente por haber traído al monasterio un indigno animal destructor del silencio.
El joven monje se quedó muy triste y apesadumbrado. Al día siguiente, el joven monje se encontró con otro anciano espiritual que se detuvo y le preguntó la causa de su congoja. Pero el joven nada le dijo. Lloraba amargamente, hasta que, después de muchos ruegos, le contó lo que había sucedido: estaba desesperado por las palabras que había escuchado del otro anciano. Por ello el anciano espiritual lo consoló, animándolo a seguir el ejemplo de los santos que confiaron en Dios y salieron victoriosos por su gracia.
Entonces el anciano espiritual fue a la celda del monje anciano, se detuvo ante su puerta y oró así: «Señor, que diriges las tentaciones sobre aquel a quien le son útiles, cambia el combate del hermano hacia este anciano, para que, tentado en su ancianidad, aprenda lo que en su larga vida no se le enseñó, a fin de que se compadezca de los que son combatidos». Y cuando terminó de orar, un ángel travieso disparó un dardo contra el anciano monje.
Sonó la campana para la oración y el anciano monje llegó puntual al oratorio pero se sintió cansado y agobiado por el tedio. Apenas comenzaban las lecturas cuando cabeceó un poquito y ... comenzó a roncar. El coro de monjes, que sonaba como los mismísimos ángeles, ahora tenía de fondo el grave ronquido del anciano monje. Más tarde los monjes fueron a trabajar en la huerta, y luego de podar varios árboles, descansaron a la sombra de uno grande y frondoso. Y aunque la motosierra ya estaba apagada, seguían escuchando un potente motor. Era el monje anciano que se había quedado dormido debajo de un árbol. Lo despertaron y lo llamaron para comer. Estaba tomando la sopa, abrió la boca, pero todavía no llegaba la cuchara cuando su gesto se convirtió en un gran bostezo y se quedó dormido, con la cuchara en el aire y, en el fondo, sus ronquidos. Luego, entre sueños se acomodó en la mesa. Al despertar le pareció estar viviendo o soñando su peor pesadilla. Y se sintió desesperado. Iba y venía tratando de no quedarse en ningún sitio para no dormirse y roncar.
El anciano espiritual entonces le salió al encuentro, y viéndolo tan confundido le preguntó: «Padre, ¿a dónde vas?» Pero el anciano nada respondió. Todo él era turbación y contradicción, que pronto intentó disimular con enojo y soberbia. Pero el anciano espiritual lo calmó diciéndole: «Padre, el joven monje que tú insultaste vivía con esa misma prueba que tú ahora no puedes soportar, vuelve a tu celda, para que la humildad te sane y en adelante pídele a Dios que te dé una lengua instruida para que sepas en qué momento es necesario abrir la boca para reprender y en qué momento es necesario abrirla para consolar. Porque la boca que sólo reprende y nunca consuela no vale más que un ronquido.
Querido hijos e hijas, el Señor Jesús, llevado por el Espíritu al desierto, pasó cuarenta días sin comer nada, pues ni el hambre ni la miseria abatían al que es la vida, al que es el pan de los ángeles, al pan vivo bajado del cielo. Pero él quiso experimentar nuestra fragilidad en la prueba para consolarnos a todos. Quiso mostrarse tan débil, para enseñarnos a confiar sólo en la gracia y la misericordia de Dios. Quiso sumergirse hasta el fondo de nuestras tentaciones para enseñarnos que el camino de la victoria no está en el orgullo de nuestras propias fuerzas, sino en la humildad y la compasión.
Fíjate bien, la compasión humilde es nuestra conversión más fuerte, porque ya no es hacia Dios, sino hacia el hermano. El evangelio hoy nos muestra a dos hermanos que han pasado hambre: uno queriendo saciarse con las bellotas con que los extranjeros alimentaban a los cerdos; el otro, en la casa de su padre sin poder comer un cabrito con sus amigos. Siempre me ha sorprendido el razonamiento más o menos sensato del hijo pródigo: «¡Cuántos trabajadores en casa de mi padre tienen pan de sobra, y yo, aquí, me estoy muriendo de hambre! Me levantaré, volveré a mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo. Recíbeme como a uno de tus trabajadores».
Siendo un poco crítico, creo que el razonamiento sería más empático si sonara más o menos así: «¡Cuántos trabajadores en casa de mi padre y de mi hermano tienen pan de sobra pero les falta palabra y presencia. Y yo, aquí, me estoy muriendo de hambre, sin poder sentarme a la mesa con mi padre, mi madre y mi hermano. Me levantaré. Volveré a mi padre y a mi hermano y les diré: 'Padre, hermano, he pecado contra el cielo y contra ustedes; ya no merezco llamarme hijo ni hermano. Recíbanme en la mesa de los amigos perdonados, de los hermanos reencontrados». Porque lo contrario de pasar hambre no es simplemente comer. Lo opuesto de pasar hambre es sentarse a la mesa, compartir la palabra y partir el pan, pues partir el pan siempre implica pensar en otro con quien compartir, a quien ofrecer. Es pensar en el hermano, en el padre, en la madre, en Cristo: en el amigo que siente hambre igual que yo. El hijo pródigo aún necesita otra conversión, la conversión hacia su hermano. No basta que haya atravesado tantas miserias para ser perfecto. Es necesario partir el pan en la mesa, entre palabra y presencia. Con toda sensatez un Maestro de nuestra Orden nos predica: «Por eso, "vuelve a casa", "vuelve pronto", "vuelve ahora" Porque el amor de Dios no es para mañana, es para hoy. Es el amor salvando abismos para salvar personas. No sigas lejos, no te resignes a la tristeza, no pienses que ya es tarde. La casa del Padre está abierta, la mesa está servida, el banquete ha comenzado… Y hay un sitio reservado para ti. Amén».