Dominica XXX per annum
Era una hermosa noche de otoño, de esas en que la luna resplandece y blanquea todas las cosas que la noche había decidido ennegrecer. En noches como esa, suelen nacer las hadas. Y así sucedió aquella noche. En un gran jardín mágico, lleno de plantas misteriosas, de perfumadas flores nocturnas, entre arrullos de grillos y serenatas de pájaros nocturnos, las hadas comenzaron a nacer. Algunas hadas cuando nacen están llenas de misterio y es muy difícil saber qué será de ellas. Otras nacen envueltas de obviedad, como el hada dramática, que ya desde que nace hace todo un drama.
En aquella tarde de otoño nació un hada misteriosa. Las hadas cuando nacen son invisibles, pero quien las mira por primera vez, las llena de color. Por eso las hadas lo primero que hacen al nacer es buscar miradas inocentes, limpias, llenas de sueños, de magia y de ilusiones.
Cuando nuestra hada nació nadie la vio. Ni sus padres, ni sus hermanas. Ni siquiera Doloritas, la gatita chismosa del vecindario que no se le escapa nada. Nadie la vio. Y por eso en casa era un hada invisible. Pronto llegó el tiempo en que nuestra hada tenía que ir a la escuela, y sus padres ansiaban este momento porque pensaban que en la escuela la pequeña hada adquiriría un poco de color y pronto sabrían qué sería de ella. ¿Se dedicaría acaso a la política o a los negocios? ¿Sería un hada que volaría alto hasta convertirse en aviadora?¿O sería tal vez un hada de la música, del rap, del reggae?
Cuenta una Maestra que nuestra pequeña llegó a la escuela con una gran mochila bastante anticuada que sus padres le pusieron para llenarla de útiles escolares. Se sentía muy nerviosa, y pronto también sintió que ya no era invisible. En el recreo, sus compañeras y compañeros comenzaron a jugar a contarse secretos. Cada uno hablaba a la oreja del otro dándole calor y haciéndole cosquillas con sus palabras, y se reían tapándose la boca, como si temieran que el secreto se les escapara junto con sus risas. La pequeña hada esperó a que alguien le contara un secreto, pero nadie se fijó en ella. Luego comprendió que en realidad todos se fijaron en ella, y en su mochila anticuada y se reían de ella.
Regresó a casa y se metió a la regadera. Sintió que otra vez era invisible y eso le dio tranquilidad. Aunque ahora sus papás discutían sobre el costo de los útiles escolares y de tantas cosas con que la pequeña llenaba su mochila.
Al día siguiente volvió a la escuela. Un pequeño se acercó a ella y le pidió prestado un lápiz. Ella pensó que este favor sería la gran oportunidad para comenzar una bella amistad. Rápidamente sacó el lápiz de su mochila, con un sacapuntas lo afiló y se lo entregó al pequeño con una gran sonrisa. Llegó la hora del recreo y nuestra pequeña hada salió solitaria y nerviosa a tomar su desayuno. Sentía todavía el eco de las risas de los demás y algo le hacía pensar que se seguían riendo de ella. Cuando regresó al salón, algo la llenó de malestar. En su cuaderno la habían dibujado como si fuera una mosca, rodeada de manchones, de insultos y de burlas por ser un hada que no tenía color. Su mente voló al lápiz prestado. Hubiera querido nunca haberlo sacado de su mochila.
Volvió a casa, se metió a la regadera, y volvió a ser invisible. Sus padres sólo discutían del tamaño de su mochila, de todas las cosas que tenían que comprar para llenarla y de los costos de la escuela.
Otro día, la pequeña fue a la escuela. Llevaba una cantimplora llena de jugo de frutas. Cuando la vieron sus compañeros, le arrebataron la cantimplora. Trató de armarse de valor para recuperarla, pues pensaba que si la perdía, perdería una gran batalla de vida. Sus padres la reprenderían por perder una de las tantas cosas con que llenaba su mochila. Se abalanzó contra el compañero que tenía la cantimplora, pero éste se la arrojó al otro, y cuando ella trató de quitársela, éste se la pasó al otro. Con la voz que ella sintió la más ridícula que había oído, gritó: «Quiero mi cantimplora». Y el eco burlón la arremedó. El compañero que la tenía la destapó, la probó, hizo un gesto de desagrado y y el resto lo vació encima del hada. Todos se rieron de ella y aseguraban que la pequeña hada se había hecho pipí. Llegó a casa de nuevo, se metió a la regadera, se hizo invisible otra vez, y se dispuso a escuchar los regaños de sus padres por haber manchado el uniforme. Así pasaron algunos meses.
Un día en que iba de regreso a casa la pequeña hada ya no pudo más. Su mochila era tan grande que no pudo cargar con ella. Esa noche sus padres se dieron cuenta que su mochila no estaba allí, estorbando como siempre. Y preguntaron en la escuela si sabían algo de ella.
Salieron a buscarla y la encontraron tirada en el camino, aplastada por su enorme mochila. Como no la podían sacar, alguien propuso vaciar primero la mochila. Estaba tan retacada que con mucha dificultad la loraron abrir. Sacaron primero el lápiz, afilado y doloroso. El cuaderno pesaba por las burlas y los manchones. La cantimplora estaba llena de lágrimas. En casa la pequeña hada era invisible. Sus padres sólo veían su mochila. En la escuela, en cambio, nadie veía su mochila y todo lo que cargaba.
Queridas amigas, queridos amigos: en nuestro camino de vida todos somos invisibles. Buscamos el color que nos da la mirada de los demás, la sonrisa de nuestra madre, el reconocimiento de nuestros padres, la ternura de nuestros abuelos, la admiración de las personas que nos aman. Pero también recibimos miradas que matan, miradas que no ven, miradas que lastiman, miradas que despellejan o que nos arrancan más de lo que podemos o queremos dar. El ciego Bartimeo era también un hombre invisible. Sólo su manto de mendigo lo hacía visible a los demás. Cristo en su humillación, ha arrancado el velo de nuestra tiniebla, la oscuridad que nos impidió reconocerlo y amarlo como hermano. Nos ha devuelto la vista como capacidad de ver y la vista como paisaje. En su Pasión, al rasgar el velo del templo nos ha recordado que debajo de la mochila del corazón, debajo del manto de nuestra indigencia estará siempre él.
«Por esta razón», enseña el Santo Padre Francisco, «viendo cómo se suceden nuevas guerras, con la complicidad, tolerancia o indiferencia de otros países, o con meras luchas de poder en torno a intereses parciales, podemos pensar que la sociedad mundial está perdiendo el corazón. Bastaría mirar y oír a las ancianas —de las distintas partes en pugna— cautivas de estos conflictos devastadores. Es desgarrador verlas llorando a sus nietos asesinados, o escucharlas desear la propia muerte porque se han quedado sin la casa donde han vivido siempre. Ellas, que muchas veces han sido modelos de fortaleza y resistencia a lo largo de vidas difíciles y sacrificadas, ahora que llegan a la última etapa de su existencia no se les ofrece una merecida paz, sino angustia, miedo e indignación. El recurso de decir que la culpa es de otros no resuelve este drama vergonzoso. Ver llorar a las abuelas sin que se nos vuelva intolerable es signo de un mundo sin corazón».
El mundo se ha quedado ciego. Y por ello, al preguntarnos hoy el Señor «¿Qué quieres que haga por ti?» Deseosos de la luz de la fe que nos salva hemos de suplicarle: «Maestro, que pueda ver». «Que pueda ver al pequeño que nadie vio, a la mujer que llora enmedio de la guerra, al que pide limosna al lado del camino. Porque el mundo se ha vuelto ciego, Maestro, concede que podamos verte».