jueves, 21 de marzo de 2013

In transitu NSP Benedicti


Cuenta Dante en su Comedia que, recorriendo el paraíso, había visto cien pequeñas esferitas que juntas aumentaban su belleza con mutuos rayos. De entre ellas se adelantó la mayor y más brillante perla para responder al deseo de Dante de saber quiénes eran. Era Benito de Nursia. Benito le explicó que las otras luces «fueron hombres contemplativos, encendidos de aquel amor que hace nacer flores y frutos santos». Los santos monjes aparecían como esferitas porque la esfera es una figura perfecta: termina donde comienza, como la estabilidad de los monjes; y porque una perla siempre devuelve la luz que recibe para hacer junto con otras una luz mayor.
En fondo ésta es la finalidad última de la estabilidad cenobítica, iluminarnos unos a otros, para hacer juntos una luz mayor. A esto nos incita Benito cuando nos habla en la Regla del buen celo que conduce a Dios y a la vida eterna, y que han de practicar los monjes: «que se anticipen en rendirse honor mutuamente, que toleren con suma paciencia sus debilidades, tanto del cuerpo como morales, que se emulen en mostrarse obediencia; nadie siga lo que juzgue útil para sí, sino lo que sea más útil para otro; que se demuestren el amor de fraternidad castamente, que teman a Dios con amor, que amen a su abad con sincera y humilde caridad, que nada absolutamente antepongan a Cristo, quien juntos nos conduzca a la vida eterna».
Este celo bueno, vence otro celo amargo que aleja de Dios y conduce al infierno. Recuerdo que un conocido sacerdote cuando alguien se despedía de él diciéndole: «Hasta luego, padre, cuídese». Él respondía jocoso: «Sí, claro, ¿pero de quién?». Y tenía razón. A fin de cuentas cuando nos cuidamos demasiado solamente a nosotros mismos, acabamos sospechando que los demás ya están prontos para hacernos daño. Y éste es un celo amargo que aleja de Dios y conduce al infierno. La vida monástica cenobítica no es para eso. El meollo de la vida común es poder iluminarnos unos a otros, ayudarnos unos a otros, cuidarnos unos a otros.
Hace algunos días, el Santo Padre Francisco en un mensaje sorpresivo a los jóvenes reunidos en la vigilia de inicio de su ministerio petrino los exhortó a ello. Les dijo: «Les pido un favor: cuidémonos los unos a los otros. Cuídense entre ustedes, no se hagan daño. Cuiden la vida, cuiden la familia, cuiden la naturaleza, cuiden a los niños, cuiden a los viejos… que no haya odio, que no haya peleas. Dejen de lado la envidia… dialoguen… Que entre ustedes, este deseo de cuidarse vaya creciendo en el corazón». Es como si dijera: «No se peleen, sean amigos, llévense».
Queridos amigos, esta tarde nos hemos reunido para celebrar esta Misa cantada en la forma extraordinaria para la gloria de Dios, en honor del tránsito de Nuestro Padre San Benito al cielo. Se ha requerido mucho tiempo de preparación. Cuando Su Santidad Benedicto expresó su deseo de restaurar la forma tradicional del rito romano, nosotros nos apresuramos a ser de los primeros en obedecer los deseos de Nuestro Señor el Papa, pues la tradición nos enseña así, a estar prontos a obedecer los desideria Papæ como si se tratara de una orden. En estos días hemos sido adoctrinados con numerosos ejemplos de nuestro muy amado Papa Francisco. Sabemos que él ama muy especialmente a los pobres y los lleva en el corazón. Sabemos que él desea una Iglesia de pobres y para los pobres. Por eso nosotros queremos ser de los primeros en cumplir sus deseos. Quiero pedirte que si estabas pensando dejar algunas monedas en esta Iglesia, no las dejes aquí. Ve, y eso que pensabas dar para esta Misa, dalo a los pobres. Así mostraremos nosotros con este gesto que queremos obedecer al Santo Padre, que acogemos con amor su enseñanza y que queremos amar a los pobres como él los ama, como Dios los ama. Esto es el Evangelio.

martes, 12 de marzo de 2013

"Iam non dicam vos servos", 2: San David Uribe


En el primer centenario de la Cantamisa del glorioso Mártir San David Uribe

«Había prisa. El tres de marzo llegaba David a su pueblo natal, Buenavista de Cuéllar. Llegó a las nueve de la mañana y, maleta en mano, se dirigió a la casa paterna en las afueras de Buenavista.
Su madre, que se encontraba en el patio de la casa, lo vio venir, pero no lo reconoció, pues no lo esperaba. Eran días en los que su hijo debía estar en el Seminario, pues los cursos habían iniciado apenas dos meses antes.
—“Allá viene un catrín”, dijo su madre a sus familiares. Pero pronto su corazón de madre le hizo exclamar: —“¡Es mi hijo!”
Gritó llena de gozo y con un dejo de angustia. Gozo porque llegaba su ser querido; angustia, porque temía que alguna enfermedad, algún problema, le hubiera hecho dejar el Seminario. Estaba segura de que su hijo tenía vocación al sacerdocio. Las madres de los sacerdotes parecen tener una especial vocación.
Había oído a su esposo decir a David: “Hijo, tú sabes que los tiempos se están poniendo difíciles para la Iglesia y que en algunos Estados hay verdadera persecución. Se dice que también aquí habrá complicaciones y que perseguirán a los sacerdotes hasta matarlos. Sería bueno que dejaras el Seminario y te dedicaras a otra profesión”. Oyó también cómo su hijo, a quien faltaba poco para dar el paso decisivo, respondía: “No, papá. Debo seguir en el Seminario. Si hay persecución aquí y me quitan la vida, para mí sería una dicha morir en defensa de mi fe”.
Doña Victoriana, llorando de emoción, abrazó a su hijo al tiempo que le preguntaba: —“¿Qué te pasa, hijo? ¿Por qué te viniste?” —“¡Cómo! ¿No recibieron mi comunicación?” —“Ninguna”. —“Pues que ya soy sacerdote y el doce de este mes debo celebrar mi cantamisa”. Tarea fácil resulta imaginar la escena que siguió: abrazos, felicitaciones, besos a esas manos recién ungidas.
Es muy justo suponer que ese mismo día, por elemental cortesía, por respetuosa estimación, y para programar la ceremonia, se entrevistaría con el señor cura del lugar. El Padre Regino Moreno, que así se llamaba el párroco, desplegó su natural entusiasmo pastoral para movilizar al pueblo que fue muy sensible al llamado de su pastor, haciendo honor a su raigambre y abolengo cristianos.
Y ese doce de marzo de 1913, a los bonavistenses les pareció que sus campanas estrenaban sones. Oliendo a trapo nuevo, jubilosos acudieron a la Primera Misa Solemne de un coterráneo».

Tomado del libro Beato P. David Uribe Velasco. Vida y martirio, escrito por el R.P. José Uribe Nieto.

domingo, 3 de marzo de 2013

"Arborem fici habebat quidam plantatam in vinea sua"

Dominica III in quadragesima

Se dice que en una ocasión, alguien preguntó a la Madre Teresa: «¿Y si pudiera Usted cambiar algo en la Iglesia, qué cambiaría?» A lo que la Madre respondió: «Me cambiaría a mí misma». Nos sorprende una respuesta así, viniendo de una mujer extraordinariamente santa. La Madre podía dudar de su obra, pero no de la obra de la Iglesia. Solía decir la Madre Teresa que toda la obra de su vida no era más que «una gota de entrega en un océano de sufrimiento». Pero que «si esa gota no existiera, le haría falta al mar entero».
Creía la Madre que todos los días del mundo eran una gran noche para Cristo, en la que su amor sediento estaba crucificado en una cruz de tinieblas que abrazaban todo. En esa agonía indecible, Cristo le suplicaba desde sus tinieblas: «Ven, sé mi luz». Por eso la Madre nunca se aventuró en horizontes contemplativos, nunca ascendió las cimas espirituales que muchos grandes Maestros subieron. La Madre sabía que Cristo le había dado una pequeña luz para iluminar los inmensos abismos del dolor, del sufrimiento. Sólo para iluminarlos, para transfigurarlos por un instante. Cristo le había dado una pequeña llama para poner un poco de calor en sus heladas manos crucificadas, las heladas manos de los pobres. Era una llama tan pequeña que no alcanzaría jamás a disipar las tinieblas profundas del sufrimiento en el que Dios está crucificado  y tampoco fundiría los hielos del mal en el mundo. Sabía la Madre que su luz era muy pequeñita de frente a la tiniebla inmensa del mal y el sufrimiento. Y también sabía que si ascendía las aireadas y luminosas cumbres de la contemplación, la misma fuerza del soplo del Espíritu acabaría por apagar su pequeña llama. La Madre prefirió su lucecita, su pequeña gota de entrega en un océano de sufrimiento. Y si esa chispa de luz no hubiera existido, las tinieblas que crucifican a Dios la habrían echado de menos, les habría hecho falta. Con toda verdad alguien dijo la tarde en que murió la Madre Teresa: «Esta noche en el mundo hay menos amor, menos compasión y menos luz». Un Santo no añade gran cosa al mundo, resuelve muy pocos dolores, al límite los transfigura. Pero cuando un santo muere hay menos amor en el mundo. El mundo vuelve a su noche y añora la chispa de luz que se encendió en sus tinieblas.
Dios ha puesto a los santos en su Iglesia para que brillen en la noche del mundo. A veces han brillado juntos como chispas nocturnas de pirotecnia. Otras veces han pasado solitarios como estrellas fugaces, casi sin ser notados. Dios ha puesto los santos en su Iglesia con la misma gracia con que un hombre plantaría una higuera en su viñedo. Son higueras que están allí para dar fruto mientras las vides maduran su vino.
Es curioso, las higueras no son plantas exigentes. En algunas regiones crecen sin dificultad, en terrenos ásperos, rocosos, o incluso en las grietas de viejos muros. Normalmente son plantas generosas, que entregan en verano frutos que se pueden conservar por mucho tiempo. Por eso, cuando Jesús nos habló en su parábola de amor acerca de una higuera que no daba frutos y que el viñador se inclinó a removerle la tierra  con la esperanza de hacerla fructificar nos parece un poco raro. Fíjate bien, Jesús habla de algo muy importante: los santos son higueras plantadas en un viñedo. Dios los coloca en su Iglesia para mostrar su misericordia y su paciencia. Les lava los pies y les da la oportunidad de elegir la mejor parte, la luz pequeñita con que han de iluminar la noche del mundo. Les lava los pies, les remueve la tierra para que se desprendan de todo lo mundano y produzcan dulces frutos que permanezcan.
Los demás en la Iglesia no somos higueras, somos vides. Y Dios es el viñador. Muchas veces he escuchado a varias personas que me preguntan acerca de la moralidad de los católicos. Y tengo que admitir como plausible que la mayoría de los criminales de nuestro país hayan sido bautizados y desde ese día comenzaron a formar parte de la Iglesia, de esta nuestra Iglesia, y a ser llamados con todo derecho hijos de Dios.
Por otro lado, nadie duda que la Iglesia ha logrado vencer el paso del tiempo; pero los tiempos cristianos también han conocido siglos de odios, injusticias, opresiones, corrupción y aún quedan muchas cosas que anhelan tiempos mejores.
Si un hombre confundido en sus creencias viniera a nuestra eucaristía dominical, difícilmente podría creer que ésta es la religión verdadera. Rápidamente enumeraría muchas contradicciones. Pero si en esta iglesia todos fueran santos, nadie dudaría de la verdad de la Iglesia. Un célebre predicador lo hizo notar ya una vez: viéndola tan perfecta, tan ardiente de caridad, tan santa, ya no habría lugar para dudar ni de la Iglesia ni  de su origen divino; pero por lo mismo tampoco habría lugar para la fe. La verdad de la Iglesia se impondría por su evidencia; por sus frutos la reconoceríamos. Aunque no sé cómo podría un pecador encontrar en ella la esperanza. De antemano no habría lugar para nadie que no fuera perfecto. Dios no quiso esto para su Iglesia.
Es que la Iglesia es un viñedo. Y su fruto es el vino del reino que se prepara entre todos. De todas las vides, de todos los racimos, de todas las uvas, Dios saca un solo vino. Por eso, cuando estamos juntos aquí, todos pecadores, al menos por una hora no estamos haciendo lo peor. Juntos estamos a salvo.
No vayan a pensar que cuando nosotros cosechamos la miel de nuestras colmenas, recogemos de todas por igual miel abundante y de excelente calidad. No, hay colmenas muy generosas, rebosantes; pero hay también colmenas avaras y perezosas. Y con lo poco o lo mucho que cada una aporta se hace una única dulzura de lo mejor. Así es la Iglesia: todos juntos hacemos que el mundo sea un poquito mejor.
El otro día, mientras meditaba en esta parábola de Cristo, me di cuenta que una palma datilera en nuestro huerto, con unos quince años de haber sido plantada, finalmente ha comenzado a dar frutos. Ya es una palmera algo elevada y cuesta trabajo ver sus dátiles, pero allí están. Me hizo pensar que Jesús en sus parábolas nunca habló de árboles grandes que obligaran a mirar al cielo. El único árbol que obliga a mirar al cielo es la cruz. En sus parábolas y misterios, Jesús habló de vides, de higueras, zarzas, y mostaza: todos arbustos que no miden más que un hombre y que hay que inclinarse hacia ellos para acercarse a su misterio. Todos esos arbustos son el reino, son la Iglesia, y la verdad celestial de la Iglesia no se impone.

sábado, 2 de marzo de 2013

"Iam non dicam vos servos", 1: San David Uribe


En el primer centenario de la Ordenación Sacerdotal del glorioso Mártir San David Uribe

«Habían pasado tres meses del inicio del último año de Teología. Sabía el diácono David que el presbiterado estaba cerca y que era preciso dedicarse totalmente a la piedad, al estudio y a la disciplina. Unos meses más y sería sacerdote del Altísimo. Pero Dios tenía otros proyectos. Él quería darle a su mártir otra preparación que el Seminario no podía prestarle.
Un día, el Obispo Diocesano, el hierático pero sapiente Señor Francisco Campos y Ángeles, llamó al diácono David Uribe. Acudió obediente, sin sospechar siquiera el motivo del llamado. El sacerdote guerrerense, el P. Antonio Hernández, originario de Pungarabato, hoy Ciudad Altamirano, había sido preconizado Obispo de Tabasco. Había recibido la ordenación episcopal en la catedral diocesana de Chilapa, pero por las circunstancias peculiares del Estado de Tabasco, no había podido tomar posesión de su sede.
La situación en aquella entidad daba signos de mejorar y el nuevo prelado ansiaba estar con sus ovejas. Sabía de la situación política de las tierras tabasqueñas, de los graves problemas y sobre todo de la escasez de sacerdotes. Por eso rogó encarecidamente al Señor Campos que le prestara siquiera por un tiempo a David Uribe, al que deseaba llevar consigo ya sacerdote.
El Señor Obispo de Chilapa amaba a la Diócesis de Tabasco. De Tabasco había salido el tercer Obispo Fray Buenaventura Portillo y Tejeda para venir a esta Iglesia particular de Chilapa. Aunque necesitaba los servicios de David, accedió con admirable generosidad. No podía, sin embargo, ordenar presbítero al Diácono Uribe ni enviarlo a otra Diócesis sin pedirle su consentimiento.
Con exquisita prudencia informó del asunto a David Uribe manifestándole el deseo de que obsequiara la petición del Señor Hernández. Para el Diácono David los deseos del superior eran órdenes y aceptó con su proverbial generosidad, no por el deseo de ser ordenado presbítero con tanta premura, sino porque sentía que era la voz de Dios.
Y así, el dos de marzo de 1913, en la Catedral Diocesana de Chilapa, y por ministerio del Señor Obispo Francisco Campos y Ángeles, fue promovido al Orden de los Presbíteros.
Escribiría más tarde: “Si fui ungido con el Óleo Santo que me hace ministro del Altísimo, ¿por qué no he de ser ungido con mi propia sangre?”
David, tirado, sí, tirado, rostro en el piso, sentía descender sobre él como una lluvia benéfica, cuando el coro de la Santa Iglesia Diocesana entonaba las letanías de todos los Santos. Un día estaría tirado en la tierra que bebería su sangre como la del justo Abel. No podía saberlo él. Pero Dios no podía ignorarlo, y hermosamente, dulcemente, divinamente, acariciaría el alma de su siervo llamándolo al martirio.
El Obispo Consagrante, puesto de pie, solemnemente invocaba sobre ese hombre las bendiciones del Altísimo. “Ut hunc electum tuum, benedicere et sanctificare et consecrare digneris…”,“Que te dignes bendecir, santificar y consagrar a éste tu elegido…”
Con emoción inefable sintió posarse sobre su cabeza las robustas manos del Señor Campos. Un sacudimiento de Pentecostés hacía cimbrar todo su ser cuando el Prelado dejaba caer las palabras consecratorias en el majestuoso latín: “Da, quæsumus, omnipotens Pater, in hunc famulum tuum, presbyterii dignitatem”, “Da, te rogamos, Padre omnipotente, a este siervo tuyo, la dignidad del presbiterio”. Y hasta las médulas de su alma llegarían las palabras: “Innova in visceribus eius Spiritum sanctitatis…”, “Renueva en su interior el Espíritu de santidad”.
Y cuando sus manos eran ungidas, manos que ya podrían levantarse para bendecir, para absolver, para ser un altar de Jesús, para llevar el Pan de Vida a sus hermanos, cuando esas manos eran acariciadas por el Óleo, las contemplaría espantado de su propia dignidad.
Las dulcísimas notas del coro, dulcísimas porque arropaban las palabras del Maestro, tenían un pregusto de cielo: “Iam non dicam vos servos, sed amicos meos”, “Ya no les diré siervos, sino amigos míos”.
Monseñor Francisco Campos y Ángeles, teniendo entre las suyas las recién ungidas manos del Presbítero David Uribe y mirándole a los ojos, le pregunta: “Promittis mihi et successoribus meis reverentiam et obœdientiam?”, “¿Prometes a mí y a mis sucesores obediencia y reverencia? “Promitto”, respodió el sacerdote quebrándosele la voz por la emoción.
Por fin sacerdote, meta de sus juveniles anhelos. Meta que era punto de partida. Principio de un penoso caminar gastándose en el servicio de los demás. Y porque Jesús no le cabía en el pecho, sentía un callado y no identificable deseo de darse, no a cuentagotas, sino de quebrarse como el alabastro de la Magdalena».

Tomado del libro Beato P. David Uribe Velasco. Vida y martirio, escrito por el R.P. José Uribe Nieto.