domingo, 19 de julio de 2015

"Et præcepit illis, ut accumbere facerent omnes secundum contubernia super viride fenum"


Dominica XVI per annum

Hace muchos años, no sé bien cómo llegó al monasterio un borreguito sin pastor. Cuando llegó era una delicada criatura que causaba ternura y simpatía en los rostros de todos. Sus balidos semejaban una risa y sus redondos ojos negros eran como espejos para cualquier alma que se asomara en ellos. Tenía en su aspecto la magia de sacar a la superficie de cualquier corazón al menos una chispa de ternura, incluso de los corazones severísimos de algún magro atleta espiritual. Bueno, la bestiecita no se quedó así. Fue creciendo en la medida en que comía, pero su panza de rumiante imparable creció más rápido que el resto de su cuerpo. Al inicio estaba solo y tranquilo mientras pastaba en el jardín del claustro. Y después de pasar el día gozando del remanso de paz que es el monasterio, iba a dormir plácidamente en un establo chiquito que un hermano improvisó para él. Todo iba muy bien hasta que un día conoció la amistad. Sí, la amistad.
Un joven novicio alimentaba pájaros. Entonces el borreguito panzón pasaba por allí y se acercó curioso. El novicio tuvo la ocurrencia de ofrecerle una rama de alfalfa y el borreguito la tomó devotamente. Seguramente el sabor no era mucho mejor que el de los pastos del claustro, pero la ramita iba misteriosamente condimentada de amistad y eso lo cambió todo. A la tarde siguiente, a la misma hora, el borrego panzón estaba allí, junto a su nuevo pastor, esperando una ramita de alfalfa. Agradecido, el borreguito caminó con su pastor hasta su celda. Luego otros hermanos hicieron lo mismo, le dieron un pedazo de manzana, una zanahoria, un tallo de apio y así muchas más cosas. Y al borrego le dio por acompañar a cada uno de sus pastores. Como la panza del borrego crecía, pronto resultó inevitable que, al pasar por pasillos estrechos, la panza del borregote rozara los hábitos de los hermanos, de modo que todos se convirtieron casi sin darse cuenta en pastores con olor a oveja y con blancos hilos de lana adheridos a su negra túnica. Algunos para evitar el roce, apretaban el paso cuando el borrego los acompañaba; pero el borrego sentía que había algún peligro y también aceleraba el paso y se pegaba más a su pastor. Luego los hermanos probaron otra táctica para cuando se cruzaran por el camino con el borrego. Arrojarían alguna verdura y mientras el borrego iba por ella, ellos se echarían a correr para llegar a la celda sin olor a oveja. Al principio funcionó. Pero luego, cuando el monje se echaba a correr para llegar a su celda, el borrego recogía rápidamente la verdura y corría tras su pastor, quienquiera que fuera. No había remedio. Los hermanos corrían y, tras entrar en sus celdas, cerraban rápidamente la puerta y… el borrego aprendió a tocar la puerta: sólo quería recargar su panza en el halda del hábito de su amable pastor, pero nadie quería oler a borrego ni llevar bolitas de lana en su escapulario. Los hermanos querían ser pastores del borrego y lo alimentaban con amor, pero su olor era el problema. Puede parecer exagerado, pero en los edificios donde hay paso de ovejas se puede ver una diferencia de color en la pared. Donde pasan, dejan una ocre franja de mugre grasosa y terrosa a la altura de sus panzas.
Bueno, yo pienso que el problema se habría resuelto, al menos un poco, si nuestro borrego hubiera tenido cerca otros borregos, sin importar que tuvieran el mismo olor. Porque es verdad que es muy digno de compasión un borrego sin pastor. Pero todavía es más digno de compasión un borrego sin rebaño. El cristiano ha sido rescatado por Cristo, el cordero sin mancha ni defecto, para que vuelva a su rebaño, para que vaya a los suyos, a sus hermanos. Cristo se compadeció de la multitud porque andaban como ovejas sin pastor. Y se puso a enseñarles muchas cosas, pero luego les mandó que se sentaran por grupos. Y, dice la Escritura, se sentaron en grupos de cien y de cincuenta, pues cincuenta es la cifra que implica el perdón, pues cada cincuenta años la ley mandaba celebrar el jubileo y perdonar las deudas, y también es la cifra de pentecostés, fiesta de comunión. Pues bien, no andemos como ovejas sin pastor. No andemos como ovejas sin rebaño.

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