domingo, 15 de diciembre de 2013

"Lætentur deserta et invia, et exsultet solitudo et floreat quasi lilium".


Dominica Gaudete

El profeta Isaías había gritado: «Regocíjate, yermo sediento. Que se alegre el desierto y se cubra de flores, que florezca como un campo de lirios, que se alegre y dé gritos de júbilo, porque le será dada la gloria del Líbano, el esplendor del Carmelo y del Sarón». Ciertamente el Señor Jesús en su día dijo: «Consideren los lirios, cómo crecen; no trabajan ni hilan. Pero les digo que ni Salomón en toda su gloria se vistió como uno de éstos». Y sin embargo, esta gloria de los lirios no floreció en el desierto de Juan el Bautista: «¿Qué fueron a ver ustedes en el desierto? ¿Una caña sacudida por el viento? No. Pues entonces, ¿qué fueron a ver?, ¿a un hombre lujosamente vestido? No, ya que los que visten con lujo habitan en los palacios». Juan no era un lirio majestuosamente vestido. Juan era un camello.
Fíjate bien, los camellos son animales muy resistentes. Sus pequeñas orejas peludas custodian un muy agudo sentido de la escucha. Y una membrana traslúcida vela sus grandes ojos cuando los fuertes vientos del desierto amenazan con impedirles la marcha. Sus gruesos labios pueden soportar sin serias dificultades las punzantes espinas de algunas plantas del desierto. Y su piel tiene duras callosidades  que los protegen de la quemadura de la arena ardiente.
A veces pensamos que los camellos guardan agua en sus grandes jorobas, pero eso no es verdad. Más bien sus jorobas son almacenes de grasa para los días difíciles en que el alimento escasea. Entonces, en caso de severa penuria y hambre, el camello agota sus reservas de tal modo que su joroba acaba colgada en su lomo como el saco vacío de un forajido.
Juan el Bautista era un camello. Sus oídos pequeños escucharon atentos el más sutil zumbido de la Palabra de Dios, e ignoraron el vocerío de las voluntades caprichosas de los hombres. Un velo cubrió los grandes ojos del Bautista. Un velo traslúcido que no detuvo su marcha, pero que le hizo preguntar: «¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?». Juan sabía alimentarse de las duras espinas de la vida. Supo nutrirse del dolor. Es bien sabido que los camellos se arrodillan antes de levantarse y echarse a andar. Y así lo hizo Juan. Adoró humildemente al Dios de la luz, con las rodillas encallecidas de dorada arena, y caminó en su presencia. Cargó en sus espaldas con la joroba de un rico tesoro de unción espiritual que le mantuvo la vida en los largos caminos del hambre del alma. Es que la ciencia espiritual es un cúmulo de grasa que los sabios cargan en sus espaldas y lo agotan cuando hay poco alimento en el desierto y el hambre duele más que las espinas.
Juan era un camello, y en los días más oscuros de su noche su joroba no era más que un saco vacío. Ya sin el óleo bendito del consuelo espiritual, Juan oyó hablar de las obras de Cristo y mandó a preguntar: «Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?». Cristo significa «el Ungido», y por eso Juan oyó hablar de sus obras. Cristo es la fuente, y el agudo oído de Juan desde lejos oyó sus obras, como un ciervo escucha desde lejos el suave murmullo de las aguas que nacen. Juan oyó las obras de Cristo, oyó escurrir el óleo del Espíritu y mandó a pedir la unción de Dios, su gracia, su misericordia, la grasa que mueve las buenas obras de los hombres, el combustible de nuestras obras buenas que es puro amor de Dios.
Cristo responde: «Vayan a contar a Juan lo que están viendo y oyendo: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios de la lepra, los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia el Evangelio. Dichoso aquel que no se sienta defraudado por mí». Juan supo desde su helada cárcel que el desierto ardiente florecía como un campo de lirios porque Dios comenzaba su reino en el mundo. Pero también sabía que los lirios del reino no florecerían en la fría oscuridad de su calabozo antes de que entregara su último suspiro. Juan había respirado el anhelo de todos los profetas. Y exhaló el último aliento mientras el desierto del mundo florecía. Dicen que el aliento de los camellos es muy húmedo, pero raramente lo sentimos porque ellos saben muy bien guardar el agua que trae el aire que respiran… hasta que exhalan su último respiro. Juan, ungido con el Evangelio de las obras de Cristo, sabiendo muy bien que sin la gracia de Dios el hombre nada puede, entregó su último aliento, el aliento de la lucha y de la esperanza, el aliento del perdón y de la paz. Y este aliento se unió a la frescura que Cristo trajo al mundo y que hizo florecer desiertos, fortaleciendo manos cansadas y afianzando rodillas vacilantes, iluminando ojos ciegos, y abriendo oídos sordos. El último aliento que exhaló el profeta se unió como gotas de agua al cáliz de Cristo.
También nosotros recorremos la noche de la espera. Ansiosos de que Cristo florezca en nuestro desierto, anhelamos la conversión de quienes destruyen la vida, la justicia, el amor, la paz. Anhelamos que nuestro desierto florezca. Mientras aguardamos, pues, la hora en que Cristo nazca de nuevo en nuestra historia, unamos nuestro aliento fatigado, el aliento de nuestras luchas por una comunidad mejor, por una familia mejor, por un mundo mejor, a la frescura de Dios que hace florecer el desierto.

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