domingo, 27 de octubre de 2024

«Rabboni, ut videam»

Dominica XXX per annum

 

Era una hermosa noche de otoño, de esas en que la luna resplandece y blanquea todas las cosas que la noche había decidido ennegrecer. En noches como esa, suelen nacer las hadas. Y así sucedió aquella noche. En un gran jardín mágico, lleno de plantas misteriosas, de perfumadas flores nocturnas, entre arrullos de grillos y serenatas de pájaros nocturnos, las hadas comenzaron a nacer. Algunas hadas cuando nacen están llenas de misterio y es muy difícil saber qué será de ellas. Otras nacen envueltas de obviedad, como el hada dramática, que ya desde que nace hace todo un drama.

En aquella tarde de otoño nació un hada misteriosa. Las hadas cuando nacen son invisibles, pero quien las mira por primera vez, las llena de color. Por eso las hadas lo primero que hacen al nacer es buscar miradas inocentes, limpias, llenas de sueños, de magia y de ilusiones.

Cuando nuestra hada nació nadie la vio. Ni sus padres, ni sus hermanas. Ni siquiera Doloritas, la gatita chismosa del vecindario que no se le escapa nada. Nadie la vio. Y por eso en casa era un hada invisible. Pronto llegó el tiempo en que nuestra hada tenía que ir a la escuela, y sus padres ansiaban este momento porque pensaban que en la escuela la pequeña hada adquiriría un poco de color y pronto sabrían qué sería de ella. ¿Se dedicaría acaso a la política o a los negocios? ¿Sería un hada que volaría alto hasta convertirse en aviadora?¿O sería tal vez un hada de la música, del rap, del reggae?

Cuenta una Maestra que nuestra pequeña llegó a la escuela con una gran mochila bastante anticuada que sus padres le pusieron para llenarla de útiles escolares. Se sentía muy nerviosa, y pronto también sintió que ya no era invisible. En el recreo, sus compañeras y compañeros comenzaron a jugar a contarse secretos. Cada uno hablaba a la oreja del otro dándole calor y haciéndole cosquillas con sus palabras, y se reían tapándose la boca, como si temieran que el secreto se les escapara junto con sus risas. La pequeña hada esperó a que alguien le contara un secreto, pero nadie se fijó en ella. Luego comprendió que en realidad todos se fijaron en ella, y en su mochila anticuada y se reían de ella.

Regresó a casa y se metió a la regadera. Sintió que otra vez era invisible y eso le dio tranquilidad. Aunque ahora sus papás discutían sobre el costo de los útiles escolares y de tantas cosas con que la pequeña llenaba su mochila. 

Al día siguiente volvió a la escuela. Un pequeño se acercó a ella y le pidió prestado un lápiz. Ella pensó que este favor sería la gran oportunidad para comenzar una bella amistad. Rápidamente sacó el lápiz de su mochila, con un sacapuntas lo afiló y se lo entregó al pequeño con una gran sonrisa. Llegó la hora del recreo y nuestra pequeña hada salió solitaria y nerviosa a tomar su desayuno. Sentía todavía el eco de las risas de los demás y algo le hacía pensar que se seguían riendo de ella. Cuando regresó al salón, algo la llenó de malestar. En su cuaderno la habían dibujado como si fuera una mosca, rodeada de manchones, de insultos y de burlas por ser un hada que no tenía color. Su mente voló al lápiz prestado. Hubiera querido nunca haberlo sacado de su mochila. 

Volvió a casa, se metió a la regadera, y volvió a ser invisible. Sus padres sólo discutían del tamaño de su mochila, de todas las cosas que tenían que comprar para llenarla y de los costos de la escuela. 

Otro día, la pequeña fue a la escuela. Llevaba una cantimplora llena de jugo de frutas. Cuando la vieron sus compañeros, le arrebataron la cantimplora. Trató de armarse de valor para recuperarla, pues pensaba que si la perdía, perdería una gran batalla de vida. Sus padres la reprenderían por perder una de las tantas cosas con que llenaba su mochila. Se abalanzó contra el compañero que tenía la cantimplora, pero éste se la arrojó al otro, y cuando ella trató de quitársela, éste se la pasó al otro. Con la voz que ella sintió la más ridícula que había oído, gritó: «Quiero mi cantimplora». Y el eco burlón la arremedó. El compañero que la tenía la destapó, la probó, hizo un gesto de desagrado y y el resto lo vació encima del hada. Todos se rieron de ella y aseguraban que la pequeña hada se había hecho pipí. Llegó a casa de nuevo, se metió a la regadera, se hizo invisible otra vez, y se dispuso a escuchar los regaños de sus padres por haber manchado el uniforme. Así pasaron algunos meses.

Un día en que iba de regreso a casa la pequeña hada ya no pudo más. Su mochila era tan grande que no pudo cargar con ella. Esa noche sus padres se dieron cuenta que su mochila no estaba allí, estorbando como siempre. Y preguntaron en la escuela si sabían algo de ella.

Salieron a buscarla y la encontraron tirada en el camino, aplastada por su enorme mochila. Como no la podían sacar, alguien propuso vaciar primero la mochila. Estaba tan retacada que con mucha dificultad la loraron abrir. Sacaron primero el lápiz, afilado y doloroso. El cuaderno pesaba por las burlas y los manchones. La cantimplora estaba llena de lágrimas. En casa la pequeña hada era invisible. Sus padres sólo veían su mochila. En la escuela, en cambio, nadie veía su mochila y todo lo que cargaba.

Queridas amigas, queridos amigos: en nuestro camino de vida todos somos invisibles. Buscamos el color que nos da la mirada de los demás, la sonrisa de nuestra madre, el reconocimiento de nuestros padres, la ternura de nuestros abuelos, la admiración de las personas que nos aman. Pero también recibimos miradas que matan, miradas que no ven, miradas que lastiman, miradas que despellejan o que nos arrancan más de lo que podemos o queremos dar. El ciego Bartimeo era también un hombre invisible. Sólo su manto de mendigo lo hacía visible a los demás. Cristo en su humillación, ha arrancado el velo de nuestra tiniebla, la oscuridad que nos impidió reconocerlo y amarlo como hermano. Nos ha devuelto la vista como capacidad de ver y la vista como paisaje. En su Pasión, al rasgar el velo del templo nos ha recordado que debajo de la mochila del corazón, debajo del manto de nuestra indigencia estará siempre él. 

«Por esta razón», enseña el Santo Padre Francisco, «viendo cómo se suceden nuevas guerras, con la complicidad, tolerancia o indiferencia de otros países, o con meras luchas de poder en torno a intereses parciales, podemos pensar que la sociedad mundial está perdiendo el corazón. Bastaría mirar y oír a las ancianas —de las distintas partes en pugna— cautivas de estos conflictos devastadores. Es desgarrador verlas llorando a sus nietos asesinados, o escucharlas desear la propia muerte porque se han quedado sin la casa donde han vivido siempre. Ellas, que muchas veces han sido modelos de fortaleza y resistencia a lo largo de vidas difíciles y sacrificadas, ahora que llegan a la última etapa de su existencia no se les ofrece una merecida paz, sino angustia, miedo e indignación. El recurso de decir que la culpa es de otros no resuelve este drama vergonzoso. Ver llorar a las abuelas sin que se nos vuelva intolerable es signo de un mundo sin corazón». 

El mundo se ha quedado ciego. Y por ello, al preguntarnos hoy el Señor «¿Qué quieres que haga por ti?» Deseosos de la luz de la fe que nos salva hemos de suplicarle: «Maestro, que pueda ver». «Que pueda ver al pequeño que nadie vio, a la mujer que llora enmedio de la guerra, al que pide limosna al lado del camino. Porque el mundo se ha vuelto ciego, Maestro, concede que podamos verte».

sábado, 19 de octubre de 2024

«Nam et Filius hominis non venit, ut ministraretur ei, sed ut ministraret et daret animam suam redemptionem pro multis»

Dominica XXIX per annum

 

La claridad del palacio era radiante. Gran majestad y belleza ennoblecían cualquier espacio en donde uno pusiera los ojos. Una hermosa arquitectura regía la presencia del gran palacio en el corazón del reino. El gran rey gobernaba con firmeza y arrogancia, y el pequeño príncipe se preparaba para llegar a ser también él un rey poderoso. El pequeño príncipe había nacido rodeado de esplendor, de lujos y comodidades. Su cuna había sido diseñada con tal gracia e ingenio que por las mañanas el príncipe podía ser acariciado por los rayos del mismísimo sol y por las noches era arrullado con una silenciosa coreografía de estrellas. Los jardines de sus juegos eran un mix & match de elegante tecnología y de fauna exótica: el príncipe podía recorrer los jardines en un rarísimo camello verde inteligente, con activación por voz de los sistemas integrados, o podía viajar en un sofisticado triciclo movido por energías renovables. Esta avanzadísima tecnología ya había conseguido niveles inéditos de eficiencia y rendimiento, favoreciendo la mejor interacción humano-vehículo, combinado todo esto con un mínimo impacto ambiental. Si hay algún ingeniero por aquí, por favor tome nota.

En el reino de nuestro príncipe todo era perfecto. Sólo que una noche el príncipe sintió una especie de derrumbe en su corazón. Esa noche, un oscuro deseo no lo dejaba dormir, a pesar de los delicados parpadeos con que lo arrullaban las estrellas. Finalmente se quedó dormido pero el deseo seguía allí. Y comenzó a soñar que era un terrible rey que regía grandes ejércitos. Que sus ejércitos iban a la guerra, saqueaban enormes ciudades, sembrando destrucción y enojo, y que sus soldados acarreaban grandes tesoros, cajas de juguetes arrebatados a otros niños. Que asaltaban escuelas para apoderarse de loncheras y lápices de colores. Y todo eso lo guardaba en un cobertizo de su palacio, dejando al mundo sin sueños, sin magia, sin ilusión, sin color.

De repente un gran terremoto comenzó a sacudir el palacio. El pequeño príncipe convertido ahora en un gran rey malo, no sabía cómo escapar, pues todo el palacio estaba invadido de juguetes y golosinas que sus soldados no cesaban de traerle como tributo de guerra. Todo se derrumbó. Dicen que cuando despertó el pequeño príncipe, estaba en el suelo con un enorme libro abierto como tienda de campaña encima de él. Con fatiga logró salir de debajo del libro. Se talló los ojos como para ver con mayor claridad y no lo podía creer. Estaba en una gran biblioteca, probablemente la biblioteca de la vida, allí donde cada historia, cada biografía, es un cuento. Y su  cuento lleno de ambiciones, de arrogancia, de malos tratos y prepotencia, se había caído del librero por el peso de su maldad y ahora nuestro príncipe tenía la oportunidad de cambiar su historia. Es que en la biblioteca de la vida, los libros que se derrumban son una oportunidad para que sus personajes busquen un cuento mejor. Cuando lo comprendió, el pequeño príncipe intentó regresar a su cuento, pero sus propios soldados oprimidos, hartos de su maldad, le impidieron el paso. El pequeño príncipe oyó los pasos cansados y arrastrados de alguien que creyó que sería el bibliotecario y quiso esconderse a toda prisa. No sabía en qué historia meterse. ¿En una novela criminal? Ni pensarlo. Terminaría en la cárcel. ¿En un libro sobre la evolución? Menos. Dicen que la mayoría de los dinosaurios eran herbívoros, y a él no le gustaba ni el brócoli ni las espinacas. Oyó de nuevo los pasos del bibliotecario y sintió miedo por no estar en su propio cuento, así que se le ocurrió lo que a cualquiera se le hubiera ocurrido, esconderse en la Biblia. ¡Claro! Había oído que la Biblia, era un libro abierto, en el que se podía habitar sin temor a ser rechazado. Y entró en ella. Allí estaba Jesús, el Maestro, enseñando a sus discípulos: «Ya saben que los jefes de las naciones las gobiernan como si fueran sus dueños y los poderosos las oprimen. Pero no debe ser así entre ustedes. Al contrario: el que quiera ser grande entre ustedes, que sea su servidor, y el que quiera ser el primero, que sea el esclavo de todos, así como el hijo del hombre, que no ha venido a que lo sirvan, sino a servir y a dar su vida por la redención de todos».

Todo le pareció muy claro al pequeño príncipe. Claro como los rayos del sol que bañaban su cuna cada mañana cuando era más pequeño. Pero no quiso comprender lo que el Maestro decía. Pensaba en su corazón: «Así somos todos. Decimos cosas muy bonitas, pero amamos más la belleza de nuestra ambición, el placer de oprimir a los demás, de pararnos encima de ellos, de ganar algo con sus pobres vidas». Y decidió pasar las páginas para ver en qué acababa la historia. Entró en una página del evangelio, casi al final, y lleno de temor contempló al Rey y Maestro, lavando los pies de sus amigos, lavando el corazón de sus hermanos, lavando con su sangre en la cruz la maldad y la ambición del mundo entero. El Maestro no sólo adornó con su palabra la grandeza de su última cena, la nobleza de su última oración en un humilde huerto de olivos, la dignidad de su pasión y de su cruz. Su enseñanza no era una historia vacía, una palabra salida de cualquier libro de la biblioteca de la vida. El Maestro había unido a su palabra su sufrimiento, su dolor hasta la muerte, y su servicio.

Con toda sabiduría enseña San Agustín que «también buscaban ciertamente la gloria aquellos discípulos que querían sentarse el uno a su derecha y el otro a su izquierda; miraban adónde querían llegar, pero no veían por dónde. El Señor los devolvió al camino para que llegasen con orden a la patria. La patria es alta, y el camino, humilde. La patria es la vida de Cristo, y el camino, la muerte de Cristo. La patria es la morada de Cristo, y el camino, la pasión de Cristo. El que rehúsa el camino ¿por qué busca la patria?»

Y yo te digo que si también tú quieres que el Señor te conceda sentarte a su derecha o a su izquierda en su gloria, has elegido ya la mejor parte. Pero no has elegido aún el camino, si piensas que llegarás a ella por la arrogancia y la opresión. Cambiemos pues nuestra historia y ascendamos a la patria, al reino de los cielos por el amor y el servicio.

domingo, 6 de octubre de 2024

"Ad duritiam cordis vestri scripsit vobis præceptum istud"

Dominica XXVII per annum

 

Hubo en una ocasión en un gran bosque un pequeño escarabajo. Como a todos en su familia, desde muy pequeño le gustaba jugar con lodo. El lodo era para él la vida. Y, bueno, en su familia había todo ingenieros, arquitectos y arquitectas, constructores, todos expertos y expertas en el gran arte de construir con lodo. Nuestro pequeño escarabajo nació, como todos los escarabajos, con una luz interior. Esa luz hacía que sus alas brillarán de colores metálicos verdes y azules cuando estaba feliz. Esa luz le hacía caminar seguro, con sus pasitos monstruosos, incluso en los más oscuros laberintos de la tierra. Y le hacía soñar con edificar grandes castillos de adobe, magníficos palacios de firmes ladrillos, tal vez hasta pirámides o por lo menos casas muy prácticas y bien construidas, cálidas en invierno y frescas en verano.

Nuestro escarabajo era feliz, como suelen serlo todos los escarabajos, hasta que una mañana algo tremendo sucedió. Había oído hablar de unos monstruos grandes y robustos con una fuerza descomunal, feos y grotescos, crueles y desalmados, pero pensaba que solo existían en las películas de terror. Sin embargo, esa mañana, tenía delante de sí a uno de ellos. Apenas si pudo tallarse los ojos con sus negras patitas, como para decir: «tú no existes, eres un invento de las películas», cuando el monstruo ya lo tenía sujeto por las alas. Luego comenzó la tortura, el terrible monstruo tomó un cordel, lo ató a una de las patitas de nuestro escarabajo, y comenzó a correr aquí y allá, obligándolo a volar como si fuera un helicóptero. Parecía un endemoniado. Las horas transcurrieron interminables, y cuando por fin el monstruo se sintió agotado, y abandonó al pequeño escarabajo, éste corrió a esconderse en el fango. Y mientras trataba de cortar el cordel, de repente escuchó a una turba endemoniada de monstruos que al parecer lo estaba buscando para seguir jugando con él. Desde ese día, nuestro escarabajo sintió que su dura coraza se había agrietado, y algo del lodo en el que había crecido comenzó a filtrarse en su interior, formando otra coraza aún más dura pero alrededor de su corazón. La luz que lo guiaba desde pequeño cada vez tenía más dificultad para salir al exterior.

Una tarde en que trabajaba frenético en la construcción de un búnker, un pequeño frasco cayó junto al letrero que decía: «Prohibido el paso. Solo personal autorizado». Y el único autorizado era él. Molesto se acercó a ver qué era y con sorpresa descubrió que en el frasquito había algo parecido a un hada. Práctico y bruto como él era, abrió el frasquito, y un bicho raro salió. No era un hada. Era una especie de avispa desaliñada y bastante traqueteada por la vida. «Y tú qué haces aquí». Enojada, la rarita le aclaró: «Soy una luciérnaga». «Sí, claro y yo soy un meteorito incandescente—respondió nuestro escarabajo—. Y entonces ¿por qué tan apagadita?» La pobre luciérnaga le contó que una noche hermosa fue capturada por esos terribles monstruos que invaden los patios en las noches serenas, y fue puesta en un frasquito. Los monstruos querían tener su luz para ser más monstruosos y la pellizcaron tanto que terminaron por apagarla. Cuando ya no brillaba más, la encerraron en el frasquito y lo arrojaron al fango.

Esa tarde se quedaron juntos, el escarabajo y la luciérnaga, en el búnker que el escarabajo estaba construyendo. Y muy pronto se dieron cuenta de algo que tenían en común, o más bien que no tenían. Los dos habían perdido la luz. Al día siguiente comenzó su rutina. Nuestro escarabajo se levantó muy temprano para ir al gimnasio. Se acomodó en un banco inclinado y con todas sus fuerzas y la mejor técnica comenzó sus series de repeticiones con tres barras al mismo tiempo. Es que los escarabajos tienen seis patas. Ella en cambio, comenzó una delicada rutina de ballet, recordando los mejores pasos de sus espectáculos nocturnos. Al desayuno el escarabajo llevó a la mesa zanahorias, betabeles y otras verduras saludables que sacó de debajo de la tierra. Pero la luciérnaga prefirió un buen tazón de néctar espolvoreado con polen alto en proteína. La jornada de trabajo comenzó y nuestro escarabajo se empeñó a construir un gran túnel más para su búnker. La luciérnaga en cambio comenzó a decorar los espacios interiores. A veces le parecía a nuestra luciérnaga que el escarabajo era un poco cabeza dura, y a él le disgustaba que ella buscara llamar tanto la atención. Por las tardes nuestro escarabajo se retiraba a la soledad, se acomodaba en su sillón, se ponía sus anteojos, y se concentraba en leer libros maravillosos que, como el túnel de su búnker, lo transportaban a un mágico mundo mejor. A nuestra luciérnaga, le disgustaban esas horas porque sentía que no le hacía caso, y aburrida se ponía a amasar pasteles. Sabía que, una vez en el horno, el aroma del pastel haría que el escarabajo volviera del mundo de esos libros para pedir información en la cocina acerca de lo que se horneaba e informar de qué tamaño quería su rebanada. A veces nuestro escarabajo sentía que la luciérnaga volaba demasiado rápido, quería un hogar, más que un búnker, quería flores, jardín, amigos, invitados, una familia. Él prefería estar solo con su dura coraza, su arduo trabajo, y sus rutinas de gimnasio. Eran tan diferentes. Pero lo único que tenían en común era que a los dos se les había apagado la luz, y cada día y cada noche se tenían el uno al otro para tratar de encenderla de nuevo. Hasta que un día nuestro escarabajo notó que algo de la coraza de su corazón comenzaba a agrietarse, y a dejar pasar de nuevo la luz interior.

Queridas amigas, queridos amigos. Cuando a Cristo, el maestro, le preguntaron si le es lícito a un hombre divorciarse de su esposa, preguntó acerca de lo que prescribió Moisés y les aclaró: «Moisés prescribió esto debido a la dureza del corazón de ustedes». Con razón un maestro dice que «a veces la única forma en que el buen Señor puede entrar en algunos corazones es rompiéndolos». Pero Dios no rompe el corazón como solemos hacerlo nosotros por la crueldad, el abandono, el rechazo, el tedio, la ansiedad. Dios no nos abandona ni nos rechaza. No se aburre de la monotonía de nuestros cuentos de pecados tan repetidos como muletillas. Tampoco siente ansia de adelantarlo todo, «ya para que se acabe». El buen Dios nos acoge como un buen niño. Somos su reino. Dios rompe algunos corazones conmoviéndolos con la fragilidad de alguien a quien hay que rescatar. Dios rompe algunos corazones cuando quebranta el silencio porque hay que escuchar su estallido. Porque él mismo se ha roto en el servicio, Dios se ha roto en la compasión, se ha roto en la generosidad de su corazón traspasado. Y nadie que quiera ser su imagen puede no estar roto por el amor. Por eso será él quien nos examinará un día: «Muéstrame tus manos. ¿Tienen cicatrices de dar? Muéstrame tus pies. ¿Están heridos en el servicio? Muéstrame tu corazón. ¿Has dejado un lugar para el amor divino?» Queridas amigas, queridos amigos, «a veces la única forma en que el buen Señor puede entrar en algunos corazones es rompiéndolos». Sólo así seremos su imagen, la imagen del amor que en la noche del mundo ha echo estallar su lámpara de barro para incendiar otros corazones que se habían quedado sin luz.