Dominica IV adventus
Hay muchas maneras de soñar.
Soñamos despiertos. Soñamos dormidos. Todos soñamos. La Escritura, sin embargo,
muy raras veces nos enseña que Dios haya hablado a los hombres a través de
sueños. Dios más bien suele hablarnos cuando estamos en vela, bien despiertos. Es
verdad que el patriarca Jacob vio en sueños una escalera que llegaba al cielo
ante el trono de Dios y el Señor le prometió estar con él en todos sus caminos
sin abandonarlo hasta cumplir con él cuanto le había prometido. También Salomón
habló en sueños con Dios. El Señor se alegró de que Salomón le pidiera un
corazón dócil y le concedió sabiduría; y ya con esa sabiduría comprendió
Salomón, dice la Escritura, que todo había sido un sueño. Dios no suele hablar
en sueños.
Cuando dormimos, nuestro cuerpo reposa,
pero la vida más elemental continúa. Y lo mismo sucede con el alma. El alma
descansa, se rinde al sueño. Pero al mismo tiempo una serie inmensa de
movimientos continúan. El alma trabaja al mismo tiempo que duerme: entonces
soñamos. Los sueños son como la digestión del alma. Nuestros sueños son el
trabajo de un misterioso ejército de mayordomos invisibles que se dan a la
tarea de poner todas nuestras experiencias en su lugar, de colocar cada
vivencia en el lugar correcto de la alacena del alma. Soñar es asimilar lo que
hemos vivido despiertos. Y asimilar no es otra cosa que integrar algo a
nosotros, como cuando al digerir los alimentos les damos un lugar en nuestro cuerpo
y de algún modo los convertimos en nosotros mismos. Lo mismo hace el alma. Por medio
de los sueños el alma asimila las experiencias que la nutren, y las convierte
en sí misma.
Los sueños son los pedagogos del
alma. La instruyen acerca de la vida, y muchas veces le muestran con imágenes
lo que de otro modo no entendería. Le enseñan al alma lo que ella misma sabe y lo
que piensa de cuanto ha vivido. En este sentido, no existen sueños falsos,
todos son verdaderos, pues le dicen al alma lo que verdaderamente hay en ella:
deseos, inquietudes, miedos, esperanzas, ambiciones, pérdidas, tentaciones e
incluso el amor y la felicidad.
A veces, mientras descansamos,
muchos ruidos interiores y exteriores nos molestan y amenazan con arruinar
nuestro descanso. Los sueños los integran y así tejen con ruidos la trama de
nuestro sueño, como cuando un hombre duerme cansado y alguien más con una
trompeta molesta su descanso: entonces sueña un desfile militar con música de
trompeta. Sueña para no despertar. Es que los sueños son una muralla que
protege nuestro descanso. Los sueños trabajan muy rudo para enderezar los
senderos del alma y hacerlos transitables, pero su trabajo lo hacen como de
puntitas para no despertarnos. Los sueños edifican puentes y allanan caminos;
enarbolan emblemas de nuestras batallas, con sus triunfos y derrotas, en los
castillos del alma, pero su cometido es hacer todo eso sin despertar la ciudad
que duerme, la ciudad del alma.
Como los sueños son una muralla,
son impenetrables para cualquier espíritu. Como sucede con una ciudad
fortificada, los ruidos del exterior pueden entrar, saltar sus muros, pero no
pueden pasar las personas. Podemos soñar con otras personas, pero eso no
significa que entren en nuestro sueño o visiten nuestras almas, porque la
persona es de por sí incomunicable. Muchas veces nos inquietamos cuando soñamos
con alguien que ya ha partido, que ha muerto. Pensamos que la imagen que
soñamos podría venir de fuera de nosotros mismos, pero eso no es verdadero. La
imagen la fabricamos nosotros mismos para asimilar una ausencia, para retardar
la presencia, para consolarnos en el dolor, para comprender su nueva presencia.
Las almas de quienes han partido viven, pero no pueden entrar en nuestros
sueños porque los sueños son una muralla impenetrable, aunque pueden desde
afuera hacernos intuir algo de su vida más allá de esta vida.
Ningún espíritu, ni de hombres, ni
ángeles ni demonios pueden atravesar esa muralla. Los Santos Padres enseñaron
que el diablo es un maestro de fantasías, y en ese sentido se complace en
producir sueños oscuros cuando los hombres descansan. Los demonios nos provocan
sueños cargados de malicia y de horror. Incluso llegan a infundirnos un temor
de Dios desesperanzado que nos conduce a soñar nuestra ruina y condena. Pero
todo esto lo infunden desde afuera de nuestros sueños, con aullidos y sugestiones
terribles. Los demonios no pueden entrar en nuestros sueños, aunque nuestros
sueños traigan imágenes diabólicas. Esas imágenes las fabricamos nosotros
mismos, a pesar de que a menudo es el diablo mismo el que nos dispone a
crearlas.
Fíjate bien. Cuando Cristo vino al
mundo se cumplió una misteriosa profecía. Profecía grandiosa: una virgen
concibió por obra del Espíritu Santo. Que el amor de Dios que hace temblar a
las estrellas haya descendido de su cielo y tomado carne en las entrañas de una
virgen, eso fue algo verdaderamente extraordinario, algo insólito. Nunca sucede
así. Un prodigio así no se ha visto nunca ni se verá de nuevo. Y que un ángel
haya atravesado los sueños de un hombre, y que le haya hablado desde dentro de
sus sueños sin hacerlo estallar, es un verdadero milagro. José era un hombre
justo, y sabía muy bien que algo extraordinario acontecía en las entrañas de
María. Por eso, por justicia, no quiso atribuirse la paternidad de aquel que
desciende de las estrellas. Habría mentido al atribuir a sí mismo lo que sólo
puede venir de Dios. Por eso pensó dejarla en secreto. Entonces Dios hizo en
José lo imposible. Envió un ángel que milagrosamente le habló desde lo más
íntimo de sus sueños. El Señor San José supo muy pronto que esa visita del
ángel no era uno de los muchos sueños que fabricamos nosotros mismos. Supo que
el milagro se había realizado. El ángel había entrado milagrosamente en su
sueño como Dios había entrado milagrosamente en la carne y en la historia de
nuestra humanidad.
Cuando Adán vivía en el paraíso,
vio Dios que no era bueno que estuviera solo. Así que quiso darle una ayuda
conveniente. Lo hizo caer en un profundo sopor, y de lo más hondo de sus sueños
formó a Eva, su mujer, quitándole una costilla. Entonces, cuando Adán vio a su
mujer dijo: «Ella es hueso de
mis huesos y carne de mi carne».
El Señor San José no dijo lo mismo de María Virgen. Sabía muy bien que un
prodigio tan grande como la maternidad virginal no podía venir de sus huesos ni
de su carne: era el inicio de Dios-con-nosotros. Y al entrar el ángel en sus
sueños comprendió José que Dios verdaderamente está con nosotros.
Comprendamos el misterio de Dios
que entra en nuestros sueños. Entra en los sueños gozosos de una humanidad que
anhela a Dios. Entra también en los sueños oscuros de una humanidad tentada,
asediada por su propia maldad y la del diablo. Y atrevámonos a soñar la
humanidad nacida de María virgen. Así pondremos toda nuestra esperanza en Dios
que quiso visitar nuestros sueños cuando milagrosamente se hizo
Dios-con-nosotros.
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