domingo, 6 de octubre de 2024

"Ad duritiam cordis vestri scripsit vobis præceptum istud"

Dominica XXVII per annum

 

Hubo en una ocasión en un gran bosque un pequeño escarabajo. Como a todos en su familia, desde muy pequeño le gustaba jugar con lodo. El lodo era para él la vida. Y, bueno, en su familia había todo ingenieros, arquitectos y arquitectas, constructores, todos expertos y expertas en el gran arte de construir con lodo. Nuestro pequeño escarabajo nació, como todos los escarabajos, con una luz interior. Esa luz hacía que sus alas brillarán de colores metálicos verdes y azules cuando estaba feliz. Esa luz le hacía caminar seguro, con sus pasitos monstruosos, incluso en los más oscuros laberintos de la tierra. Y le hacía soñar con edificar grandes castillos de adobe, magníficos palacios de firmes ladrillos, tal vez hasta pirámides o por lo menos casas muy prácticas y bien construidas, cálidas en invierno y frescas en verano.

Nuestro escarabajo era feliz, como suelen serlo todos los escarabajos, hasta que una mañana algo tremendo sucedió. Había oído hablar de unos monstruos grandes y robustos con una fuerza descomunal, feos y grotescos, crueles y desalmados, pero pensaba que solo existían en las películas de terror. Sin embargo, esa mañana, tenía delante de sí a uno de ellos. Apenas si pudo tallarse los ojos con sus negras patitas, como para decir: «tú no existes, eres un invento de las películas», cuando el monstruo ya lo tenía sujeto por las alas. Luego comenzó la tortura, el terrible monstruo tomó un cordel, lo ató a una de las patitas de nuestro escarabajo, y comenzó a correr aquí y allá, obligándolo a volar como si fuera un helicóptero. Parecía un endemoniado. Las horas transcurrieron interminables, y cuando por fin el monstruo se sintió agotado, y abandonó al pequeño escarabajo, éste corrió a esconderse en el fango. Y mientras trataba de cortar el cordel, de repente escuchó a una turba endemoniada de monstruos que al parecer lo estaba buscando para seguir jugando con él. Desde ese día, nuestro escarabajo sintió que su dura coraza se había agrietado, y algo del lodo en el que había crecido comenzó a filtrarse en su interior, formando otra coraza aún más dura pero alrededor de su corazón. La luz que lo guiaba desde pequeño cada vez tenía más dificultad para salir al exterior.

Una tarde en que trabajaba frenético en la construcción de un búnker, un pequeño frasco cayó junto al letrero que decía: «Prohibido el paso. Solo personal autorizado». Y el único autorizado era él. Molesto se acercó a ver qué era y con sorpresa descubrió que en el frasquito había algo parecido a un hada. Práctico y bruto como él era, abrió el frasquito, y un bicho raro salió. No era un hada. Era una especie de avispa desaliñada y bastante traqueteada por la vida. «Y tú qué haces aquí». Enojada, la rarita le aclaró: «Soy una luciérnaga». «Sí, claro y yo soy un meteorito incandescente—respondió nuestro escarabajo—. Y entonces ¿por qué tan apagadita?» La pobre luciérnaga le contó que una noche hermosa fue capturada por esos terribles monstruos que invaden los patios en las noches serenas, y fue puesta en un frasquito. Los monstruos querían tener su luz para ser más monstruosos y la pellizcaron tanto que terminaron por apagarla. Cuando ya no brillaba más, la encerraron en el frasquito y lo arrojaron al fango.

Esa tarde se quedaron juntos, el escarabajo y la luciérnaga, en el búnker que el escarabajo estaba construyendo. Y muy pronto se dieron cuenta de algo que tenían en común, o más bien que no tenían. Los dos habían perdido la luz. Al día siguiente comenzó su rutina. Nuestro escarabajo se levantó muy temprano para ir al gimnasio. Se acomodó en un banco inclinado y con todas sus fuerzas y la mejor técnica comenzó sus series de repeticiones con tres barras al mismo tiempo. Es que los escarabajos tienen seis patas. Ella en cambio, comenzó una delicada rutina de ballet, recordando los mejores pasos de sus espectáculos nocturnos. Al desayuno el escarabajo llevó a la mesa zanahorias, betabeles y otras verduras saludables que sacó de debajo de la tierra. Pero la luciérnaga prefirió un buen tazón de néctar espolvoreado con polen alto en proteína. La jornada de trabajo comenzó y nuestro escarabajo se empeñó a construir un gran túnel más para su búnker. La luciérnaga en cambio comenzó a decorar los espacios interiores. A veces le parecía a nuestra luciérnaga que el escarabajo era un poco cabeza dura, y a él le disgustaba que ella buscara llamar tanto la atención. Por las tardes nuestro escarabajo se retiraba a la soledad, se acomodaba en su sillón, se ponía sus anteojos, y se concentraba en leer libros maravillosos que, como el túnel de su búnker, lo transportaban a un mágico mundo mejor. A nuestra luciérnaga, le disgustaban esas horas porque sentía que no le hacía caso, y aburrida se ponía a amasar pasteles. Sabía que, una vez en el horno, el aroma del pastel haría que el escarabajo volviera del mundo de esos libros para pedir información en la cocina acerca de lo que se horneaba e informar de qué tamaño quería su rebanada. A veces nuestro escarabajo sentía que la luciérnaga volaba demasiado rápido, quería un hogar, más que un búnker, quería flores, jardín, amigos, invitados, una familia. Él prefería estar solo con su dura coraza, su arduo trabajo, y sus rutinas de gimnasio. Eran tan diferentes. Pero lo único que tenían en común era que a los dos se les había apagado la luz, y cada día y cada noche se tenían el uno al otro para tratar de encenderla de nuevo. Hasta que un día nuestro escarabajo notó que algo de la coraza de su corazón comenzaba a agrietarse, y a dejar pasar de nuevo la luz interior.

Queridas amigas, queridos amigos. Cuando a Cristo, el maestro, le preguntaron si le es lícito a un hombre divorciarse de su esposa, preguntó acerca de lo que prescribió Moisés y les aclaró: «Moisés prescribió esto debido a la dureza del corazón de ustedes». Con razón un maestro dice que «a veces la única forma en que el buen Señor puede entrar en algunos corazones es rompiéndolos». Pero Dios no rompe el corazón como solemos hacerlo nosotros por la crueldad, el abandono, el rechazo, el tedio, la ansiedad. Dios no nos abandona ni nos rechaza. No se aburre de la monotonía de nuestros cuentos de pecados tan repetidos como muletillas. Tampoco siente ansia de adelantarlo todo, «ya para que se acabe». El buen Dios nos acoge como un buen niño. Somos su reino. Dios rompe algunos corazones conmoviéndolos con la fragilidad de alguien a quien hay que rescatar. Dios rompe algunos corazones cuando quebranta el silencio porque hay que escuchar su estallido. Porque él mismo se ha roto en el servicio, Dios se ha roto en la compasión, se ha roto en la generosidad de su corazón traspasado. Y nadie que quiera ser su imagen puede no estar roto por el amor. Por eso será él quien nos examinará un día: «Muéstrame tus manos. ¿Tienen cicatrices de dar? Muéstrame tus pies. ¿Están heridos en el servicio? Muéstrame tu corazón. ¿Has dejado un lugar para el amor divino?» Queridas amigas, queridos amigos, «a veces la única forma en que el buen Señor puede entrar en algunos corazones es rompiéndolos». Sólo así seremos su imagen, la imagen del amor que en la noche del mundo ha echo estallar su lámpara de barro para incendiar otros corazones que se habían quedado sin luz.


domingo, 29 de septiembre de 2024

"Sed sunt sicut angeli in cælis"


In solemnitate Sancti Archangeli Michäelis, Gabrielis et Raphäelis

 


Ya era tarde. La llave desde fuera dio la segunda vuelta en la cerradura de la carpintería. Por hoy el viejo carpintero daba por terminado su trabajo. Dentro de la carpintería se quedaba todo pendiente. Las virutas dispersas en el suelo. Las herramientas más o menos ordenadas. Muchos trabajos por terminar, y muchos sueños y proyectos esperando su turno para saltar entre las manos amables del carpintero y el metálico rigor de sus herramientas hacia el mágico mundo de la realidad.

Una caja que apenas estaba tomando forma se puso a conversar con un cajón. El cajón le aseguraba que pronto estaría lleno de cosas importantes, probablemente en la alcoba de una hermosa princesa, en la oficina de un gran banquero, o en el escritorio de un maestro brillante. Es que él ya estaba casi terminado. Ya se veía, entrando y saliendo para ofrecer cosas importantes, joyas, alhajas, sellos, reglas, gises, ¡qué sé yo!

Y nuestra caja pensó que tal vez ella, cuando estuviera terminada también sería un cajón lleno de cosas importantes. Todavía estaba terminando de pensarlo, cuando ya el cajón tenía listas las palabras exactas para sobajarla, esas palabras de cajón que embonaban muy bien con la ocasión: «Lástima que tú nunca serás un cajón, eres demasiado delicada para eso. Las cosas importantes son de gran peso, ¿eh?... Debilucha». Nuestra caja se sintió, pues, vacía. De cosas y de sentido.

Una gran caja entonces le habló: «¿Se puede saber por qué estás triste, pequeña cajita?» A lo que nuestra caja respondió: «No lo sé, me siento vacía». «Espera, espera—se apresuró a decir la gran caja—, no te sientes vacía: estás vacía, ja,ja,ja,ja,ja. Pero vamos, eso no tiene importancia». Nuestra cajita le contó a la gran caja el incidente del cajón, y ésta trató de consolarla: «Vamos, no seas tan sensible, ni que fueras de cristal. Ese cajón es un pesado, pero lo que no sabe es que no viajará tanto como yo. Los cajones como él llevan una vida muy sedentaria, encerrados en su trabajo lo más que recorren son unas decenas de centímetros para entrar y salir. Yo en cambio, soy una caja mensajera, y viajaré por todo el mundo». «¿Una caja mensajera? ¿Cómo así?—replicó sorprendida nuestra cajita—, había oído de palomas mensajeras pero no de cajas mensajeras». La gran caja respondió entusiasmada: «Nosotras somos grandes cajas que la gente utiliza para enviar cosas por el mundo. Viajamos de un país a otro en grandes aviones, poderosos barcos, trenes parsimoniosos, y en grandes camiones con música de banda. Los comerciantes y mercaderes nos esperan con emoción, siguen nuestro recorrido por el mundo, y aguardan nuestra llegada». Nuestra cajita ya estaba imaginándose con su pasaporte, viajando por el mundo, pero, como si le leyera el pensamiento, la gran caja se apresuró a borrarle los sellos de sus ilusiones: «Lástima que tú no puedas ser una gran caja viajera. Verás, nuestro mundo es muy rudo. Unas cajas viajamos encima de otras, sin importarnos mucho la incomodidad del peso. Pero tú eres tan... ¿cómo decir?... Delicadita... Que si estiban una caja de mis dimensiones sobre de ti, quedarás convertida en aserrín, ja,ja,ja,ja,ja. Pero..., no te preocupes... Si no te barren y alguien junta el aserrín y lo comprime, tal vez un día puedan hacer de ti una caja de verdad».

Nuevamente nuestra caja se sintió vacía. Un gato saltó de un pequeño cajón blanco. Y el cajón le preguntó a nuestra caja: «¿Por qué tan triste? ¿Te sientes mal? ¿Estás enferma?» Todavía estaba nuestra caja pensando quién era el cajón blanco, cuando, como si le leyera el pensamiento, el cajón explicó: «Soy el cajón del veterinario. Por ahora gatos y ratones entran y salen de mí, pero llegará un día en que huirán de mí, ya lo verás, pues sólo guardaré amargos medicamentos, dolorosas jeringas, frascos de inyecciones, asquerosas pastillas desparasitarantes e incómodos collares antipulgas... En fin, todo aquello que te hace sentir fatal, para que te sientas mejor». Y estaba a punto de decir que a ella también le gustaría curar a la gente y a sus amigos, cuando el gatito volvió al cajón para contiuar con su larga rutina de sueño y el cajón blanco volvió al silencio como por respeto al gato.

Se hizo de noche. Y nuestra caja sentía miedo de quedarse vacía para siempre, como el oscuro taller del carpintero. Pero de pronto una débil y hermosa luz hizo resplandecer la vacía oscuridad con su debilidad. Era un hada, la misteriosa asistente del carpintero, que se encargaba de llenar de magia, lo que con sus manos y sus herramientas el carpintero hacía vacío. Es que todos los carpinteros sólo construyen el vacío. La magia la pone esa misteriosa hada. 

Se acercó el hada a nuestra caja, y la miró complacida: «Está casi terminada», pensó. La acarició con sus manos, pero no quiso llenarla con nada. Más bien puso en ella seis cuerdas. Nadie sabe si para impedir que entrara algo en ella y perturbara el vacío, o más bien para no dejar que el vacío se escapara de ella. Lo cierto es que las seis cuerdas estaban allí, en la entrada de la caja. 

A la mañana siguiente, cuando la llave giró la cerradura dos veces. El carpintero corrió a acariciar el milagro. Comenzó a rasgar las cuerdas, y su sonido muy pronto se convirtió en melodía, en música, en canción. Y nuestra caja, se convirtió en guitarra. Comprendió que ahora ella guardaba cosas importantes; comprendió que era una caja mensajera, y un cajón de medicina. Todo junto.

Queridas amigas, queridos amigos, hoy celebramos el misterio de los arcángeles de Dios. Es curioso, el evangelio nos muestra algo de lo que será también nuestro misterio compartido con el de los ángeles en el cielo: «No se casarán ni serán dados en matrimonio». Esto no significa que entre los ángeles no haya amor, ni que nuestra vida futura no sea una vocación de amor. Amaremos libremente a todas y a todos. Pero lo que habrá desaparecido es la necesidad de poseer para proteger. Ahora existe la institución matrimonial, porque el amor en el tiempo presente corre muchos riesgos, atraviesa grandes peligros. El matrimonio, la alianza cristiana, con la fuerza sobrenatural de su sacramento, es la caja robusta y firme que protege el amor, lo lleva a todas partes y lo sana. Pero en la vida futura, cuando el amor no correrá ya ningún riesgo, no requeriremos una caja protectora. Seremos, más bien, como los ángeles. Pues bien sabemos que existen las posesiones diabólicas; pero no existen las posesiones angélicas. Si la posesión diabólica resulta tan dolorosa y angustiante, tanta gloria y majestad del ángel, no la soportaríamos. El ángel no es carnal ni es posesivo. Ama, permítanme decirlo con palabras insensatas, ama como un instrumento musical a su música. Una música que a un tiempo es suya y no le pertenece. La mano divina toca el abismo de interioridad que es el ángel, y en él todo se llena. Resuena entonces la armonía más importante para el mundo, el mensaje del amor divino y de su belleza que es medicina para todo ser viviente. Con toda razón un Maestro cristiano se pregunta: «¿Cómo podremos cantar nuestro eterno agradecimiento a Dios, si no permaneciera en nosotros la conciencia y la memoria de lo que le debemos?» Así, en la vida futura, el abismo de cuanto somos, de cuanto hemos conocido y amado, será armonía, si es la mano de la caridad divina la que pulsa las cuerdas de nuestra historia. Que Dios nos conceda ser instrumentos vacíos por la humildad y el desapego, para llenarnos con la armonía de su amor, de su comunión. Y que podamos también nosotros conservar lo que vale a los ojos de Dios, llevar al mundo su palabra, y sanar el dolor de las almas.

martes, 10 de septiembre de 2024

«Dive, qui cælo rutilas ut astrum, mentium densas tenebras repelle»

 

 In solemnitate Sancti Nicolai a Tolentino

Se anunciaba un evento espectacular. Y es que todo en el cielo es espectacular. Pero la ocasión sería espectacularmente espectacular. Una gran lluvia de estrellas tendría lugar en una de las noches más oscuras de todo el año. Bella la estrella más bella había esperado tanto este momento. Nuestra estrella era una de esas tantas estrellas que nació como quien dice «con estrella» y ahora tenía la indiscutible oportunidad de lanzarse al estrellato. Sobra decir que el día en que Bella nació, el sol iluminaba intensamente y sus rayos la arroparon como con chambritas de luz. Muchos juguetes de resplandores ennoblecieron su cuna, que al mecerse por las noches hacía titilar su luz. Muchos corazones en la tierra, al verla parpadear y sonreir, desearon tenerla más cerca, que bajara a la tierra. Y la oportunidad de que así fuera por fin estaba en puerta. Una gran lluvia de estrellas se anunciaba como el espectáculo de la temporada más buscado en cartelera. Bella la estrella más bella sería con toda seguridad el número principal de esa noche. No veía la hora de recorrer la negra alfombra de tinieblas y brillar con mucha más luz que un diamante sobre terciopelo, bajo una llovizna de flashazos de cámaras y chismes de paparazzi. Es que a los famosos los ilumina el chisme, aunque al común de los mortales más bien nos oscurece.

Lo único malo es que Bella la estrella más bella ya no era tan luminosa como la noche en que nació. Le faltaba algo de la luz de la esperanza, pero ella no lo sabía. Algo de su luz había disminuido, tal vez desde que comenzó a utilizar grandes lentes oscuros y costosos abrigos y trajes de noche. Bella se había vuelto una estrella muy vanidosa. Todas las noches se miraba en la luna como si estuviera ante un espejo. Y creía que su resplandor era inigualable. Miraba con desprecio a las estrellas envejecidas, sin saber que eran las que tenían más seguidores en la tierra, porque su luz había viajado tanto, cargada de deseos. En las noches de luna llena, si alguna estrella elogiaba la grandeza luminosa de la luna, Bella la estrella más bella se apresuraba a decir: «Umm. Debería cuidar su figura. Está demasiado... llenita». Odiaba las noches nubladas porque las nubes la opacaban. Y no soportaba las noches en que un rayo pudiera iluminar más que ella. Ni qué decir que la pálida luz de las estrellas fugaces la exasperaba. Le parecía un desperdicio de existencia.

La gran noche llegó. Bella lucía espectacular pero no quería salir de su camarín por temor de que alguien le manchara su modelito de la celebérrima diseñadora Aurorita Boréal. Sí esa misma que impuso tendencia combinando verde, morado y naranja para el verano 2024. ¡Qué loco! Sentía terror de que alguien le robara una selfie desde un pésimo ángulo que no la favoreciera, o simplemente no le hicieran los debidos honores que como diva merecía.

El espectáculo se abrió con el salto al escenario de la anfitriona, la luna, y poco a poco las grandes estrellas fueron haciendo su aparición. Bajo la mirada, o más bien, encima de la mirada atónita de astrónomos, aficionados y curiosos, desfilaron las alfa aurígidas en su carruaje de gala. Siguió la constelación de Perseo. Mercurio se asomó desde el palco de honor, y se cerró el espectáculo con la aparición de las Pléyades cerca de la luna. Cuando prácticamente el espectáculo había terminado, Bella aún no podía salir. Digamos que su vanidad la tenía atorada. Quería que su número estalar cerrara la noche, y... de pronto..., se fue la luz. Bella entró en pánico y gritaba desesperada para que su productora viniera a auxiliarla, mientras enfurecida se preguntaba por qué no habían pagado la luz. Pero todo se hizo más misterioso cuando recordó que las estrellas no pagan luz, y comenzó a llorar. Hasta el maquillaje de polvo de estrellas se le corrió. Se sintió fea y deslucida. Y obvio, no brillaba. Sólo cuando comenzó a brillar de nuevo recordó que las estrellas no brillan con luz propia. Y dio un salto asustada al darse cuenta que otra estrella la estaba abrazando, acariciándole la espalda para consolarla. «¿Y tú quién eres?» preguntó. «Soy una estrella fugaz. No tengo más luz que la esperanza, pero suele bastar con eso cuando se apagan los reflectores y se acaban las otras luces». «Bueno, ¿y qué haces aquí?—preguntó Bella—. ¿Tenías un número en el espectáculo?». Pero la estrellita le explicó: «No, mira, hace muchos años fui encargada de brillar la noche en que un niño nació. Vino al mundo como una promesa y sus padres lo llamaron Nicolás. Desde pequeño la inocencia ilumminó de tal manera su alma que podía ver claramente con los ojos de la fe a Cristo presente en el Santísimo Sacramento. Y eso es más grande que mirar las estrellas. El niño creció y se hizo fraile, un fraile sencillo de la Orden de San Agustín, muy entregado al ayuno por amor de Dios. Un día, Nicolás pasó por la casa de una mujer pobre. Nuestro santo le pidió en limosna un pan, y la buena mujer se lo dio en nombre de Jesucristo. Nicolás bendijo a la mujer diciendo: «Que Dios, por cuyo amor me diste esta limosna, aun siendo tú tan pobre, te multiplique la harina que te queda». Esa noche el cielo me ordenó brillar sobre la casa. El santo fraile recompensó la limosna con el fevor de su oración y atrajo un gran milagro. Cuando la mujer abrió la bodega de la despensa, vio que la harina se había multiplicado. Porque este hombre, Nicolás, rico en virtud, quiso multiplicar su tesoro allí donde estaba su corazón, en manos de los pobres. 

Las estrellas acostumbramos bajar a la tierra. Entonces todo se llena de esperanza, pero lo santos suben al cielo y también resplandece con ello la esperanza. Por eso hubo una gran algarabia de estrellas cuando Nicolás, pronto para subir al cielo oró así abrazado de la cruz, su escalera: «Salve, bellísima Cruz, salve esperanza única, que fuiste digna de llevar el precio del mundo; salve, sobre ti reposó el Salvador y en ti sudó la sangre por el tormento de su pasión; en ti ofreció su misericordia al ladrón que lo imploraba y reconociendo a su madre la entregó al discípulo virginal. Salve, en ti el Salvador invocó al Padre por aquellos que lo crucificaban. Él, por medio de ti, me defienda del maligno enemigo en esta hora». 

Fíjate bien, qué estrella no quisiera brillar como la cruz, humilde y gloriosa estrella de redención y de esperanza. El cielo me ordenó brillar una vez más sobre la tumba de Nicolás. Yo fui su estrella, la estrella humilde de la esperanza. Brillé con su luz y brillaré por siempre porque Dios enaltece a los humildes y revela la esperanza en medio de las tinieblas.

Así pues, Nicolás, gema preciosa de los santos, que el cielo iluminas como un astro, aleja de nuestras mentes las densas tinieblas del orgullo y con tu luz esclarecedora disuelve la oscuridad de nuestros corazones.

domingo, 8 de septiembre de 2024

«Effetá»

Dominica XXIII per annum

 

Era una mañana cálida, como cualquier otra mañana cálida: luminosa, resplandeciente y jalonada por un fuerte viento. Las abejas dentro de la colmena iniciaban su rutina, su murmullo orante, de alas viajeras. La más pequeña abejita comenzaría su increíble aventura con la vida y ya estaba impaciente por conocer la fuerza del viento. Junto con otras abejas más experimentadas se allegó a la entrada de la colmena, estiró sus patitas, ajustó sus antenas, batió sus alas y comenzó a volar. Había leído mucho acerca de las opiniones de los eruditos acerca de la flexibilidad de sus alas que le permitirían volar cómodamente a pesar de cualquier peso. Pero ya a la hora de volar, todo eso era irrelevante. A fin de cuentas, pasar algunas páginas al día resulta poca cosa cuando comienzas a batir las alas más de doscientas veces por segundo. Bajo sus zumbidos se desplegaron a partir de ese día magníficas alfombras de flores. Sólo que una tarde sucedió algo inesperado. Cuando ya casi todas las abejas habían vuelto de la recolección, un susurro perturbador comenzó a agitar las hierbas cercanas al árbol que sostenía la colmena. Un osito negro afelpado, de sonriente cara marrón, hacía también sus primeras incursiones en el bosque en busca de miel. Llevaba consigo un gran tarro de cristal oscuro que pensaba llenar con la exquisita miel que robaría de la colmena. Quiso tomarla por asalto pero muy pronto todas las abejas se dispusieron para repeler el ataque. Como el osezno era todavía muy inexperto, al oír el zumbido de tantas abejas juntas se sintió intimidado y emprendió la fuga, arrojando su tarro entre las hierbas del bosque. Nuestra pequeña abeja, que celebraba ya la victoria de su colmena, apenas si alcanzó a darse cuenta del tarro que venía en contra de ella. Por fortuna, el tarro no la aplastó porque cayó boca abajo pero ella quedó atrapada dentro de él. En vano zumbaba para que la escucharan las demás abejas. La noche caería y les tomaría mucho tiempo darse cuenta que no estaba entre ellas. Recordó que su maestra de baile le había enseñado unos movimientos increíbles para comunicarse con sus hermanas. Y, aprovechando que traía la música por dentro, se puso a mover su espalda y sus caderas al ritmo de una conocida canción, cuyo nombre omitiremos por razones obvias, pero que expresaba muy bien su loca desesperación. Por un momento se sintió la reina del regional. Pero todo fue inútil. Nadie podía escucharla y mucho menos verla bailar. 

Al amanecer, las demás abejas de la colmena, que ya habían notado su ausencia, se pusieron a buscarla. A través del oscuro cristal del tarro, nuestra abejita miró con esperanza a sus hermanas que sobrevolaban la zona. Pero, a pesar de que frotaba vigorosamente sus alas, ninguna podía escucharla. Bailaba frenética los corridos más disgustosos que conocía para dar a entender mejor su perdición. Pero nadie podía verla a través del oscuro cristal. El calor del día hacía insoportable la estancia dentro del tarro. Y por más que aleteaba no conseguía la frescura que en la colmena lograban entre miles de abejas con sólo agitar las alas todas juntas. Tenía hambre, y su sed aumentaba en la medida en que disminuía la esperanza de escapar con vida. Cayó de nuevo la noche y todo seguía resultando inútil. Quiso aletear por última vez para despedirse del viento, ese fiel amigo que le enseñó la magia de volar y el exquisito arte de zumbar, ese gran aliado que muchas veces le indicó el delicado perfume de las flores. En el profundo silencio de la noche, el viento escuchó el último zumbido de nuestra abeja y, compasivo, dio un suspiro y sopló con terrible fuerza como si gritara: «Ábrete», empujando con violencia el tarro. Entonces, nuestra pequeña abeja salió libre de lo que pudo haber sido su tumba.


Queridas amigas, queridos amigos, Dios formó al ser humano con el rojo barro de la tierra. El peso del barro hacía poco probable que el ser humano pudiera elevarse; pero Dios insufló en sus narices aliento de vida, para que el corazón humano atraído por la dulzura de la gracia pudiera reposar en la altura de Dios. Por el pecado, el hombre fue atrapado en la sordera de su corazón, que hizo de él un tartamudo. En Babel los hombres balbucearon tratando de hablar la misma lengua, pero sin tener un solo corazón que supiera escuchar y una sola alma que con alabanza pura entrara dignamente en el cielo. En el desierto del mundo, agobiado por la ardiente sed de Dios que no se consume, Moisés era un tartamudo. Y aunque supo pronunciar solemnemente el verdadero nombre de Dios sobre su pueblo, no podía con la sordera de la incredulidad y la murmuración que resecaba la lengua del pueblo. Fíjate bien. El hombre atrapado en el sepulcro del pecado es un sordo y un tartamudo. Por eso, cuando la Palabra eterna del Padre, irrumpió en el silencio del mundo, con un suspiro dio una orden al cielo: «Effetá», «¡ábrete!» Y el cielo, clemente, obedeció. Cristo, mirando al cielo, le ordena que se abra, mientras toca con sus dedos el ensordecido oído del corazón humano y refresca con su saliva la torpe palabra del hombre. Cristo en la cruz con sus brazos extendidos abraza los oídos del corazón de la humanidad. Con su saliva rechaza el vino con mirra que adormece nuestro gusto espiritual, con tal de olvidar nuestra miseria hasta la muerte. Y así Cristo, entregando el Espíritu vivificante, grita al cielo: «Effetá. Ábrete, para que ninguna plegaria, por desesperada que sea, quede sin ser escuchada en el cielo. Ábrete, cielo, para que el hombre extraviado no escuche más el acoso del antiguo adversario, sino que con oído espiritual me escuche y me ame como a su único Señor, con todo el corazón, con toda su mente, con todas sus fuerzas. Porque he quebrantado ya la dureza del corazón humano, que se tapó los oídos para no oír mi voz: "Adán, ¿dónde estás?". Ábrete pues, cielo de los cielos, para que la lengua entorpecida por la muerte, pueda unirse a la alabanza eterna, cantando el himno de los redimidos, en la Jerusalén celeste. Y puesto que no fue Moisés quien dio pan del cielo, ábrete para que niños, mujeres y hombres puedan gustar la verdad del pan de los hijos en el altar de esta tu Iglesia. Ábrete, pues, cielo, para que el hombre pueda estar hoy conmigo en el paraíso, porque me he acordado de él en la gran misericordia».

miércoles, 28 de agosto de 2024

«Quia similes estis sepulcris dealbatis»

In festo sancti Augustini episcopi hipponensis


Cuenta san Agustín que cuando quiso dirigir su atención a las Escrituras Santas para ver cómo eran, las encontró humildes: «Mi arrogancia rechazaba su estilo y la agudeza de mi mente no penetraba en su interior». Curiosamente, hace unos días alguien me ha hecho recordar una historia que se ha contado muchas veces porque ha sucedido infinidad de veces. Sucede que un joven discípulo se acercó a un maestro para que le enseñara el camino de la vida. El maestro le entregó las Sagradas Escrituras al discípulo; pero éste, queriendo encontrar en ellas vida eterna, sólo encontró aburrición y tedio. Lo intentó una y otra vez con el mismo resultado y, quejoso, las devolvió al maestro. A cambio, el maestro le entregó una maceta de barro llena de tierra y le pidió que regara la maceta hasta que algo germinara en ella para dar fruto. Como el discípulo no tenía más nada que hacer, regaba diligentemente la maceta todos los días. Ponía agua abundante, y el agua corría y se drenaba por el agujero la maceta, llevándose siempre algo de la tierra que llenaba la maceta. Así lo hizo una y otra, y otra vez hasta que ya no hubo tierra en la maceta. Como nada había germinado, disgustado fue a reclamar al maestro porque lo había engañado: «Maestro, no has sembrado nada en la maceta y me has hecho regarla cada día. Lo único que ha sucedido es que la tierra ha escapado por el agujero de la maceta junto con el agua, pero nada ha germinado y yo no recogeré de ello ningún fruto». Pero el maestro lo reprendió severamente y le dijo: «He hecho germinar el vaciamiento en el barro de tu corazón. Pues si en la maceta árida de tu corazón riegas con el agua viva de la Palabra de Dios cada día, la tierra, el polvo, se irá con el agua y dejará una vasija limpia. Entonces podrás plantar en ella lo que quieras». Fíjate bien, algo así es el misterio del que nos habla el evangelio hoy. El Señor fustiga aquellos sepulcros blanqueados por fuera, pero que por dentro están llenos de podredumbre y de huesos. Pensarás que lo normal de una tumba es estar blanqueada por fuera y contener miseria y  podredumbre adentro. Pero el evangelio nos reprende por pensar así, y nos advierte que en algún sentido cada uno de nosotros es una tumba que ha de estar vacía, proclamando la gloria de la resurrección. Por eso, si en tu interior existe polvo y huesos muertos, apresúrate a vaciar el corazón por la fuerza de la Palabra de Dios y las lágrimas de la compunción. Pues él te llama a resucitar cada día. Apresúrate a despojarte del hombre viejo para que emerja el hombre interior, el hombre nuevo a imagen de Cristo. «Muera yo, para que viva yo» clama Agustín, el maestro cristiano. Muera el hombre viejo, para que viva el hombre nuevo, a imagen de Cristo. Con toda verdad el ardiente africano reza, explicando su vaciamiento: «Me llamaste y me gritaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y ahuyentaste mi ceguera. Exhalaste tu fragancia y respiré, y ahora suspiro por ti. Gusté de ti, y ahora desfallezco de hambre y de sed de ti. Me tocaste y en tu paz me inflamé». Y lamenta el maestro cristiano, gema de los confesores: «¡Tarde te amé, Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te ame! Tú estabas dentro y yo fuera, y allí te buscaba, pero me precipitaba, deforme, hacia estas cosas hermosas que tú hiciste. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo. Me retenían lejos de ti aquellas cosas que, de no estar en ti, no existirían». Que resplandezca dentro de nosotros la luz de la vida resucitada. Que el Dios compasivo que reverbera en nuestros corazones y los hace sentirse vacíos sea él mismo el que llene con el agua de su fuente, con el aroma de su perfume, el interior de nuestra tumba. Para que seamos tumbas vacías que proclaman la gloria de la resurrección, el triunfo de Cristo sobre la muerte, el triunfo del agua de la Palabra de la vida que lava el interior del hombre por las lágrimas de la contrición y por la limpia gracia del bautismo.  «Et tota spes mea non nisi in magna misericordia tua. Da quod iubes et iube quod vis».

jueves, 14 de septiembre de 2023

"Nos autem gloriari opportet in cruce Domini nostri Jesu Christi:  in quo est salus, vita et resurrectio nostra: per quem salvati, et liberati sumus"

In exaltatione Sanctæ Crucis DN Jesu Christi

 

Cuenta un Maestro que un día, una santa princesa cristiana cuidaba de un leproso y le consolaba con tierna piedad. Y viéndose el enfermo así tratado, se deshacía en lágrimas y entre sollozos se quejaba: «Mi hermano, mi hermana, mi madre me han abandonado. Estoy solo, entregado a mi miseria, y he aquí que la hija de un rey se abaja hasta mí. Cómo quisiera, oh princesa, besar tus manos reales, si mis labios no causaran tanto horror». 

Pero la noble princesa respondió: «Es a mí es a quien corresponde ese oficio». Y descubriendo rápidamente las llagas del leproso puso sobre ellas sus labios virginales. Una de las damas que la acompañaba, asustada por la fuerza de tanta virtud exclamó: «Princesa, ¿qué haces?» Pero la santa princesa con majestuosa nobleza respondió: «Después de que mi Señor Jesucristo pasó por leproso, para mi corazón no hay humillación sobre la tierra».

Es que cuando el Señor fue levantado sobre la tierra, atrajo a todos a su abandono. Hizo entonces de la cruz una escalera para que el hombre pudiera descender de la soberbia de su pecado y pudiera comprender «la anchura, la longitud, la altura y la profundidad» de
su amor.

Así, el Señor, al abajarse por amor nuestro, exaltó hasta lo más sublime el desprendimiento y la abnegación de sus discípulos. Los discípulos perfectos tomaron la cruz de cada día y siguieron al Señor en la humildad de su descenso. En las adversidades e injurias cumplieron con paciencia el precepto del Señor: a quien les golpeaba una mejilla, le ofrecieron la otra; a quien les quitaba la túnica le dejaron también el manto, y obligados a andar una milla, recorrieron dos, animados por la prisa de llegar a la gloria, y se colocaron sobre el altar de Jesús para consumar con él un mismo sacrificio.

Con toda verdad un Maestro enseña que «el mundo entero no es más que un inmenso sacrificio. Desde el humilde liquen que el sol deseca, hasta la fuerte encina que troncha la tempestad, todo gime bajo esta ley. No existe desierto bastante grande, ni mar tan profundo que exima de ella a sus moradores. El cielo mismo, donde jamás penetra el dolor, no es otra cosa que un altar sublime, donde los bienaventurados se consumen delante de Dios en perpetuo holocausto, entre las llamas de un amor inefable».

Y solo aprendemos este misterio guiados por el Divino Maestro, que en la cátedra de la cruz nos enseñó cuál es el camino para bajar de la soberbia de nuestros pecados y para elevarnos a las más altas cumbres de la ciencia del amor. A eso se refiere San Benito en su Regla cuando nos explica: «Por eso, hermanos, si queremos alcanzar la cumbre de la más alta humildad, si queremos llegar rápidamente a aquella exaltación celestial a la que se sube por la humildad de la vida presente, tenemos que ascender con nuestras obras la escala que se le apareció en sueños a Jacob, en la cual veía ángeles que subían y bajaban. Sin duda alguna, aquel bajar y subir no significa otra cosa sino que por la exaltación se baja y por la humildad se sube».

La misteriosa exaltación de la cruz celebra pues la gloria de la humildad y del sacrificio que el Sagrado Vidente contempló y por eso escribió que había visto en medio del trono «un Cordero que estaba de pie y degollado». Pues ¿qué otro trono misterioso podría contemplar el Apóstol sino la cruz, en la que el Cordero que borra los pecados del mundo está de pie y al mismo tiempo degollado? La cruz es también el trono de su eterna gloria en el que Nuestro Señor quiso aparecer soberano y de pie, y al mismo tiempo tan humilde como un manso cordero que se ha dejado llevar al matadero para la vida de todos.

San Benito estableció en su Santa Regla que «desde el catorce de septiembre hasta el principio de Cuaresma, coman siempre los hermanos a la hora nona». Juzgaba así, el Santo Patriarca que desde que la Santa Cruz ha sido exaltada, la hora nona es la hora más prudente para nutrirnos de la humildad del Cordero y de reanimarnos para seguirlo a la gloria. Porque, como enseña un Maestro, «el celo de los Apóstoles, la fortaleza de los mártires, la constancia de los confesores, la pureza de las vírgenes, se nutren y alimentan de la sangre de Jesús».

Tú, Señor, glorioso y humilde, muestras a todos tu clemencia. Tú que en Nazaret, antes de manifestarte a los hombres por tres años, viviste tres décadas de vida oculta, orando y trabajando en silencio, consumiendo en el dolor tu amor obedientísimo a la voluntad del Padre. Tú nos has llamado al humilde trabajo de cargar cada día la cruz contigo. En nuestro camino al coro, al refectorio, en las lecturas santas de cada día, en el trabajo manual cotidiano, cargamos contigo la cruz. Así, contigo bajo el peso de la cruz, nos libras de ser paja que el viento del vicio arrebata. 

Tú Señor, nos llamas no sólo a cargar tu cruz cada día. Has querido atraernos hacia ti también en tu exaltación. Y para sostener nuestra flaqueza has puesto en ti y en tu cruz los misteriosos clavos y la lanza. En el clavo de tus pies nos muestras tu heroica firmeza en el abandono, tu profunda obediencia a la voluntad del Padre. Y nosotros aprendemos que la cruz es nuestra tierra prometida. En ella, estables en la obediencia, echamos raíces y fructificamos para tu reino. Ya desde el pesebre, ya en los tiernos brazos de María, tus manos diminutas rebosaron maravillas. Toda la clemencia del cielo cupo en tus manos que bendijeron y sanaron a todos. Y al consumar tu sacrificio, tus benditas manos vacías de todo poder mundano y de las vanas riquezas, se llenaron con los clavos de tu desapego y de tu preciosa pobreza. Así aprendemos que la cruz es nuestro poder y nuestro tesoro, donde ha de estar nuestro corazón. «Nos autem gloriari opportet in cruce Domini nostri Jesu Christi:  in quo est salus, vita et resurrectio nostra: per quem salvati, et liberati sumus». Abrimos por eso nuestras manos con los clavos de tus manos para no aferrar nada que no sea tu cruz y el don de tu gran misericordia. Tú Señor, desde tu encarnación y en tu nacimiento, en el pesebre, con cada latido, con cada respiro, embriagaste el corazón del Padre con una armonía aun más perfecta que las sublimes armonías celestiales. Y ya desde entonces, tu pecho y tu pequeño corazón eran el sagrario de los más excelsos misterios y la morada de la más pura caridad. «Señor, tú lo sabes todo». Sabes bien que no soy digno de reclinarme sobre tu pecho y escuchar los misteriosos arcanos de tus designios divinos. Abre el sagrario de tu perdón, y acoge la voz de mi corazón que junto con la del ladrón se levanta en lo secreto de tu sacrificio y te dice: «Iesu, memento mei, cum veneris in regnum tuum». Permíteme, en la noche y la duda del alma, mientras duermes el misterioso sueño de tu gran paciencia y compasión, tocar a tu puerta, para recibir no la dura piedra de tu ley, sino los panes de tu misericordia, de tu indulgencia y tu perdón. Porque es de noche, pero tú eres mi amigo. Tú, que al ser atravesado por la lanza nos diste la llave del sagrario más excelso, tú nos muestras que la lanza es misteriosamente también la voz del corazón arrepentido que en lo secreto desciende de la arrogancia del pecado para elevarse hasta tu costado e implorar que abras para nosotros la puerta de tu misericordia, «Nobis quoque peccatoribus», confesando que somos pecadores y que tú has pagado con tu cruz lo que justamente merecemos por nuestra acciones, tú benefactor de todos, que ningún mal has hecho. Pastor bueno, acuérdate de este día, que tú hiciste, consagrado con tu gloriosa exaltación. No tengas en cuentas mis pecados, oh Bueno, y guíame por los senderos de la vida, para que tu pueblo se alegre contigo. Consérvame perpetuamente, oh Santo, en el honor de tu santo servicio y en el temor de tu Nombre, tú que brillas sereno, inmortal y glorioso, por los siglos de los siglos.

martes, 15 de agosto de 2023

"Domine, dilexi decorem domus tuæ et locum habitationis gloriæ tuæ"

La Escritura nos enseña que Dios habita una luz inaccesible. Y es que en el principio, cuando dijo Dios: «Que exista la luz», fue creada la luz espiritual, que es la creatura angélica. Los ángeles participan de la eternidad de Dios, y desde que fueron creados se adhieren a la beatitud de Dios con el afecto de una dulce y bienamada contemplación. Su único deleite es Dios, y gozan de su misterio con perseverantísima pureza. A esto se refiere el salmista cuando dice: «Dios mío, qué grande eres. Te vistes de belleza y majestad, la luz te envuelve como un manto». Es que Dios inhabita eternamente con la luz de su felicidad la ciudad santa que son los ángeles. Ellos contemplan las delicias de Dios sin el hambre del que busca el pan entre las piedras. Y nosotros, que peregrinamos bajo la inclemencia de los tiempos, nuestra alma tiene sed de Dios, del Dios vivo. Las lágrimas son nuestro pan, mientras buscamos a Dios y anhelamos habitar en esa casa sagrada en que los ángeles, como una tierna madre, nos harán gustar el cálido afecto y la dulzura de las delicias de Dios. Los ángeles son la casa de Dios, su ciudad santa. Cada uno es un castillo de interioridad, una torre elevada para alcanzar misterios, una muralla sólida, una fortaleza. Con toda verdad el salmista canta: «Domine, dilexi decorem domus tuæ et locum habitationis gloriæ tuæ», «Señor, yo amo la belleza de tu casa, el lugar donde reside tu gloria». Tú, Señor, muchas veces me has enviado tu ángel, que como desde una torre altísima me ha hecho vislumbrar desde lejos tus sagrados misterios. Porque mandas tus ángeles para que nos guarden en tus caminos y como con alas invisibles protejan tu obra en nosotros, abriéndonos las ventanas de tu ciudad santa para llenar los ojos del alma con la claridad de la esperanza. «Señor, yo amo la belleza de tu casa, el lugar donde reside tu gloria».

Tú, Señor, me has permitido ver la luz de este mundo portentoso. Desde niño iluminaste y protegiste mi vida con el amor seguro de una pequeña familia creyente y fiel. Mis padres me guiaron por las vías de la fe. Y alegraste mi mirada con el plumaje de tus pájaros, los juegos de tus peces, la belleza de tus flores, la suavidad de tus creaturas. La cuidadosa mirada de mi madre me enseñó a ver todas estas cosas. Tú, Señor, has hecho resonar por todo el orbe de la tierra la voz de tu melodía que canta: «Ecce quam bonum et quam iucudum habitare fratres in unum», «Vean qué bueno y qué alegre que habiten los hermanos unidos». Con toda verdad enseña el bendito Agustín que pronunciaste esta voz tuya y «se animaron los hermanos que querían vivir unidos. Este verso fue trompeta para ellos». Así creaste los monasterios como tu casa y ciudad santa, fortificada por la bondad y la alegría de permanecer en la unidad. Tú, Señor, también me hiciste oír tu voz. Y, cuando era apenas un muchacho y no sabía hablar, mis padres me condujeron para habitar en tu casa—tú, Señor, que nunca olvidas a nadie, no te olvides de sus lágrimas y de sus manos vacías cuando volvían a casa—. Ya entonces «amé, Señor, la belleza de tu casa, el lugar donde reside tu gloria». Guardé en mi memoria tu alabanza para que tú, Señor, no olvides mis plegarias. Amé tu sagrado servicio y la solemne belleza de tu santa liturgia. «Memento mei, Deus meus, pro hoc». La suavidad de tu yugo me dio hermanos y una regla de vida según el espíritu de san Benito. A ti te confiesa mi alma, más con lágrimas que con letras y voces. Yo fui tu amigo, tu confidente, tu profeta. Adornaste mi mente y mi palabra con el sagrado carisma de enseñar, y me concediste un lugar entre los que narran la gloria de tu Verdad. Tú, Señor, que con el fuego de la caridad haces de muchas almas una sola, en tu magnanimidad has iluminado mi mente con la claridad de tantos maestros y maestras, y has llenado mi corazón con el afecto de amigos y amigas, peregrinos de la misma aventura de la vida, del amor y de la fe. Guárdalos siempre en el temor de tu nombre y líbralos con la ternura de tu bondad.

Cuando descendiste, Señor, por el misterio de tu encarnación y de tu nacimiento, hiciste de María Virgen tu ciudad santa, construida en lo alto del monte de los ángeles. Porque la altura espiritual de la Soberana irreprensible no conoce la bajeza del pecado. Ella no mereció el dolor porque en ella jamás hubo mancha de pecado. Sin embargo, ella es una torre de fino y alargado marfil y también una hermosa torre con los escudos de mil héroes. Así nos muestra la Sapientísima Maestra que la altura del blanco dolor es la misma que la altura de la gloria del heroico amor puro. En cuántas noches oscuras, la lámpara encendida de la Virgen prudentísima ha brillado como una ciudad construida en lo alto del monte del dolor y del amor, para llenar mis ojos de consuelo y esperanza. 

Tú, Señor, con tus trabajos y tus fatigas, con tu predicación y tus largas horas de camino, y toda tu vida entregada a la salvación de los pecadores, sembraste tu palabra en el campo del mundo y plantaste la viña de tu reino. Pusiste en mis manos por el don del sacerdocio el pan de tu cuerpo y el vino de tu verdadera sangre. Admite a la mesa de tu reino a todos los que has alimentado con tu gracia por mis manos.

Tú has dicho que «las zorras tienen madrigueras y los pájaros, nidos», pero tú no tienes donde reclinar la cabeza. En tu agonía y tu pasión, en medio de tus crueles angustias y tu desamparo, abandonado en todo a la voluntad del Padre, hiciste de la cruz tu última morada terrena y anidaste en ella rodeado de las espinas de nuestras maldades. En el nido de nuestra crueldad reclinaste tu santa cabeza para entregar, con tu muerte, el Espíritu que da vida, e hiciste brotar del umbral abierto de tu sagrado corazón, la sangre de tu gran misericordia y el agua viva de tu perdón. «Tú lo sabes todo». Sabes que no soy digno de habitar en tu ciudad santa, en la luz inaccesible de miríadas de ángeles, en la asamblea de los primogénitos inscritos en el cielo. Ábreme, pues compasivo el umbral de tu sagrado corazón, en el que acogiste el llanto de Pedro arrepentido, en el que absolviste a los pecadores que llamaste para que te siguieran. Porque también yo amo, Señor, la belleza de ésa tu casa, donde también reside escondida tu gloria, la gloria de tu misericordia y de tu perdón. «Domine, dilexi decorem domus tuæ et locum habitationis gloriæ tuæ». Dame la humildad y la paciencia, el don de perseverar en el umbral de tu compasión, porque es de noche y eres mi amigo, y toda mi esperanza no está sino en la grandeza de tu misericordia. Concede, pues, benigno que podamos encontrarnos un día todos juntos, forasteros bienaventurados, amparados en tu casa, en el claustro de tu perdón, y bendecidos por la voz del divino amor que nos dice: «Hodie mecum eris in Paradiso», «Hoy estarás conmigo en el paraíso».

Pastor bueno, acuérdate de este día, que tú hiciste, consagrado con la gloria de la asunción de la prudentísima e incontaminada Virgen Madre, reina de tu casa. No tengas en cuentas mis pecados, oh Bueno, y guíame por los senderos de la vida, para que tu pueblo se alegre contigo. Consérvame perpetuamente, oh Santo, en el honor de tu santo servicio y en el temor de tu Nombre, tú que brillas sereno, inmortal y glorioso, por los siglos de los siglos.