Cuenta Dante en su Comedia
que, recorriendo el paraíso, había visto cien pequeñas esferitas que juntas
aumentaban su belleza con mutuos rayos. De entre ellas se adelantó la mayor y
más brillante perla para responder al deseo de Dante de saber quiénes eran. Era
Benito de Nursia. Benito le explicó que las otras luces «fueron hombres contemplativos, encendidos
de aquel amor que hace nacer flores y frutos santos». Los santos monjes aparecían como
esferitas porque la esfera es una figura perfecta: termina donde comienza, como
la estabilidad de los monjes; y porque una perla siempre devuelve la luz que
recibe para hacer junto con otras una luz mayor.
En fondo ésta es la finalidad última de la estabilidad
cenobítica, iluminarnos unos a otros, para hacer juntos una luz mayor. A esto
nos incita Benito cuando nos habla en la Regla del buen celo que conduce a Dios
y a la vida eterna, y que han de practicar los monjes: «que se anticipen en rendirse honor
mutuamente, que toleren con suma paciencia sus debilidades, tanto del cuerpo
como morales, que se emulen en mostrarse obediencia; nadie siga lo que juzgue
útil para sí, sino lo que sea más útil para otro; que se demuestren el amor de
fraternidad castamente, que teman a Dios con amor, que amen a su abad con sincera
y humilde caridad, que nada absolutamente antepongan a Cristo, quien
juntos nos conduzca a la vida eterna».
Este celo bueno, vence otro celo amargo que aleja de Dios y
conduce al infierno. Recuerdo que un conocido sacerdote cuando alguien se
despedía de él diciéndole: «Hasta
luego, padre, cuídese». Él
respondía jocoso: «Sí, claro,
¿pero de quién?». Y tenía
razón. A fin de cuentas cuando nos cuidamos demasiado solamente a nosotros
mismos, acabamos sospechando que los demás ya están prontos para hacernos daño.
Y éste es un celo amargo que aleja de Dios y conduce al infierno. La vida
monástica cenobítica no es para eso. El meollo de la vida común es poder
iluminarnos unos a otros, ayudarnos unos a otros, cuidarnos unos a otros.
Hace algunos días, el Santo Padre Francisco en un mensaje sorpresivo
a los jóvenes reunidos en la vigilia de inicio de su ministerio petrino los
exhortó a ello. Les dijo: «Les pido un favor:
cuidémonos los unos a los otros. Cuídense entre ustedes, no se hagan daño.
Cuiden la vida, cuiden la familia, cuiden la naturaleza, cuiden a los niños,
cuiden a los viejos… que no haya odio, que no haya peleas. Dejen de lado la
envidia… dialoguen… Que entre ustedes, este deseo de cuidarse vaya creciendo en
el corazón». Es como si dijera: «No se peleen, sean amigos, llévense».
Queridos amigos, esta tarde nos hemos reunido para celebrar esta Misa
cantada en la forma extraordinaria para la gloria de Dios, en honor del
tránsito de Nuestro Padre San Benito al cielo. Se ha requerido mucho tiempo de
preparación. Cuando Su Santidad Benedicto expresó su deseo de restaurar la
forma tradicional del rito romano, nosotros nos apresuramos a ser de los
primeros en obedecer los deseos de Nuestro Señor el Papa, pues la tradición nos
enseña así, a estar prontos a obedecer los desideria
Papæ como si se tratara de una orden. En estos días hemos sido adoctrinados
con numerosos ejemplos de nuestro muy amado Papa Francisco. Sabemos que él ama
muy especialmente a los pobres y los lleva en el corazón. Sabemos que él desea
una Iglesia de pobres y para los pobres. Por eso nosotros queremos ser de los
primeros en cumplir sus deseos. Quiero pedirte que si estabas pensando dejar
algunas monedas en esta Iglesia, no las dejes aquí. Ve, y eso que pensabas dar
para esta Misa, dalo a los pobres. Así mostraremos nosotros con este gesto que
queremos obedecer al Santo Padre, que acogemos con amor su enseñanza y que
queremos amar a los pobres como él los ama, como Dios los ama. Esto es el
Evangelio.
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