Dominica XVI per annum
Hace muchos años, no sé bien cómo
llegó al monasterio un borreguito sin pastor. Cuando llegó era una delicada
criatura que causaba ternura y simpatía en los rostros de todos. Sus balidos
semejaban una risa y sus redondos ojos negros eran como espejos para cualquier
alma que se asomara en ellos. Tenía en su aspecto la magia de sacar a la
superficie de cualquier corazón al menos una chispa de ternura, incluso de los
corazones severísimos de algún magro atleta espiritual. Bueno, la bestiecita no
se quedó así. Fue creciendo en la medida en que comía, pero su panza de
rumiante imparable creció más rápido que el resto de su cuerpo. Al inicio
estaba solo y tranquilo mientras pastaba en el jardín del claustro. Y después
de pasar el día gozando del remanso de paz que es el monasterio, iba a dormir
plácidamente en un establo chiquito que un hermano improvisó para él. Todo iba
muy bien hasta que un día conoció la amistad. Sí, la amistad.
Un joven novicio alimentaba
pájaros. Entonces el borreguito panzón pasaba por allí y se acercó curioso. El
novicio tuvo la ocurrencia de ofrecerle una rama de alfalfa y el borreguito la
tomó devotamente. Seguramente el sabor no era mucho mejor que el de los pastos
del claustro, pero la ramita iba misteriosamente condimentada de amistad y eso
lo cambió todo. A la tarde siguiente, a la misma hora, el borrego panzón estaba
allí, junto a su nuevo pastor, esperando una ramita de alfalfa. Agradecido, el
borreguito caminó con su pastor hasta su celda. Luego otros hermanos hicieron
lo mismo, le dieron un pedazo de manzana, una zanahoria, un tallo de apio y así
muchas más cosas. Y al borrego le dio por acompañar a cada uno de sus pastores.
Como la panza del borrego crecía, pronto resultó inevitable que, al pasar por
pasillos estrechos, la panza del borregote rozara los hábitos de los hermanos,
de modo que todos se convirtieron casi sin darse cuenta en pastores con olor a
oveja y con blancos hilos de lana adheridos a su negra túnica. Algunos para
evitar el roce, apretaban el paso cuando el borrego los acompañaba; pero el
borrego sentía que había algún peligro y también aceleraba el paso y se pegaba
más a su pastor. Luego los hermanos probaron otra táctica para cuando se
cruzaran por el camino con el borrego. Arrojarían alguna verdura y mientras el
borrego iba por ella, ellos se echarían a correr para llegar a la celda sin
olor a oveja. Al principio funcionó. Pero luego, cuando el monje se echaba a
correr para llegar a su celda, el borrego recogía rápidamente la verdura y
corría tras su pastor, quienquiera que fuera. No había remedio. Los hermanos
corrían y, tras entrar en sus celdas, cerraban rápidamente la puerta y… el
borrego aprendió a tocar la puerta: sólo quería recargar su panza en el halda
del hábito de su amable pastor, pero nadie quería oler a borrego ni llevar
bolitas de lana en su escapulario. Los hermanos querían ser pastores del
borrego y lo alimentaban con amor, pero su olor era el problema. Puede parecer
exagerado, pero en los edificios donde hay paso de ovejas se puede ver una
diferencia de color en la pared. Donde pasan, dejan una ocre franja de mugre
grasosa y terrosa a la altura de sus panzas.
Bueno, yo pienso que el problema se
habría resuelto, al menos un poco, si nuestro borrego hubiera tenido cerca
otros borregos, sin importar que tuvieran el mismo olor. Porque es verdad que
es muy digno de compasión un borrego sin pastor. Pero todavía es más digno de
compasión un borrego sin rebaño. El cristiano ha sido rescatado por Cristo, el
cordero sin mancha ni defecto, para que vuelva a su rebaño, para que vaya a los
suyos, a sus hermanos. Cristo se compadeció de la multitud porque andaban como
ovejas sin pastor. Y se puso a enseñarles muchas cosas, pero luego les mandó
que se sentaran por grupos. Y, dice la Escritura, se sentaron en grupos de cien
y de cincuenta, pues cincuenta es la cifra que implica el perdón, pues cada
cincuenta años la ley mandaba celebrar el jubileo y perdonar las deudas, y
también es la cifra de pentecostés, fiesta de comunión. Pues bien, no andemos
como ovejas sin pastor. No andemos como ovejas sin rebaño.
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