domingo, 6 de octubre de 2024

"Ad duritiam cordis vestri scripsit vobis præceptum istud"

Dominica XXVII per annum

 

Hubo en una ocasión en un gran bosque un pequeño escarabajo. Como a todos en su familia, desde muy pequeño le gustaba jugar con lodo. El lodo era para él la vida. Y, bueno, en su familia había todo ingenieros, arquitectos y arquitectas, constructores, todos expertos y expertas en el gran arte de construir con lodo. Nuestro pequeño escarabajo nació, como todos los escarabajos, con una luz interior. Esa luz hacía que sus alas brillarán de colores metálicos verdes y azules cuando estaba feliz. Esa luz le hacía caminar seguro, con sus pasitos monstruosos, incluso en los más oscuros laberintos de la tierra. Y le hacía soñar con edificar grandes castillos de adobe, magníficos palacios de firmes ladrillos, tal vez hasta pirámides o por lo menos casas muy prácticas y bien construidas, cálidas en invierno y frescas en verano.

Nuestro escarabajo era feliz, como suelen serlo todos los escarabajos, hasta que una mañana algo tremendo sucedió. Había oído hablar de unos monstruos grandes y robustos con una fuerza descomunal, feos y grotescos, crueles y desalmados, pero pensaba que solo existían en las películas de terror. Sin embargo, esa mañana, tenía delante de sí a uno de ellos. Apenas si pudo tallarse los ojos con sus negras patitas, como para decir: «tú no existes, eres un invento de las películas», cuando el monstruo ya lo tenía sujeto por las alas. Luego comenzó la tortura, el terrible monstruo tomó un cordel, lo ató a una de las patitas de nuestro escarabajo, y comenzó a correr aquí y allá, obligándolo a volar como si fuera un helicóptero. Parecía un endemoniado. Las horas transcurrieron interminables, y cuando por fin el monstruo se sintió agotado, y abandonó al pequeño escarabajo, éste corrió a esconderse en el fango. Y mientras trataba de cortar el cordel, de repente escuchó a una turba endemoniada de monstruos que al parecer lo estaba buscando para seguir jugando con él. Desde ese día, nuestro escarabajo sintió que su dura coraza se había agrietado, y algo del lodo en el que había crecido comenzó a filtrarse en su interior, formando otra coraza aún más dura pero alrededor de su corazón. La luz que lo guiaba desde pequeño cada vez tenía más dificultad para salir al exterior.

Una tarde en que trabajaba frenético en la construcción de un búnker, un pequeño frasco cayó junto al letrero que decía: «Prohibido el paso. Solo personal autorizado». Y el único autorizado era él. Molesto se acercó a ver qué era y con sorpresa descubrió que en el frasquito había algo parecido a un hada. Práctico y bruto como él era, abrió el frasquito, y un bicho raro salió. No era un hada. Era una especie de avispa desaliñada y bastante traqueteada por la vida. «Y tú qué haces aquí». Enojada, la rarita le aclaró: «Soy una luciérnaga». «Sí, claro y yo soy un meteorito incandescente—respondió nuestro escarabajo—. Y entonces ¿por qué tan apagadita?» La pobre luciérnaga le contó que una noche hermosa fue capturada por esos terribles monstruos que invaden los patios en las noches serenas, y fue puesta en un frasquito. Los monstruos querían tener su luz para ser más monstruosos y la pellizcaron tanto que terminaron por apagarla. Cuando ya no brillaba más, la encerraron en el frasquito y lo arrojaron al fango.

Esa tarde se quedaron juntos, el escarabajo y la luciérnaga, en el búnker que el escarabajo estaba construyendo. Y muy pronto se dieron cuenta de algo que tenían en común, o más bien que no tenían. Los dos habían perdido la luz. Al día siguiente comenzó su rutina. Nuestro escarabajo se levantó muy temprano para ir al gimnasio. Se acomodó en un banco inclinado y con todas sus fuerzas y la mejor técnica comenzó sus series de repeticiones con tres barras al mismo tiempo. Es que los escarabajos tienen seis patas. Ella en cambio, comenzó una delicada rutina de ballet, recordando los mejores pasos de sus espectáculos nocturnos. Al desayuno el escarabajo llevó a la mesa zanahorias, betabeles y otras verduras saludables que sacó de debajo de la tierra. Pero la luciérnaga prefirió un buen tazón de néctar espolvoreado con polen alto en proteína. La jornada de trabajo comenzó y nuestro escarabajo se empeñó a construir un gran túnel más para su búnker. La luciérnaga en cambio comenzó a decorar los espacios interiores. A veces le parecía a nuestra luciérnaga que el escarabajo era un poco cabeza dura, y a él le disgustaba que ella buscara llamar tanto la atención. Por las tardes nuestro escarabajo se retiraba a la soledad, se acomodaba en su sillón, se ponía sus anteojos, y se concentraba en leer libros maravillosos que, como el túnel de su búnker, lo transportaban a un mágico mundo mejor. A nuestra luciérnaga, le disgustaban esas horas porque sentía que no le hacía caso, y aburrida se ponía a amasar pasteles. Sabía que, una vez en el horno, el aroma del pastel haría que el escarabajo volviera del mundo de esos libros para pedir información en la cocina acerca de lo que se horneaba e informar de qué tamaño quería su rebanada. A veces nuestro escarabajo sentía que la luciérnaga volaba demasiado rápido, quería un hogar, más que un búnker, quería flores, jardín, amigos, invitados, una familia. Él prefería estar solo con su dura coraza, su arduo trabajo, y sus rutinas de gimnasio. Eran tan diferentes. Pero lo único que tenían en común era que a los dos se les había apagado la luz, y cada día y cada noche se tenían el uno al otro para tratar de encenderla de nuevo. Hasta que un día nuestro escarabajo notó que algo de la coraza de su corazón comenzaba a agrietarse, y a dejar pasar de nuevo la luz interior.

Queridas amigas, queridos amigos. Cuando a Cristo, el maestro, le preguntaron si le es lícito a un hombre divorciarse de su esposa, preguntó acerca de lo que prescribió Moisés y les aclaró: «Moisés prescribió esto debido a la dureza del corazón de ustedes». Con razón un maestro dice que «a veces la única forma en que el buen Señor puede entrar en algunos corazones es rompiéndolos». Pero Dios no rompe el corazón como solemos hacerlo nosotros por la crueldad, el abandono, el rechazo, el tedio, la ansiedad. Dios no nos abandona ni nos rechaza. No se aburre de la monotonía de nuestros cuentos de pecados tan repetidos como muletillas. Tampoco siente ansia de adelantarlo todo, «ya para que se acabe». El buen Dios nos acoge como un buen niño. Somos su reino. Dios rompe algunos corazones conmoviéndolos con la fragilidad de alguien a quien hay que rescatar. Dios rompe algunos corazones cuando quebranta el silencio porque hay que escuchar su estallido. Porque él mismo se ha roto en el servicio, Dios se ha roto en la compasión, se ha roto en la generosidad de su corazón traspasado. Y nadie que quiera ser su imagen puede no estar roto por el amor. Por eso será él quien nos examinará un día: «Muéstrame tus manos. ¿Tienen cicatrices de dar? Muéstrame tus pies. ¿Están heridos en el servicio? Muéstrame tu corazón. ¿Has dejado un lugar para el amor divino?» Queridas amigas, queridos amigos, «a veces la única forma en que el buen Señor puede entrar en algunos corazones es rompiéndolos». Sólo así seremos su imagen, la imagen del amor que en la noche del mundo ha echo estallar su lámpara de barro para incendiar otros corazones que se habían quedado sin luz.


No hay comentarios:

Publicar un comentario