Dominica XXIII per
annum
Hubo una vez una hermosa familia.
El padre era un hombre que trabajaba muy duro para ganarse la vida y mantener a
sus hijos y a su muy amada esposa. Al atardecer, el papá regresaba del trabajo,
se sentaba a la mesa y comía con su esposa. Los niños ya habían comido y sólo
esperaban el momento en que el papá estuviera listo para jugar. Pero el papá
solía tomar una siesta después de comer para recuperar sus fuerzas. La siesta
era breve, pero a los chiquillos les parecía interminable. Ansiosos de jugar
con papá, y advertidos por la mamá de que no debían despertarlo, los niños lo
veían entrar en su recámara para descansar y cerrar la puerta. Hasta que una
tarde a uno de ellos se le ocurrió una brillante idea. Sigilosamente abrió la
puerta de la habitación de papá, apenas una rendija. Empujó un poco más y la
puerta se abrió lo suficiente para que pudieran entrar los tres hermanitos, uno
tras otro. Entonces se acercaron al papá que dormía profundamente, y el más
travieso se acercó a su oído y le dijo: «Papá, te quiero mucho, ¿puedes
oírme?»
Como el papá no respondió, el chiquillo hizo una señal a sus hermanos y comenzó
la diversión. Sacaron los soldaditos que traían en sus bolsillos y algunos
peluches y comenzaron a imaginar que la cama era una gran isla tropical poblada
de peligros, que ellos eran minúsculos aventureros, y que el papá era un
gigante náufrago que el mar había arrojado sobre la isla. La hazaña se basaba
en un célebre libro que el mismo papá les había leído. Pronto el pecho fatigado
del papá se convirtió en un volcán que subía y bajaba, entre ronquidos, a punto
de hacer erupción, mientras una expedición de diminutos aventureros lo escalaban
fatigosamente y al llegar a la cima se deslizaban cuesta abajo para alcanzar el
otro lado de la isla y subir a sus embarcaciones. Y todo con el más riguroso
silencio, pues podría despertar el gigante o aparecer la mamá giganta con su cantaleta
de siempre: «¡Dejen descansar a papá!» En una de esas expediciones, un
osado osito de peluche escaló por la cabeza del gigante y accidentalmente le
atropelló la oreja con su temible garra de felpa. Entonces automáticamente la
mano del monstruo se levantó y se talló la oreja como si quisiera apartarse un
insecto. Todos contuvieron la respiración… pero una vez que la mano volvió a su
lugar, el osado peluche volvió a sus andadas… volvió a intentarlo. Y la mano
otra vez se levantó, automáticamente. Descubrieron que no había mejor manera de
hacer participar del juego al gigante sin interrumpir su sueño que acariciando
su oreja con la garra feroz del oso de peluche. Era como si el papá oyera su
silencio y obedeciera las reglas del juego: «Papá, cada vez que el oso te
atropelle la oreja debes levantar el brazo, pero sin hacer ruido… no vayas a despertarte».
Hoy hemos escuchado que Jesús metió
los dedos en los oídos de un hombre sordo y tartamudo y lo curó. Tocó primero
sus oídos para acariciarlo, y hacerlo escuchar el silencio. Pues es lo que más
trabajo nos cuesta escuchar, las caricias y el silencio. Sólo cuando sentimos
con los oídos, comenzamos verdaderamente a escuchar.
Normalmente cuando suena algún
teléfono, bueno, ya sabemos la lógica: suena el teléfono, el implicado busca
nerviosamente —y con algo de cinismo— en sus bolsillos o en su bolso, como si
un teléfono encendido fuera un polizón que allí se esconde hasta que el sonido
lo delata y hay que buscarlo. Entonces algunos voltean a ver con cierto enojo,
haciendo con los labios algún ruido adicional, hasta que finalmente el
susodicho abandona el templo con un secreto orgullo de saberse indispensable para
contestar. Pero por incómodo que resulte, el ruido de un teléfono sabemos que durará
poco. En cambio, cuando hay niños que lloran nunca sabes cuánto va a durar.
Hace poco celebraba una boda, y mientras hablábamos de la alegría nupcial, tres
chiquillos lloraban al unísono, aunque en diferente tono. Interminable su
llanto. Me costó mucho trabajo hacerme oír. Y aturdido pensé en Dios que nos
estaba escuchando a los cuatro. ¡Pobre Dios! Un niño le pedía leche, el otro le
pedía que la interminable boda acabara ya con su aburrición para que pudiera
salir a jugar, y el otro le pedía que lo dejara dormir. Yo por mi parte le
pedía que hubiera paz, fidelidad y amor entre los novios. Los cuatro alzamos la
voz para que nos oyera Dios. Sólo pedíamos una caricia suya, en forma de leche,
de juguete, de almohada o de bendición. Eso es todo lo que espera la humanidad,
que Dios venga a jugar con nosotros y nos acaricie, y por eso acariciamos su
oreja con nuestros llantos, gritos y oraciones. Esperamos una caricia que haga
pasar rápido nuestras largas horas de miedo y ansiedad; una caricia que alivie
nuestro dolor y nuestra soledad; una caricia para nuestra enfermedad y nuestras
pruebas. Lo malo es que mientras esperamos a Dios que nos escuche, no siempre nos
escuchamos entre nosotros. Jesús mirando al cielo suspiró, como un padre que
está a punto de despertar, y dijo «Effetá»,
que significa «Ábrete». Y el cielo se abrió. Entonces al hombre sordo y tartamudo se
le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y empezó a hablar sin
dificultad. Porque el cielo se abre cuando nuestros oídos se abren para
escuchar el silencio. El cielo se abre cuando nuestra lengua se suelta de toda
traba, cuando hablamos sin la torpeza de los insultos y de la mentira.
Hoy de un modo especial, pidamos al
cielo que se abra y escuche nuestra oración. Que nuestros oídos se abran para
escuchar el llanto de quienes sufren persecución, de quienes tienen que dejar
su patria a causa del odio y de la guerra. Hagamos nuestro su llanto y su
plegaria. La violencia está siempre agazapada en el corazón del hombre. Hemos
de renunciar a que nos desborde, con una fe agazapada en la noche de la
imposibilidad del amor. Esa fe ha de hacerse una caricia que cada día abra el
cielo, que cada día abra nuestro corazón.
Excelente! Como siempre una joya la que nos regala. Gracias.
ResponderEliminarDios lo bendiga por tan hermosas palabras, en verdad son una caricia al corazón. Que esta semilla dé fruto, Deo Volente.
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