Dominica XXV per
annum
Hace varios años recuerdo haber
pedido a un monje principiante el favor de preparar algo de comer para un
huésped inesperado y le pedí que me avisara cuando todo estuviera listo. Como
pasó un largo rato sin que el monjecito volviera, decidí ir a buscarlo. Lo
busqué en la cocina, en el comedor, en la alacena, ¿tal vez iría a su celda?
No, no estaba allí. Lo busqué en toda la casa y finalmente pensé: «¿Acaso
iría a la capilla? No, no creo, ¿como para qué? Pero por cualquier cosa…» Bueno,
sí, estaba allí, orando. Entonces le pregunté: «Hermano, ¿te acuerdas que te
pedí preparar algo?» Y el monjecito me respondió: «Sí, sólo que le estoy
preguntando al buen Jesús si prefiere café o té».
Bueno, la respuesta fue muy
sencilla: «Dice Jesús que prefiere café… y que te apures».
Jesús había dicho: «Si
alguno quiere ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos». Y
ése es el punto. Jesús no dijo: «Si alguno quiere ser el primero, que sea
mi servidor». Más que servir a Jesús hay que servir a todos. Simplemente
porque perderíamos mucho tiempo en saber qué prefiere Jesús, y cuando lo
supiéramos, ya habríamos desaprovechado muchas ocasiones de hacer buenas obras.
Ahorramos tiempo si nos hacemos servidores de todos. Al diablo le gusta mucho
distraer en cosas pequeñas a los servidores de Dios, presentándonos apariencias
de mayor bien, como les pasó a los discípulos, que mientras iban de camino y él
les hablaba de su muerte y resurrección, ellos discutían sobre quién era el más
importante de ellos. El diablo sabe bien que en las cosas pequeñas siempre unas
parecen mejores que otras y se burla de nosotros mostrándonos en qué son
mejores para que nosotros perdamos el tiempo decidiendo qué o quién es mejor.
Entonces emprendemos muchas cositas al mismo tiempo y dejemos todas sin
terminar. En un monasterio, por ejemplo, podríamos discutir quién es el mejor
para gobernarlo, y una vez elegido uno, el diablo fácilmente nos hará pensar
que otro podría hacerlo mejor. Y podríamos turnarnos uno por uno para ver quién
es mejor… y siempre habrá alguien mejor. En las cosas pequeñas, el buen
servidor debe tener la grandeza de decidir sin pensar mucho y gobernarse a sí
mismo como un diestro jinete gobierna su caballo.
Pero en las cosas grandes, el buen
servidor no puede actuar con igual grandeza. La humildad es la virtud para
catar el servicio. Fíjate bien. Se cuenta que un monje santo vivía en un
monasterio entregado a muy extrañas penitencias. Como nadie en el monasterio
comprendía sus rarezas, los monjes creyeron que era mejor pedirle que se
marchara. Pero el monje tuvo la humildad de renunciar a ellas y fue readmitido
en la comunidad. Sin embargo, el espíritu de Dios siguió moviéndolo a
penitencia, y comenzó a hacer nuevas prácticas raras. Subió un día al extremo
de una columna, como un ángel bajado del cielo o como un hombre ascendido al
cielo, y allí pasó días enteros dado a la oración, la contemplación, la soledad
y el trabajo manual. Viendo esto, los hermanos decidieron ponerle una prueba.
Le mandarían por amor a la comunidad renunciar a sus rarezas si quería seguir
en el monasterio. Si él aceptaba, lo dejarían seguir en la columna, si no,
derribarían la columna. Pues bien, fueron juntos y le
gritaron al monje: «Eh, hermano, si de verdad nos amas y quieres servir a Dios en
este monasterio, baja de la columna y vive como todos nosotros». Y
el monje al instante comenzó a descender. Por ello los demás monjes entendieron
que sus rarezas eran obra divina, porque Dios cuando mueve el corazón del
hombre a servirle en la grandeza y el heroísmo, lo primero que nos inspira es
el deseo de ser humildes y de obedecer, de ser el último de todos y el servidor
de todos.
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