In solemnitate BVM
Reginae Angelorum
Si entraras en una habitación
oscura de un viejo castillo abandonado, lo primero que necesitarás es un poco
de luz. Si luego recuerdas que tienes una cajita de cerillos, seguramente la
buscarás en tus bolsillos para encender uno cuanto antes. Si entonces descubres
que sólo tienes un cerillo, el que acabas de encender, tu vista se apresurará a
buscar una vela donde puedas alojar y alimentar el pequeño fuego que tienes
entre las puntas de los dedos. Mirarás el suelo, por si acaso hay algo que te
pueda hacer tropezar y caer. En fin, si enciendes un cerillo en una habitación
tenebrosa, te ocupas de explorar lo que hay a tu alrededor. Creo que
difícilmente te quedarías contemplando la luz que estalla despeinada cuando el
fósforo se enciende y luego se ordena vertical para ascender al cielo. Tal vez
si te quedas contemplando la solemne presencia de la luz y su decidido avance,
fríamente azul, hacia tus dedos, francamente pierdes tu tiempo y tu único
cerillo.
Algo así sucede en la vida
espiritual. Cuando Dios enciende su luz en nuestro interior, lo primero que hay
que hacer es mirarnos por dentro, buscar una lámpara donde alojar el pequeño
fuego que se ha encendido y, entre nuestras sombras que lo invaden todo, hay
que habitar con nosotros mismos. Cuando Dios enciende su luz en nuestro
interior, distinguimos en la penumbra algo de lo que puede hacernos tropezar y caer,
la presencia amenazadora de lo que suele hacernos daño, y finalmente esa
batalla constante que hacen las sombras a la luz. Y si la luz se apaga, todas
nuestras seguridades de nuevo nos abandonan. Vamos, hasta nuestra sombra nos
abandona cuando la luz se apaga. ¡Necesitamos tanto la luz! Sobretodo la luz
interior que Dios enciende. Hasta para ver nuestras sombras la necesitamos.
Pero una vez encendida no tenemos tiempo para ella. No tenemos tiempo para
mirarla. Nuestros ojos apenas la toleran. La miras fijamente unos instantes y
te queda un recuerdo alucinante, extraño, que te obliga a cerrar la mirada y a
esperar a que tus ojos la olviden. No tenemos tiempo para la luz. Ni tiempo ni
mirada. Más bien nosotros miramos lo que la luz ilumina y en eso se va nuestro
tiempo.
También sucede algo así con los
ángeles. Decimos que los ángeles son luz. Y en verdad lo son, pero nosotros no tenemos
más que tiempo que se nos escapa, y no tenemos mirada para esa luz. Vemos lo
que ellos iluminan, pero no los vemos a ellos. Ellos templan la claridad de su
gloria para estar con nosotros.
Es curioso, Jesús fue al desierto,
empujado por el Espíritu. Pero allí en el desierto no estaba solo. Quien quiera
ir al desierto a buscar a Jesús, bien pronto se dará cuenta que allí Jesús no
está a solas. El diablo está allí con él y con él platica como la luz platica
con las sombras en un castillo nocturno. Dice la Escritura que allí en el
desierto el diablo tentó a Jesús. La prueba era la llaga abierta de su hambre, pero
Cristo la venció, abriendo sus llagas a la sed que le hizo manar sangre y agua.
La prueba era arrojarse desde el templo al vacío de la idolatría, pero él fue
más allá y descendió hasta el abismo de nuestra muerte. La prueba era un monte
tan elevado que hacía mirar todos los reinos de la tierra, pero él subió más
alto, subió hasta la cruz, que abre la mirada al reino de los cielos. Y cuando
Cristo lo hubo vencido, se retiró el diablo, y los ángeles se acercaron y le
servían.
Un Maestro enseña que así da a
entender el Evangelio que «el escenario del combate estaba rodeado
de ángeles. Pero ninguno se acercó hasta que Cristo no hubo vencido. Porque ciertamente
el Señor no necesita ayuda alguna, él que es la ayuda de todos». Se
acercaron cuando hubo vencido, y le sirvieron no en él sino en nosotros.
El diablo sabe muy bien que no hubo
ángeles en la arena en que lucharon vida y muerte. Sabe que Dios combatió en la
soledad más avara. Y aunque los ángeles rodearon la arena del combate, ninguno
de ellos se acercó a ayudarlo. Ahora los ángeles están siempre donde Dios
combate, donde Cristo combate. Están con cada cristiano que combate. Y no
pudiendo alejar a los ángeles, los demonios quieren alejar a los cristianos.
Con toda verdad un Maestro enseña que ésta es su consigna: «Que
no haya cristianos». Cada mañana en nuestro coro, en nuestra iglesia, resuena el
grito de batalla de Satanás: «Que no haya cristianos». Y
tras las espaldas atormentadas de los cristianos perseguidos suena la salvaje
furia de Satanás: «Que no haya cristianos». En las calles, en las plazas, en los
hogares, en las celdas de los conventos resuena su árido alarido «Que
no haya cristianos». Y ansioso de resecar la sangre el diablo secretea: «Que
no nazcan los cristianos».
Hoy en la fiesta de la Virgen hay
muchos ángeles en este lugar, porque donde está María siempre hay ángeles. Que
haya muchos cristianos que vengan a este lugar a encontrar a los ángeles que
aquí les sirven porque Dios quiso ser servido aquí.
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