Ayer me visitó
un amigo que tiene un aviario. Hablamos de varias cosas relacionadas con las
aves. Y a un cierto punto me contó que hacía pocos días había llegado a su casa
un periquito australiano vagabundo. Lo acogieron en casa, le dieron de comer y
de beber, y encargaron al hijo menor para que cuidara de él. Todo iba muy bien,
el periquito se mostraba feliz y agradecido con su nueva familia. Hasta que una
mañana desapareció. Nadie encontró huella de su vuelo. Simplemente no estaba
más en la jaula. Lo buscaron por todas partes, pero fue inútil. La mamá, para
animar al chiquillo encargado de cuidarlo, le dijo: «No te preocupes, seguramente volverá, pues tú le dabas de comer y
es tu amigo». Pero comenzó a anochecer y la jaula permaneció
vacía. El periquito simplemente no volvió. Sin embargo, a la mañana siguiente,
el papá se levantó para alimentar sus aves y notó algo pequeñito cobijado entre
dos grandes y hermosas cotorras blancas. Era el periquito que había vuelto. Y
el papá comentó: «Bueno, no es nada tonto el periquito, regresó para cotorrear
en grande».
Es curioso,
algo así sucede en nuestros corazones. En todas nuestras búsquedas de amor
queremos un amor siempre más bello, más compatible con nuestra necesidad que
pronto se vuelve exigencia. Pedimos de los demás que nos amen con un amor
infinito en belleza, en compatibilidad, en todo. Esperamos un amor siempre
cortado a la medida y a la moda, y nos decepcionamos cuando ya nos queda chico
o ya es aburrido, porque los demás no siempre pueden ser todo eso que pedimos
de la vida. Unimos nuestras vidas buscando en el esposo o en la esposa un
consuelo infinito a nuestra sed infinita de felicidad. Y como somos tan
limitados, tan breves, no podemos saciar esa sed de eternidad en nadie. A veces
los minutos son eternos, pero el tiempo siempre reclama lo suyo a la eternidad
y lo borra. Y de todo lo que el tiempo se lleva, queda siempre nuestra sed de
infinito. Siempre queremos algo más y parece que no lo encontramos en nada ni
en nadie.
En el
fondo, ésta es nuestra manera de intuir que estamos lejos de Dios, que nuestro
corazón fue creado para amar al suyo, y que el corazón no encontrará reposo
hasta que repose en él. Por eso nadie excepto Dios puede satisfacernos. El
corazón vive exiliado, desterrado de su fuente y de su fin, y aquí la busca. Le
ha sido dado encontrar consuelo en el cariño de los amigos, en su lealtad y
generosidad, en la fidelidad de la esposa o del esposo, pero todo esto es sólo
un don de la compasión de Dios. Sólo compasión y nada más.
Dios hizo
al corazón humano para que le amara y hallara su felicidad en la infinitud de
su amor. Y cuando nos apartamos de su amor por la desobediencia del pecado, el
corazón siguió amando su misterio. La necesidad de Dios nunca desaparece.
Incluso quienes no creen en él, de algún modo lo aman cuando anhelan una
felicidad, una belleza, y un amor, que sólo se encuentra de modo infinito en él.
Con toda verdad un Maestro enseña que del mismo modo que si alguien negara la
existencia del agua, de todos modos sentiría sed, así quienes niegan a Dios
igualmente lo anhelan y tienen sed de él.
Muchas
veces el corazón cae en adulterio porque busca en otra parte la felicidad, la
belleza y el amor que encontrará sólo en Dios. Nos abandonamos decepcionados,
nos mentimos, nos engañamos porque no soportamos tener que esperar al infinito.
El corazón nos urge a buscar lo eterno, pero nosotros creemos sólo en el tiempo
y no queremos perderlo. En el fondo el adulterio es el extravío del corazón.
Llevamos tanta prisa por encontrar el amor, la felicidad, la paz, que nos
perdemos buscando por caminos espinosos y oscuros, lo que sólo encontraremos en
el cielo.
Los amigos,
las personas que amamos, la esposa, el esposo, no son sino dones que Dios pone
en nuestra vida para calmar por un tiempo nuestra sed de infinitud, pero nunca
podrán saciarnos para siempre. Su presencia en nuestras vidas presta un
servicio a nuestra humanidad. El amor de los amigos y de un modo especial el
amor familiar es un servicio que prestamos a la especie humana mientras
marchamos hacia el encuentro con Dios. Tal vez nuestras familias y nuestras
amistades durarían mucho más si entendiéramos esto y no exigiéramos de ellos lo
que de por sí no pueden dar.
Algo así ha
sucedido con la mujer sorprendida en adulterio. Seguramente todos tenemos en
nuestras mentes mil caminos e historias que nos hacen comprensible su pecado.
Pensaremos que no estaba plenamente feliz con su esposo, que algo ya no
funcionaba, tal vez había sido traicionada o maltratada. Puede ser, pero ella
buscaba algo que sólo pudo encontrar en Jesús. Cualquier hombre con un poco de
sensibilidad pudo haberla salvado de una costumbre bárbara, de las piedras de
una ley despiadada; pero sólo un Dios podía salvarla de sí misma. Y ése era el
misterio. Sólo un Dios podía librarla de su interminable búsqueda de algo
mejor, de sospechar que esta vez la felicidad y el amor verdaderos estaban a la
vuelta de la esquina. Porque sólo Dios libra al hombre de la terrible sentencia
que mucha veces dictamos contra nosotros mismos: «Te condeno a ser tú mismo».
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