Dominica II per annum
Normalmente nosotros
pensamos que las grandes personas que encontramos en la vida tienen un ciclo de
esplendor que luego comienza a declinar hasta que se apaga. Es natural que las
personas virtuosas en cualquier arte o ciencia, con el tiempo vengan a menos y
tengan que aprender el duro arte de dejar y de perder. Muy pronto en la vida
entendemos que lo mejor de nosotros se acaba, y que «todo mundo sirve primero el vino mejor, y cuando los invitados ya han
bebido bastante, se sirve el corriente». Por eso es mucho más
fácil emprender nuevas aventuras que permanecer fieles a nuestra propia
historia. Es más fácil cuidar de un niño que de un anciano. El niño está lleno
de promesas, lo mejor aún está por llegar; pero de nuestra vejez raramente
esperamos algo mejor. La vida y el tiempo se llevan muchas cosas y sólo nos
traen a cambio el vino corriente de los buenos recuerdos. Por fortuna muchas
veces anda por allí la felicidad, agazapada, escondida, como una niña pequeña,
para enseñarnos la alegría del vino corriente, de las cosas simples, de lo de
cada día. Y así, bien o mal llevamos a término la fiesta de la vida.
Pero cuando Dios arma la
fiesta, las cosas no son así. Cuentan los santos Padres del desierto que
en una ocasión Dios le envió un ángel a un santo abad para que le hablara de un
flautista que tenía deseos de santidad muy parecidos a los suyos. Se trataba de
un hombre que en su juventud había sido muy malo, deshonesto y ruin, y
entregado a una vida disoluta. Un buen día comprendió ese hombre que había
hecho mucho daño y decidió apartarse de su mal camino. Se dedicó entonces
durante varios años a recorrer los bosques tocando su flauta como para devolver
al mundo algo de la armonía que con sus malas acciones le había robado. Hasta
que se encontró con el monjecito. El santo abad quiso entonces saber cuáles
eran las obras buenas que adornaban el alma de aquel hombre, pero él solo
recordaba haber salvado a una monja de las manos de unos ladrones y haber
pagado alguna deuda de un pobre matrimonio que estaba a punto de ir a la cárcel
por no poder pagar. El monjecito reconoció que este loco flautista, a pesar de
todo, había sido instrumento de la providencia divina, pero le pareció
demasiado poco lo que había logrado en todos esos años y lo exhortó a seguir a
Cristo en la vida del monasterio. El hombre, que tenía sus
flautas en la mano, las tiró al instante, y transformando su armonía musical en
melodía espiritual, siguió al padre al desierto. Tras practicar duras
penitencias por tres años con todas sus fuerzas, esmerándose en ocupar todo el
tiempo restante en elevar himnos y oraciones, un buen día emprendió finalmente su
camino hacia el cielo, y descansó en paz uniéndose al coro de los santos y de
los ángeles. Pues bien, de esto aprendió el santo monje que en las cosas de la
gracia siempre se puede ir más lejos, siempre se puede mejorar. Que Dios no
hace rebajas ni descuentos, y no se conforma con lo que hay. Dios nunca ofrece
un vino corriente después del buen vino.
Personalmente, lo que
siempre me ha sorprendido del milagro de Caná tiene que ver con el tiempo. Un
buen vino no se produce en pocas horas. Se requieren años desde el cultivo de
la vid hasta la maduración del caldo. Y en un instante, Jesús transformó el
agua en muy buen vino para una boda en la que ya no había con qué alegrarse. Lo
peligroso aquí es no notar la procedencia. Muchas vidas perdidas no encuentran
acogida cuando buscan una posada para encontrarse a sí mismas. Y a veces cuando
alguien quiere cambiar de vida no encuentra nadie que le crea. Estamos tan
acostumbrados a que lo que sigue es siempre peor, es siempre vino corriente,
que nos cuesta creer que en poco tiempo Dios nos ofrezca buen vino donde antes
sólo hubo lágrimas y fatigas. Pero las cosas de Dios no acaban igual que las de
los hombres. Su gracia crece en nosotros y transforma, a veces incluso en un
instante, lo que todos nuestros años no alcanzan con sus propias fuerzas. Las
cosas de Dios tienen un vino mejor reservado para el final. Lo importante es
saberlo gustar. Saber estar atentos porque Dios puede actuar. Con toda verdad
una Maestra espiritual dijo que el amor a Dios es como un fuego que un hombre
enciende, al inicio le hará llorar el humo, pero una vez encendido le dará
claridad, luz y calor siempre más grandes.
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