Missa vesperina in cœna Domini
Nosotros muchas veces hemos
atravesado una guerra. Una guerra terrible y devastadora. La guerra que se
libra dentro de nosotros mismos. Esa guerra es una noche en la que nuestro corazón
se agita insomne porque tenemos que decidirnos entre el bien y el mal, y muchas
veces, de algún modo, el mal nos ha ya convencido. A veces sabemos que muchas
de nuestras buenas obras vienen detrás de intenciones egoístas y que es mejor
no hablar de ellas. No siempre podemos hablar del egoísmo que nos mueve a actuar
porque si lo decimos, algo de nuestro obrar perdería su encanto y se haría
reprochable. Por eso aprendemos a tener un cuidado especial, una falsa
prudencia a la hora de actuar. A veces nuestra mente nos indica con mucha
precisión cuál es el camino a seguir; pero nuestra carne habla en su propio
favor y quiere seguir los vericuetos del amor propio y la pasión. Otras veces
el corazón nos dicta sentencias de misericordia, pero algo visceral nos
arrastra a la venganza, al odio, a la inclemencia. Dentro de nosotros somos una
madeja de contradicciones.
Cristo no es así. Jamás hubo en él
la lucha interior que todos libramos entre el bien y el mal, entre la carne y el
espíritu, entre la razón y el corazón. Todo en él era la suprema armonía, la
dicha perfecta. Y sin embargo, no podemos decir que Cristo no haya sido un
combatiente. En él hay algo que hizo de su vida la más cruel de las batallas.
Fue la tremenda contradicción entre su santidad incorruptible y todo lo que
externamente le rodeaba. Él, el Hijo de Dios bajado del cielo vino a vivir en
medio de nosotros, pecadores, y la diferencia entre nuestras almas y cuerpos
corruptibles y su santidad incorruptible es infinita. Nosotros estamos tan
acostumbrados al pecado, que poco nos contrista que el hombre peque; pero para
quien no conoce el pecado, la diferencia entre la bondad y la maldad es un
abismo vertiginoso, tremendo.
Algo de ello puedes intuir, por
ejemplo, cuando amas la música y oyes un cantor desafinado; o cuando eres un
experto cocinero y pruebas algo mal sazonado; o cuando eres un bibliotecario y
miras a alguien robándose un libro, o cuando tratas de ser bueno y alguien
comete en contra tuya una maldad que no creías merecer… no estás bien, no estás
a gusto con eso. Pues bien, cuando no se conoce el pecado, la batalla interior
ante la oscuridad de nuestros corazones es verdaderamente tremenda.
Así fue la vida entera del Señor
Jesús. Y sin embargo, él no despreció nuestras tinieblas. Él que era la luz
verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo, quiso ser noche. En
su pecho en esta tarde se celebra un solemne oficio de tinieblas. En su corazón
resuenan hoy latidos con graves notas de una angustia de muerte. En esta noche
él se sumerge en nuestra tiniebla, en la oscuridad de nuestra contradicción.
Con toda verdad un Maestro enseña
que él no es como uno que vive entre los hombres y sin embargo se recoge las
vestiduras para no manchárselas, apartándose y diciendo: «No
me toquen, porque yo estoy limpio». Él, que estaba limpio, él que es la cabeza y las manos con
que Dios obra todo en todos, no necesitaba lavar más que a nosotros que somos sus pies, manchados por
la mugre del pecado, heridos por la tentación, lastimados por el odio. No, él
no despreció lavar los pies de su Iglesia, sino que tomó una toalla, se la ciñó
como se ciñe un vestido, y con ella secó los pies que lavó de sus amigos. «No,
él marcha decididamente con el pecador y con el traidor, con el cobarde y con
el fanático, porque ellos son realmente sus amigos». En la toalla que lo ceñía
estaba toda su entrañable misericordia que seca lo que su muerte lavó.
En esta noche, su bondad desciende
a nuestros pies. Y los ángeles del cielo miran asombrados cómo el hombre hecho
de tierra ha quedado por encima de Dios. Esa pobre creatura opaca, sin alas
espirituales para ascender, ahora sube. Sube porque Dios se abaja y le lava los
pies de la mugre de sus contradicciones, de su pecado, de su maldad. Esta noche
Dios cambia de casa. Transcurridos unos treinta años, tras haber caminado como
hombre entre los hombres, ahora pasa de este mundo al Padre. Y nos lleva
consigo, en la toalla de su memoria. Para eso hemos comido su carne y bebido su
sangre, para que su amor habite en nuestros corazones y su gracia nos eleve y
nos conduzca a la casa del Padre, donde se acaban las guerras, donde comienza
la vida verdadera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario