domingo, 27 de octubre de 2024

«Rabboni, ut videam»

Dominica XXX per annum

 

Era una hermosa noche de otoño, de esas en que la luna resplandece y blanquea todas las cosas que la noche había decidido ennegrecer. En noches como esa, suelen nacer las hadas. Y así sucedió aquella noche. En un gran jardín mágico, lleno de plantas misteriosas, de perfumadas flores nocturnas, entre arrullos de grillos y serenatas de pájaros nocturnos, las hadas comenzaron a nacer. Algunas hadas cuando nacen están llenas de misterio y es muy difícil saber qué será de ellas. Otras nacen envueltas de obviedad, como el hada dramática, que ya desde que nace hace todo un drama.

En aquella tarde de otoño nació un hada misteriosa. Las hadas cuando nacen son invisibles, pero quien las mira por primera vez, las llena de color. Por eso las hadas lo primero que hacen al nacer es buscar miradas inocentes, limpias, llenas de sueños, de magia y de ilusiones.

Cuando nuestra hada nació nadie la vio. Ni sus padres, ni sus hermanas. Ni siquiera Doloritas, la gatita chismosa del vecindario que no se le escapa nada. Nadie la vio. Y por eso en casa era un hada invisible. Pronto llegó el tiempo en que nuestra hada tenía que ir a la escuela, y sus padres ansiaban este momento porque pensaban que en la escuela la pequeña hada adquiriría un poco de color y pronto sabrían qué sería de ella. ¿Se dedicaría acaso a la política o a los negocios? ¿Sería un hada que volaría alto hasta convertirse en aviadora?¿O sería tal vez un hada de la música, del rap, del reggae?

Cuenta una Maestra que nuestra pequeña llegó a la escuela con una gran mochila bastante anticuada que sus padres le pusieron para llenarla de útiles escolares. Se sentía muy nerviosa, y pronto también sintió que ya no era invisible. En el recreo, sus compañeras y compañeros comenzaron a jugar a contarse secretos. Cada uno hablaba a la oreja del otro dándole calor y haciéndole cosquillas con sus palabras, y se reían tapándose la boca, como si temieran que el secreto se les escapara junto con sus risas. La pequeña hada esperó a que alguien le contara un secreto, pero nadie se fijó en ella. Luego comprendió que en realidad todos se fijaron en ella, y en su mochila anticuada y se reían de ella.

Regresó a casa y se metió a la regadera. Sintió que otra vez era invisible y eso le dio tranquilidad. Aunque ahora sus papás discutían sobre el costo de los útiles escolares y de tantas cosas con que la pequeña llenaba su mochila. 

Al día siguiente volvió a la escuela. Un pequeño se acercó a ella y le pidió prestado un lápiz. Ella pensó que este favor sería la gran oportunidad para comenzar una bella amistad. Rápidamente sacó el lápiz de su mochila, con un sacapuntas lo afiló y se lo entregó al pequeño con una gran sonrisa. Llegó la hora del recreo y nuestra pequeña hada salió solitaria y nerviosa a tomar su desayuno. Sentía todavía el eco de las risas de los demás y algo le hacía pensar que se seguían riendo de ella. Cuando regresó al salón, algo la llenó de malestar. En su cuaderno la habían dibujado como si fuera una mosca, rodeada de manchones, de insultos y de burlas por ser un hada que no tenía color. Su mente voló al lápiz prestado. Hubiera querido nunca haberlo sacado de su mochila. 

Volvió a casa, se metió a la regadera, y volvió a ser invisible. Sus padres sólo discutían del tamaño de su mochila, de todas las cosas que tenían que comprar para llenarla y de los costos de la escuela. 

Otro día, la pequeña fue a la escuela. Llevaba una cantimplora llena de jugo de frutas. Cuando la vieron sus compañeros, le arrebataron la cantimplora. Trató de armarse de valor para recuperarla, pues pensaba que si la perdía, perdería una gran batalla de vida. Sus padres la reprenderían por perder una de las tantas cosas con que llenaba su mochila. Se abalanzó contra el compañero que tenía la cantimplora, pero éste se la arrojó al otro, y cuando ella trató de quitársela, éste se la pasó al otro. Con la voz que ella sintió la más ridícula que había oído, gritó: «Quiero mi cantimplora». Y el eco burlón la arremedó. El compañero que la tenía la destapó, la probó, hizo un gesto de desagrado y y el resto lo vació encima del hada. Todos se rieron de ella y aseguraban que la pequeña hada se había hecho pipí. Llegó a casa de nuevo, se metió a la regadera, se hizo invisible otra vez, y se dispuso a escuchar los regaños de sus padres por haber manchado el uniforme. Así pasaron algunos meses.

Un día en que iba de regreso a casa la pequeña hada ya no pudo más. Su mochila era tan grande que no pudo cargar con ella. Esa noche sus padres se dieron cuenta que su mochila no estaba allí, estorbando como siempre. Y preguntaron en la escuela si sabían algo de ella.

Salieron a buscarla y la encontraron tirada en el camino, aplastada por su enorme mochila. Como no la podían sacar, alguien propuso vaciar primero la mochila. Estaba tan retacada que con mucha dificultad la loraron abrir. Sacaron primero el lápiz, afilado y doloroso. El cuaderno pesaba por las burlas y los manchones. La cantimplora estaba llena de lágrimas. En casa la pequeña hada era invisible. Sus padres sólo veían su mochila. En la escuela, en cambio, nadie veía su mochila y todo lo que cargaba.

Queridas amigas, queridos amigos: en nuestro camino de vida todos somos invisibles. Buscamos el color que nos da la mirada de los demás, la sonrisa de nuestra madre, el reconocimiento de nuestros padres, la ternura de nuestros abuelos, la admiración de las personas que nos aman. Pero también recibimos miradas que matan, miradas que no ven, miradas que lastiman, miradas que despellejan o que nos arrancan más de lo que podemos o queremos dar. El ciego Bartimeo era también un hombre invisible. Sólo su manto de mendigo lo hacía visible a los demás. Cristo en su humillación, ha arrancado el velo de nuestra tiniebla, la oscuridad que nos impidió reconocerlo y amarlo como hermano. Nos ha devuelto la vista como capacidad de ver y la vista como paisaje. En su Pasión, al rasgar el velo del templo nos ha recordado que debajo de la mochila del corazón, debajo del manto de nuestra indigencia estará siempre él. 

«Por esta razón», enseña el Santo Padre Francisco, «viendo cómo se suceden nuevas guerras, con la complicidad, tolerancia o indiferencia de otros países, o con meras luchas de poder en torno a intereses parciales, podemos pensar que la sociedad mundial está perdiendo el corazón. Bastaría mirar y oír a las ancianas —de las distintas partes en pugna— cautivas de estos conflictos devastadores. Es desgarrador verlas llorando a sus nietos asesinados, o escucharlas desear la propia muerte porque se han quedado sin la casa donde han vivido siempre. Ellas, que muchas veces han sido modelos de fortaleza y resistencia a lo largo de vidas difíciles y sacrificadas, ahora que llegan a la última etapa de su existencia no se les ofrece una merecida paz, sino angustia, miedo e indignación. El recurso de decir que la culpa es de otros no resuelve este drama vergonzoso. Ver llorar a las abuelas sin que se nos vuelva intolerable es signo de un mundo sin corazón». 

El mundo se ha quedado ciego. Y por ello, al preguntarnos hoy el Señor «¿Qué quieres que haga por ti?» Deseosos de la luz de la fe que nos salva hemos de suplicarle: «Maestro, que pueda ver». «Que pueda ver al pequeño que nadie vio, a la mujer que llora enmedio de la guerra, al que pide limosna al lado del camino. Porque el mundo se ha vuelto ciego, Maestro, concede que podamos verte».

sábado, 19 de octubre de 2024

«Nam et Filius hominis non venit, ut ministraretur ei, sed ut ministraret et daret animam suam redemptionem pro multis»

Dominica XXIX per annum

 

La claridad del palacio era radiante. Gran majestad y belleza ennoblecían cualquier espacio en donde uno pusiera los ojos. Una hermosa arquitectura regía la presencia del gran palacio en el corazón del reino. El gran rey gobernaba con firmeza y arrogancia, y el pequeño príncipe se preparaba para llegar a ser también él un rey poderoso. El pequeño príncipe había nacido rodeado de esplendor, de lujos y comodidades. Su cuna había sido diseñada con tal gracia e ingenio que por las mañanas el príncipe podía ser acariciado por los rayos del mismísimo sol y por las noches era arrullado con una silenciosa coreografía de estrellas. Los jardines de sus juegos eran un mix & match de elegante tecnología y de fauna exótica: el príncipe podía recorrer los jardines en un rarísimo camello verde inteligente, con activación por voz de los sistemas integrados, o podía viajar en un sofisticado triciclo movido por energías renovables. Esta avanzadísima tecnología ya había conseguido niveles inéditos de eficiencia y rendimiento, favoreciendo la mejor interacción humano-vehículo, combinado todo esto con un mínimo impacto ambiental. Si hay algún ingeniero por aquí, por favor tome nota.

En el reino de nuestro príncipe todo era perfecto. Sólo que una noche el príncipe sintió una especie de derrumbe en su corazón. Esa noche, un oscuro deseo no lo dejaba dormir, a pesar de los delicados parpadeos con que lo arrullaban las estrellas. Finalmente se quedó dormido pero el deseo seguía allí. Y comenzó a soñar que era un terrible rey que regía grandes ejércitos. Que sus ejércitos iban a la guerra, saqueaban enormes ciudades, sembrando destrucción y enojo, y que sus soldados acarreaban grandes tesoros, cajas de juguetes arrebatados a otros niños. Que asaltaban escuelas para apoderarse de loncheras y lápices de colores. Y todo eso lo guardaba en un cobertizo de su palacio, dejando al mundo sin sueños, sin magia, sin ilusión, sin color.

De repente un gran terremoto comenzó a sacudir el palacio. El pequeño príncipe convertido ahora en un gran rey malo, no sabía cómo escapar, pues todo el palacio estaba invadido de juguetes y golosinas que sus soldados no cesaban de traerle como tributo de guerra. Todo se derrumbó. Dicen que cuando despertó el pequeño príncipe, estaba en el suelo con un enorme libro abierto como tienda de campaña encima de él. Con fatiga logró salir de debajo del libro. Se talló los ojos como para ver con mayor claridad y no lo podía creer. Estaba en una gran biblioteca, probablemente la biblioteca de la vida, allí donde cada historia, cada biografía, es un cuento. Y su  cuento lleno de ambiciones, de arrogancia, de malos tratos y prepotencia, se había caído del librero por el peso de su maldad y ahora nuestro príncipe tenía la oportunidad de cambiar su historia. Es que en la biblioteca de la vida, los libros que se derrumban son una oportunidad para que sus personajes busquen un cuento mejor. Cuando lo comprendió, el pequeño príncipe intentó regresar a su cuento, pero sus propios soldados oprimidos, hartos de su maldad, le impidieron el paso. El pequeño príncipe oyó los pasos cansados y arrastrados de alguien que creyó que sería el bibliotecario y quiso esconderse a toda prisa. No sabía en qué historia meterse. ¿En una novela criminal? Ni pensarlo. Terminaría en la cárcel. ¿En un libro sobre la evolución? Menos. Dicen que la mayoría de los dinosaurios eran herbívoros, y a él no le gustaba ni el brócoli ni las espinacas. Oyó de nuevo los pasos del bibliotecario y sintió miedo por no estar en su propio cuento, así que se le ocurrió lo que a cualquiera se le hubiera ocurrido, esconderse en la Biblia. ¡Claro! Había oído que la Biblia, era un libro abierto, en el que se podía habitar sin temor a ser rechazado. Y entró en ella. Allí estaba Jesús, el Maestro, enseñando a sus discípulos: «Ya saben que los jefes de las naciones las gobiernan como si fueran sus dueños y los poderosos las oprimen. Pero no debe ser así entre ustedes. Al contrario: el que quiera ser grande entre ustedes, que sea su servidor, y el que quiera ser el primero, que sea el esclavo de todos, así como el hijo del hombre, que no ha venido a que lo sirvan, sino a servir y a dar su vida por la redención de todos».

Todo le pareció muy claro al pequeño príncipe. Claro como los rayos del sol que bañaban su cuna cada mañana cuando era más pequeño. Pero no quiso comprender lo que el Maestro decía. Pensaba en su corazón: «Así somos todos. Decimos cosas muy bonitas, pero amamos más la belleza de nuestra ambición, el placer de oprimir a los demás, de pararnos encima de ellos, de ganar algo con sus pobres vidas». Y decidió pasar las páginas para ver en qué acababa la historia. Entró en una página del evangelio, casi al final, y lleno de temor contempló al Rey y Maestro, lavando los pies de sus amigos, lavando el corazón de sus hermanos, lavando con su sangre en la cruz la maldad y la ambición del mundo entero. El Maestro no sólo adornó con su palabra la grandeza de su última cena, la nobleza de su última oración en un humilde huerto de olivos, la dignidad de su pasión y de su cruz. Su enseñanza no era una historia vacía, una palabra salida de cualquier libro de la biblioteca de la vida. El Maestro había unido a su palabra su sufrimiento, su dolor hasta la muerte, y su servicio.

Con toda sabiduría enseña San Agustín que «también buscaban ciertamente la gloria aquellos discípulos que querían sentarse el uno a su derecha y el otro a su izquierda; miraban adónde querían llegar, pero no veían por dónde. El Señor los devolvió al camino para que llegasen con orden a la patria. La patria es alta, y el camino, humilde. La patria es la vida de Cristo, y el camino, la muerte de Cristo. La patria es la morada de Cristo, y el camino, la pasión de Cristo. El que rehúsa el camino ¿por qué busca la patria?»

Y yo te digo que si también tú quieres que el Señor te conceda sentarte a su derecha o a su izquierda en su gloria, has elegido ya la mejor parte. Pero no has elegido aún el camino, si piensas que llegarás a ella por la arrogancia y la opresión. Cambiemos pues nuestra historia y ascendamos a la patria, al reino de los cielos por el amor y el servicio.

domingo, 6 de octubre de 2024

"Ad duritiam cordis vestri scripsit vobis præceptum istud"

Dominica XXVII per annum

 

Hubo en una ocasión en un gran bosque un pequeño escarabajo. Como a todos en su familia, desde muy pequeño le gustaba jugar con lodo. El lodo era para él la vida. Y, bueno, en su familia había todo ingenieros, arquitectos y arquitectas, constructores, todos expertos y expertas en el gran arte de construir con lodo. Nuestro pequeño escarabajo nació, como todos los escarabajos, con una luz interior. Esa luz hacía que sus alas brillarán de colores metálicos verdes y azules cuando estaba feliz. Esa luz le hacía caminar seguro, con sus pasitos monstruosos, incluso en los más oscuros laberintos de la tierra. Y le hacía soñar con edificar grandes castillos de adobe, magníficos palacios de firmes ladrillos, tal vez hasta pirámides o por lo menos casas muy prácticas y bien construidas, cálidas en invierno y frescas en verano.

Nuestro escarabajo era feliz, como suelen serlo todos los escarabajos, hasta que una mañana algo tremendo sucedió. Había oído hablar de unos monstruos grandes y robustos con una fuerza descomunal, feos y grotescos, crueles y desalmados, pero pensaba que solo existían en las películas de terror. Sin embargo, esa mañana, tenía delante de sí a uno de ellos. Apenas si pudo tallarse los ojos con sus negras patitas, como para decir: «tú no existes, eres un invento de las películas», cuando el monstruo ya lo tenía sujeto por las alas. Luego comenzó la tortura, el terrible monstruo tomó un cordel, lo ató a una de las patitas de nuestro escarabajo, y comenzó a correr aquí y allá, obligándolo a volar como si fuera un helicóptero. Parecía un endemoniado. Las horas transcurrieron interminables, y cuando por fin el monstruo se sintió agotado, y abandonó al pequeño escarabajo, éste corrió a esconderse en el fango. Y mientras trataba de cortar el cordel, de repente escuchó a una turba endemoniada de monstruos que al parecer lo estaba buscando para seguir jugando con él. Desde ese día, nuestro escarabajo sintió que su dura coraza se había agrietado, y algo del lodo en el que había crecido comenzó a filtrarse en su interior, formando otra coraza aún más dura pero alrededor de su corazón. La luz que lo guiaba desde pequeño cada vez tenía más dificultad para salir al exterior.

Una tarde en que trabajaba frenético en la construcción de un búnker, un pequeño frasco cayó junto al letrero que decía: «Prohibido el paso. Solo personal autorizado». Y el único autorizado era él. Molesto se acercó a ver qué era y con sorpresa descubrió que en el frasquito había algo parecido a un hada. Práctico y bruto como él era, abrió el frasquito, y un bicho raro salió. No era un hada. Era una especie de avispa desaliñada y bastante traqueteada por la vida. «Y tú qué haces aquí». Enojada, la rarita le aclaró: «Soy una luciérnaga». «Sí, claro y yo soy un meteorito incandescente—respondió nuestro escarabajo—. Y entonces ¿por qué tan apagadita?» La pobre luciérnaga le contó que una noche hermosa fue capturada por esos terribles monstruos que invaden los patios en las noches serenas, y fue puesta en un frasquito. Los monstruos querían tener su luz para ser más monstruosos y la pellizcaron tanto que terminaron por apagarla. Cuando ya no brillaba más, la encerraron en el frasquito y lo arrojaron al fango.

Esa tarde se quedaron juntos, el escarabajo y la luciérnaga, en el búnker que el escarabajo estaba construyendo. Y muy pronto se dieron cuenta de algo que tenían en común, o más bien que no tenían. Los dos habían perdido la luz. Al día siguiente comenzó su rutina. Nuestro escarabajo se levantó muy temprano para ir al gimnasio. Se acomodó en un banco inclinado y con todas sus fuerzas y la mejor técnica comenzó sus series de repeticiones con tres barras al mismo tiempo. Es que los escarabajos tienen seis patas. Ella en cambio, comenzó una delicada rutina de ballet, recordando los mejores pasos de sus espectáculos nocturnos. Al desayuno el escarabajo llevó a la mesa zanahorias, betabeles y otras verduras saludables que sacó de debajo de la tierra. Pero la luciérnaga prefirió un buen tazón de néctar espolvoreado con polen alto en proteína. La jornada de trabajo comenzó y nuestro escarabajo se empeñó a construir un gran túnel más para su búnker. La luciérnaga en cambio comenzó a decorar los espacios interiores. A veces le parecía a nuestra luciérnaga que el escarabajo era un poco cabeza dura, y a él le disgustaba que ella buscara llamar tanto la atención. Por las tardes nuestro escarabajo se retiraba a la soledad, se acomodaba en su sillón, se ponía sus anteojos, y se concentraba en leer libros maravillosos que, como el túnel de su búnker, lo transportaban a un mágico mundo mejor. A nuestra luciérnaga, le disgustaban esas horas porque sentía que no le hacía caso, y aburrida se ponía a amasar pasteles. Sabía que, una vez en el horno, el aroma del pastel haría que el escarabajo volviera del mundo de esos libros para pedir información en la cocina acerca de lo que se horneaba e informar de qué tamaño quería su rebanada. A veces nuestro escarabajo sentía que la luciérnaga volaba demasiado rápido, quería un hogar, más que un búnker, quería flores, jardín, amigos, invitados, una familia. Él prefería estar solo con su dura coraza, su arduo trabajo, y sus rutinas de gimnasio. Eran tan diferentes. Pero lo único que tenían en común era que a los dos se les había apagado la luz, y cada día y cada noche se tenían el uno al otro para tratar de encenderla de nuevo. Hasta que un día nuestro escarabajo notó que algo de la coraza de su corazón comenzaba a agrietarse, y a dejar pasar de nuevo la luz interior.

Queridas amigas, queridos amigos. Cuando a Cristo, el maestro, le preguntaron si le es lícito a un hombre divorciarse de su esposa, preguntó acerca de lo que prescribió Moisés y les aclaró: «Moisés prescribió esto debido a la dureza del corazón de ustedes». Con razón un maestro dice que «a veces la única forma en que el buen Señor puede entrar en algunos corazones es rompiéndolos». Pero Dios no rompe el corazón como solemos hacerlo nosotros por la crueldad, el abandono, el rechazo, el tedio, la ansiedad. Dios no nos abandona ni nos rechaza. No se aburre de la monotonía de nuestros cuentos de pecados tan repetidos como muletillas. Tampoco siente ansia de adelantarlo todo, «ya para que se acabe». El buen Dios nos acoge como un buen niño. Somos su reino. Dios rompe algunos corazones conmoviéndolos con la fragilidad de alguien a quien hay que rescatar. Dios rompe algunos corazones cuando quebranta el silencio porque hay que escuchar su estallido. Porque él mismo se ha roto en el servicio, Dios se ha roto en la compasión, se ha roto en la generosidad de su corazón traspasado. Y nadie que quiera ser su imagen puede no estar roto por el amor. Por eso será él quien nos examinará un día: «Muéstrame tus manos. ¿Tienen cicatrices de dar? Muéstrame tus pies. ¿Están heridos en el servicio? Muéstrame tu corazón. ¿Has dejado un lugar para el amor divino?» Queridas amigas, queridos amigos, «a veces la única forma en que el buen Señor puede entrar en algunos corazones es rompiéndolos». Sólo así seremos su imagen, la imagen del amor que en la noche del mundo ha echo estallar su lámpara de barro para incendiar otros corazones que se habían quedado sin luz.


domingo, 29 de septiembre de 2024

"Sed sunt sicut angeli in cælis"


In solemnitate Sancti Archangeli Michäelis, Gabrielis et Raphäelis

 


Ya era tarde. La llave desde fuera dio la segunda vuelta en la cerradura de la carpintería. Por hoy el viejo carpintero daba por terminado su trabajo. Dentro de la carpintería se quedaba todo pendiente. Las virutas dispersas en el suelo. Las herramientas más o menos ordenadas. Muchos trabajos por terminar, y muchos sueños y proyectos esperando su turno para saltar entre las manos amables del carpintero y el metálico rigor de sus herramientas hacia el mágico mundo de la realidad.

Una caja que apenas estaba tomando forma se puso a conversar con un cajón. El cajón le aseguraba que pronto estaría lleno de cosas importantes, probablemente en la alcoba de una hermosa princesa, en la oficina de un gran banquero, o en el escritorio de un maestro brillante. Es que él ya estaba casi terminado. Ya se veía, entrando y saliendo para ofrecer cosas importantes, joyas, alhajas, sellos, reglas, gises, ¡qué sé yo!

Y nuestra caja pensó que tal vez ella, cuando estuviera terminada también sería un cajón lleno de cosas importantes. Todavía estaba terminando de pensarlo, cuando ya el cajón tenía listas las palabras exactas para sobajarla, esas palabras de cajón que embonaban muy bien con la ocasión: «Lástima que tú nunca serás un cajón, eres demasiado delicada para eso. Las cosas importantes son de gran peso, ¿eh?... Debilucha». Nuestra caja se sintió, pues, vacía. De cosas y de sentido.

Una gran caja entonces le habló: «¿Se puede saber por qué estás triste, pequeña cajita?» A lo que nuestra caja respondió: «No lo sé, me siento vacía». «Espera, espera—se apresuró a decir la gran caja—, no te sientes vacía: estás vacía, ja,ja,ja,ja,ja. Pero vamos, eso no tiene importancia». Nuestra cajita le contó a la gran caja el incidente del cajón, y ésta trató de consolarla: «Vamos, no seas tan sensible, ni que fueras de cristal. Ese cajón es un pesado, pero lo que no sabe es que no viajará tanto como yo. Los cajones como él llevan una vida muy sedentaria, encerrados en su trabajo lo más que recorren son unas decenas de centímetros para entrar y salir. Yo en cambio, soy una caja mensajera, y viajaré por todo el mundo». «¿Una caja mensajera? ¿Cómo así?—replicó sorprendida nuestra cajita—, había oído de palomas mensajeras pero no de cajas mensajeras». La gran caja respondió entusiasmada: «Nosotras somos grandes cajas que la gente utiliza para enviar cosas por el mundo. Viajamos de un país a otro en grandes aviones, poderosos barcos, trenes parsimoniosos, y en grandes camiones con música de banda. Los comerciantes y mercaderes nos esperan con emoción, siguen nuestro recorrido por el mundo, y aguardan nuestra llegada». Nuestra cajita ya estaba imaginándose con su pasaporte, viajando por el mundo, pero, como si le leyera el pensamiento, la gran caja se apresuró a borrarle los sellos de sus ilusiones: «Lástima que tú no puedas ser una gran caja viajera. Verás, nuestro mundo es muy rudo. Unas cajas viajamos encima de otras, sin importarnos mucho la incomodidad del peso. Pero tú eres tan... ¿cómo decir?... Delicadita... Que si estiban una caja de mis dimensiones sobre de ti, quedarás convertida en aserrín, ja,ja,ja,ja,ja. Pero..., no te preocupes... Si no te barren y alguien junta el aserrín y lo comprime, tal vez un día puedan hacer de ti una caja de verdad».

Nuevamente nuestra caja se sintió vacía. Un gato saltó de un pequeño cajón blanco. Y el cajón le preguntó a nuestra caja: «¿Por qué tan triste? ¿Te sientes mal? ¿Estás enferma?» Todavía estaba nuestra caja pensando quién era el cajón blanco, cuando, como si le leyera el pensamiento, el cajón explicó: «Soy el cajón del veterinario. Por ahora gatos y ratones entran y salen de mí, pero llegará un día en que huirán de mí, ya lo verás, pues sólo guardaré amargos medicamentos, dolorosas jeringas, frascos de inyecciones, asquerosas pastillas desparasitarantes e incómodos collares antipulgas... En fin, todo aquello que te hace sentir fatal, para que te sientas mejor». Y estaba a punto de decir que a ella también le gustaría curar a la gente y a sus amigos, cuando el gatito volvió al cajón para contiuar con su larga rutina de sueño y el cajón blanco volvió al silencio como por respeto al gato.

Se hizo de noche. Y nuestra caja sentía miedo de quedarse vacía para siempre, como el oscuro taller del carpintero. Pero de pronto una débil y hermosa luz hizo resplandecer la vacía oscuridad con su debilidad. Era un hada, la misteriosa asistente del carpintero, que se encargaba de llenar de magia, lo que con sus manos y sus herramientas el carpintero hacía vacío. Es que todos los carpinteros sólo construyen el vacío. La magia la pone esa misteriosa hada. 

Se acercó el hada a nuestra caja, y la miró complacida: «Está casi terminada», pensó. La acarició con sus manos, pero no quiso llenarla con nada. Más bien puso en ella seis cuerdas. Nadie sabe si para impedir que entrara algo en ella y perturbara el vacío, o más bien para no dejar que el vacío se escapara de ella. Lo cierto es que las seis cuerdas estaban allí, en la entrada de la caja. 

A la mañana siguiente, cuando la llave giró la cerradura dos veces. El carpintero corrió a acariciar el milagro. Comenzó a rasgar las cuerdas, y su sonido muy pronto se convirtió en melodía, en música, en canción. Y nuestra caja, se convirtió en guitarra. Comprendió que ahora ella guardaba cosas importantes; comprendió que era una caja mensajera, y un cajón de medicina. Todo junto.

Queridas amigas, queridos amigos, hoy celebramos el misterio de los arcángeles de Dios. Es curioso, el evangelio nos muestra algo de lo que será también nuestro misterio compartido con el de los ángeles en el cielo: «No se casarán ni serán dados en matrimonio». Esto no significa que entre los ángeles no haya amor, ni que nuestra vida futura no sea una vocación de amor. Amaremos libremente a todas y a todos. Pero lo que habrá desaparecido es la necesidad de poseer para proteger. Ahora existe la institución matrimonial, porque el amor en el tiempo presente corre muchos riesgos, atraviesa grandes peligros. El matrimonio, la alianza cristiana, con la fuerza sobrenatural de su sacramento, es la caja robusta y firme que protege el amor, lo lleva a todas partes y lo sana. Pero en la vida futura, cuando el amor no correrá ya ningún riesgo, no requeriremos una caja protectora. Seremos, más bien, como los ángeles. Pues bien sabemos que existen las posesiones diabólicas; pero no existen las posesiones angélicas. Si la posesión diabólica resulta tan dolorosa y angustiante, tanta gloria y majestad del ángel, no la soportaríamos. El ángel no es carnal ni es posesivo. Ama, permítanme decirlo con palabras insensatas, ama como un instrumento musical a su música. Una música que a un tiempo es suya y no le pertenece. La mano divina toca el abismo de interioridad que es el ángel, y en él todo se llena. Resuena entonces la armonía más importante para el mundo, el mensaje del amor divino y de su belleza que es medicina para todo ser viviente. Con toda razón un Maestro cristiano se pregunta: «¿Cómo podremos cantar nuestro eterno agradecimiento a Dios, si no permaneciera en nosotros la conciencia y la memoria de lo que le debemos?» Así, en la vida futura, el abismo de cuanto somos, de cuanto hemos conocido y amado, será armonía, si es la mano de la caridad divina la que pulsa las cuerdas de nuestra historia. Que Dios nos conceda ser instrumentos vacíos por la humildad y el desapego, para llenarnos con la armonía de su amor, de su comunión. Y que podamos también nosotros conservar lo que vale a los ojos de Dios, llevar al mundo su palabra, y sanar el dolor de las almas.

martes, 10 de septiembre de 2024

«Dive, qui cælo rutilas ut astrum, mentium densas tenebras repelle»

 

 In solemnitate Sancti Nicolai a Tolentino

Se anunciaba un evento espectacular. Y es que todo en el cielo es espectacular. Pero la ocasión sería espectacularmente espectacular. Una gran lluvia de estrellas tendría lugar en una de las noches más oscuras de todo el año. Bella la estrella más bella había esperado tanto este momento. Nuestra estrella era una de esas tantas estrellas que nació como quien dice «con estrella» y ahora tenía la indiscutible oportunidad de lanzarse al estrellato. Sobra decir que el día en que Bella nació, el sol iluminaba intensamente y sus rayos la arroparon como con chambritas de luz. Muchos juguetes de resplandores ennoblecieron su cuna, que al mecerse por las noches hacía titilar su luz. Muchos corazones en la tierra, al verla parpadear y sonreir, desearon tenerla más cerca, que bajara a la tierra. Y la oportunidad de que así fuera por fin estaba en puerta. Una gran lluvia de estrellas se anunciaba como el espectáculo de la temporada más buscado en cartelera. Bella la estrella más bella sería con toda seguridad el número principal de esa noche. No veía la hora de recorrer la negra alfombra de tinieblas y brillar con mucha más luz que un diamante sobre terciopelo, bajo una llovizna de flashazos de cámaras y chismes de paparazzi. Es que a los famosos los ilumina el chisme, aunque al común de los mortales más bien nos oscurece.

Lo único malo es que Bella la estrella más bella ya no era tan luminosa como la noche en que nació. Le faltaba algo de la luz de la esperanza, pero ella no lo sabía. Algo de su luz había disminuido, tal vez desde que comenzó a utilizar grandes lentes oscuros y costosos abrigos y trajes de noche. Bella se había vuelto una estrella muy vanidosa. Todas las noches se miraba en la luna como si estuviera ante un espejo. Y creía que su resplandor era inigualable. Miraba con desprecio a las estrellas envejecidas, sin saber que eran las que tenían más seguidores en la tierra, porque su luz había viajado tanto, cargada de deseos. En las noches de luna llena, si alguna estrella elogiaba la grandeza luminosa de la luna, Bella la estrella más bella se apresuraba a decir: «Umm. Debería cuidar su figura. Está demasiado... llenita». Odiaba las noches nubladas porque las nubes la opacaban. Y no soportaba las noches en que un rayo pudiera iluminar más que ella. Ni qué decir que la pálida luz de las estrellas fugaces la exasperaba. Le parecía un desperdicio de existencia.

La gran noche llegó. Bella lucía espectacular pero no quería salir de su camarín por temor de que alguien le manchara su modelito de la celebérrima diseñadora Aurorita Boréal. Sí esa misma que impuso tendencia combinando verde, morado y naranja para el verano 2024. ¡Qué loco! Sentía terror de que alguien le robara una selfie desde un pésimo ángulo que no la favoreciera, o simplemente no le hicieran los debidos honores que como diva merecía.

El espectáculo se abrió con el salto al escenario de la anfitriona, la luna, y poco a poco las grandes estrellas fueron haciendo su aparición. Bajo la mirada, o más bien, encima de la mirada atónita de astrónomos, aficionados y curiosos, desfilaron las alfa aurígidas en su carruaje de gala. Siguió la constelación de Perseo. Mercurio se asomó desde el palco de honor, y se cerró el espectáculo con la aparición de las Pléyades cerca de la luna. Cuando prácticamente el espectáculo había terminado, Bella aún no podía salir. Digamos que su vanidad la tenía atorada. Quería que su número estalar cerrara la noche, y... de pronto..., se fue la luz. Bella entró en pánico y gritaba desesperada para que su productora viniera a auxiliarla, mientras enfurecida se preguntaba por qué no habían pagado la luz. Pero todo se hizo más misterioso cuando recordó que las estrellas no pagan luz, y comenzó a llorar. Hasta el maquillaje de polvo de estrellas se le corrió. Se sintió fea y deslucida. Y obvio, no brillaba. Sólo cuando comenzó a brillar de nuevo recordó que las estrellas no brillan con luz propia. Y dio un salto asustada al darse cuenta que otra estrella la estaba abrazando, acariciándole la espalda para consolarla. «¿Y tú quién eres?» preguntó. «Soy una estrella fugaz. No tengo más luz que la esperanza, pero suele bastar con eso cuando se apagan los reflectores y se acaban las otras luces». «Bueno, ¿y qué haces aquí?—preguntó Bella—. ¿Tenías un número en el espectáculo?». Pero la estrellita le explicó: «No, mira, hace muchos años fui encargada de brillar la noche en que un niño nació. Vino al mundo como una promesa y sus padres lo llamaron Nicolás. Desde pequeño la inocencia ilumminó de tal manera su alma que podía ver claramente con los ojos de la fe a Cristo presente en el Santísimo Sacramento. Y eso es más grande que mirar las estrellas. El niño creció y se hizo fraile, un fraile sencillo de la Orden de San Agustín, muy entregado al ayuno por amor de Dios. Un día, Nicolás pasó por la casa de una mujer pobre. Nuestro santo le pidió en limosna un pan, y la buena mujer se lo dio en nombre de Jesucristo. Nicolás bendijo a la mujer diciendo: «Que Dios, por cuyo amor me diste esta limosna, aun siendo tú tan pobre, te multiplique la harina que te queda». Esa noche el cielo me ordenó brillar sobre la casa. El santo fraile recompensó la limosna con el fevor de su oración y atrajo un gran milagro. Cuando la mujer abrió la bodega de la despensa, vio que la harina se había multiplicado. Porque este hombre, Nicolás, rico en virtud, quiso multiplicar su tesoro allí donde estaba su corazón, en manos de los pobres. 

Las estrellas acostumbramos bajar a la tierra. Entonces todo se llena de esperanza, pero lo santos suben al cielo y también resplandece con ello la esperanza. Por eso hubo una gran algarabia de estrellas cuando Nicolás, pronto para subir al cielo oró así abrazado de la cruz, su escalera: «Salve, bellísima Cruz, salve esperanza única, que fuiste digna de llevar el precio del mundo; salve, sobre ti reposó el Salvador y en ti sudó la sangre por el tormento de su pasión; en ti ofreció su misericordia al ladrón que lo imploraba y reconociendo a su madre la entregó al discípulo virginal. Salve, en ti el Salvador invocó al Padre por aquellos que lo crucificaban. Él, por medio de ti, me defienda del maligno enemigo en esta hora». 

Fíjate bien, qué estrella no quisiera brillar como la cruz, humilde y gloriosa estrella de redención y de esperanza. El cielo me ordenó brillar una vez más sobre la tumba de Nicolás. Yo fui su estrella, la estrella humilde de la esperanza. Brillé con su luz y brillaré por siempre porque Dios enaltece a los humildes y revela la esperanza en medio de las tinieblas.

Así pues, Nicolás, gema preciosa de los santos, que el cielo iluminas como un astro, aleja de nuestras mentes las densas tinieblas del orgullo y con tu luz esclarecedora disuelve la oscuridad de nuestros corazones.

domingo, 8 de septiembre de 2024

«Effetá»

Dominica XXIII per annum

 

Era una mañana cálida, como cualquier otra mañana cálida: luminosa, resplandeciente y jalonada por un fuerte viento. Las abejas dentro de la colmena iniciaban su rutina, su murmullo orante, de alas viajeras. La más pequeña abejita comenzaría su increíble aventura con la vida y ya estaba impaciente por conocer la fuerza del viento. Junto con otras abejas más experimentadas se allegó a la entrada de la colmena, estiró sus patitas, ajustó sus antenas, batió sus alas y comenzó a volar. Había leído mucho acerca de las opiniones de los eruditos acerca de la flexibilidad de sus alas que le permitirían volar cómodamente a pesar de cualquier peso. Pero ya a la hora de volar, todo eso era irrelevante. A fin de cuentas, pasar algunas páginas al día resulta poca cosa cuando comienzas a batir las alas más de doscientas veces por segundo. Bajo sus zumbidos se desplegaron a partir de ese día magníficas alfombras de flores. Sólo que una tarde sucedió algo inesperado. Cuando ya casi todas las abejas habían vuelto de la recolección, un susurro perturbador comenzó a agitar las hierbas cercanas al árbol que sostenía la colmena. Un osito negro afelpado, de sonriente cara marrón, hacía también sus primeras incursiones en el bosque en busca de miel. Llevaba consigo un gran tarro de cristal oscuro que pensaba llenar con la exquisita miel que robaría de la colmena. Quiso tomarla por asalto pero muy pronto todas las abejas se dispusieron para repeler el ataque. Como el osezno era todavía muy inexperto, al oír el zumbido de tantas abejas juntas se sintió intimidado y emprendió la fuga, arrojando su tarro entre las hierbas del bosque. Nuestra pequeña abeja, que celebraba ya la victoria de su colmena, apenas si alcanzó a darse cuenta del tarro que venía en contra de ella. Por fortuna, el tarro no la aplastó porque cayó boca abajo pero ella quedó atrapada dentro de él. En vano zumbaba para que la escucharan las demás abejas. La noche caería y les tomaría mucho tiempo darse cuenta que no estaba entre ellas. Recordó que su maestra de baile le había enseñado unos movimientos increíbles para comunicarse con sus hermanas. Y, aprovechando que traía la música por dentro, se puso a mover su espalda y sus caderas al ritmo de una conocida canción, cuyo nombre omitiremos por razones obvias, pero que expresaba muy bien su loca desesperación. Por un momento se sintió la reina del regional. Pero todo fue inútil. Nadie podía escucharla y mucho menos verla bailar. 

Al amanecer, las demás abejas de la colmena, que ya habían notado su ausencia, se pusieron a buscarla. A través del oscuro cristal del tarro, nuestra abejita miró con esperanza a sus hermanas que sobrevolaban la zona. Pero, a pesar de que frotaba vigorosamente sus alas, ninguna podía escucharla. Bailaba frenética los corridos más disgustosos que conocía para dar a entender mejor su perdición. Pero nadie podía verla a través del oscuro cristal. El calor del día hacía insoportable la estancia dentro del tarro. Y por más que aleteaba no conseguía la frescura que en la colmena lograban entre miles de abejas con sólo agitar las alas todas juntas. Tenía hambre, y su sed aumentaba en la medida en que disminuía la esperanza de escapar con vida. Cayó de nuevo la noche y todo seguía resultando inútil. Quiso aletear por última vez para despedirse del viento, ese fiel amigo que le enseñó la magia de volar y el exquisito arte de zumbar, ese gran aliado que muchas veces le indicó el delicado perfume de las flores. En el profundo silencio de la noche, el viento escuchó el último zumbido de nuestra abeja y, compasivo, dio un suspiro y sopló con terrible fuerza como si gritara: «Ábrete», empujando con violencia el tarro. Entonces, nuestra pequeña abeja salió libre de lo que pudo haber sido su tumba.


Queridas amigas, queridos amigos, Dios formó al ser humano con el rojo barro de la tierra. El peso del barro hacía poco probable que el ser humano pudiera elevarse; pero Dios insufló en sus narices aliento de vida, para que el corazón humano atraído por la dulzura de la gracia pudiera reposar en la altura de Dios. Por el pecado, el hombre fue atrapado en la sordera de su corazón, que hizo de él un tartamudo. En Babel los hombres balbucearon tratando de hablar la misma lengua, pero sin tener un solo corazón que supiera escuchar y una sola alma que con alabanza pura entrara dignamente en el cielo. En el desierto del mundo, agobiado por la ardiente sed de Dios que no se consume, Moisés era un tartamudo. Y aunque supo pronunciar solemnemente el verdadero nombre de Dios sobre su pueblo, no podía con la sordera de la incredulidad y la murmuración que resecaba la lengua del pueblo. Fíjate bien. El hombre atrapado en el sepulcro del pecado es un sordo y un tartamudo. Por eso, cuando la Palabra eterna del Padre, irrumpió en el silencio del mundo, con un suspiro dio una orden al cielo: «Effetá», «¡ábrete!» Y el cielo, clemente, obedeció. Cristo, mirando al cielo, le ordena que se abra, mientras toca con sus dedos el ensordecido oído del corazón humano y refresca con su saliva la torpe palabra del hombre. Cristo en la cruz con sus brazos extendidos abraza los oídos del corazón de la humanidad. Con su saliva rechaza el vino con mirra que adormece nuestro gusto espiritual, con tal de olvidar nuestra miseria hasta la muerte. Y así Cristo, entregando el Espíritu vivificante, grita al cielo: «Effetá. Ábrete, para que ninguna plegaria, por desesperada que sea, quede sin ser escuchada en el cielo. Ábrete, cielo, para que el hombre extraviado no escuche más el acoso del antiguo adversario, sino que con oído espiritual me escuche y me ame como a su único Señor, con todo el corazón, con toda su mente, con todas sus fuerzas. Porque he quebrantado ya la dureza del corazón humano, que se tapó los oídos para no oír mi voz: "Adán, ¿dónde estás?". Ábrete pues, cielo de los cielos, para que la lengua entorpecida por la muerte, pueda unirse a la alabanza eterna, cantando el himno de los redimidos, en la Jerusalén celeste. Y puesto que no fue Moisés quien dio pan del cielo, ábrete para que niños, mujeres y hombres puedan gustar la verdad del pan de los hijos en el altar de esta tu Iglesia. Ábrete, pues, cielo, para que el hombre pueda estar hoy conmigo en el paraíso, porque me he acordado de él en la gran misericordia».

miércoles, 28 de agosto de 2024

«Quia similes estis sepulcris dealbatis»

In festo sancti Augustini episcopi hipponensis


Cuenta san Agustín que cuando quiso dirigir su atención a las Escrituras Santas para ver cómo eran, las encontró humildes: «Mi arrogancia rechazaba su estilo y la agudeza de mi mente no penetraba en su interior». Curiosamente, hace unos días alguien me ha hecho recordar una historia que se ha contado muchas veces porque ha sucedido infinidad de veces. Sucede que un joven discípulo se acercó a un maestro para que le enseñara el camino de la vida. El maestro le entregó las Sagradas Escrituras al discípulo; pero éste, queriendo encontrar en ellas vida eterna, sólo encontró aburrición y tedio. Lo intentó una y otra vez con el mismo resultado y, quejoso, las devolvió al maestro. A cambio, el maestro le entregó una maceta de barro llena de tierra y le pidió que regara la maceta hasta que algo germinara en ella para dar fruto. Como el discípulo no tenía más nada que hacer, regaba diligentemente la maceta todos los días. Ponía agua abundante, y el agua corría y se drenaba por el agujero la maceta, llevándose siempre algo de la tierra que llenaba la maceta. Así lo hizo una y otra, y otra vez hasta que ya no hubo tierra en la maceta. Como nada había germinado, disgustado fue a reclamar al maestro porque lo había engañado: «Maestro, no has sembrado nada en la maceta y me has hecho regarla cada día. Lo único que ha sucedido es que la tierra ha escapado por el agujero de la maceta junto con el agua, pero nada ha germinado y yo no recogeré de ello ningún fruto». Pero el maestro lo reprendió severamente y le dijo: «He hecho germinar el vaciamiento en el barro de tu corazón. Pues si en la maceta árida de tu corazón riegas con el agua viva de la Palabra de Dios cada día, la tierra, el polvo, se irá con el agua y dejará una vasija limpia. Entonces podrás plantar en ella lo que quieras». Fíjate bien, algo así es el misterio del que nos habla el evangelio hoy. El Señor fustiga aquellos sepulcros blanqueados por fuera, pero que por dentro están llenos de podredumbre y de huesos. Pensarás que lo normal de una tumba es estar blanqueada por fuera y contener miseria y  podredumbre adentro. Pero el evangelio nos reprende por pensar así, y nos advierte que en algún sentido cada uno de nosotros es una tumba que ha de estar vacía, proclamando la gloria de la resurrección. Por eso, si en tu interior existe polvo y huesos muertos, apresúrate a vaciar el corazón por la fuerza de la Palabra de Dios y las lágrimas de la compunción. Pues él te llama a resucitar cada día. Apresúrate a despojarte del hombre viejo para que emerja el hombre interior, el hombre nuevo a imagen de Cristo. «Muera yo, para que viva yo» clama Agustín, el maestro cristiano. Muera el hombre viejo, para que viva el hombre nuevo, a imagen de Cristo. Con toda verdad el ardiente africano reza, explicando su vaciamiento: «Me llamaste y me gritaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y ahuyentaste mi ceguera. Exhalaste tu fragancia y respiré, y ahora suspiro por ti. Gusté de ti, y ahora desfallezco de hambre y de sed de ti. Me tocaste y en tu paz me inflamé». Y lamenta el maestro cristiano, gema de los confesores: «¡Tarde te amé, Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te ame! Tú estabas dentro y yo fuera, y allí te buscaba, pero me precipitaba, deforme, hacia estas cosas hermosas que tú hiciste. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo. Me retenían lejos de ti aquellas cosas que, de no estar en ti, no existirían». Que resplandezca dentro de nosotros la luz de la vida resucitada. Que el Dios compasivo que reverbera en nuestros corazones y los hace sentirse vacíos sea él mismo el que llene con el agua de su fuente, con el aroma de su perfume, el interior de nuestra tumba. Para que seamos tumbas vacías que proclaman la gloria de la resurrección, el triunfo de Cristo sobre la muerte, el triunfo del agua de la Palabra de la vida que lava el interior del hombre por las lágrimas de la contrición y por la limpia gracia del bautismo.  «Et tota spes mea non nisi in magna misericordia tua. Da quod iubes et iube quod vis».