miércoles, 2 de noviembre de 2005

Requiem æternam dona eis, Domine: et lux perpetua luceat eis. Requiescant in pace. Amen.


In commemoratione omnium fidelium defunctorum

Ya en otras ocasiones he comentado el pasaje del Génesis en que se narra que cuando el primer hombre, Adán, conoció el pecado en el que había caído, se escandalizó de sí mismo. Quiso ocultarse. Se dio una mortalidad ficticia: se vistió con hojas de higuera. En su interior resonaba el eco de la soberbia: «Eso no me puede pasar a mí». Pero Dios le dio una túnica de piel, un vestido a la medida de su mortalidad. Así, Dios misericordioso cambió la ficción en verdadera mortalidad. La muerte le fue dada como remedio para lo que la vida había perdido, pues ¿de qué le serviría al hombre la inmortalidad siendo enemigo de Dios?
Sin embargo, la túnica de piel también se gasta, se arruga con los gestos, se ensucia con el polvo y las fatigas de la vida, se raspa y se agota. Es como si un principio oculto la devastara lentamente. La vida se consume. La mortalidad la corroe como lepra.
En el Antiguo Testamento, la lepra adquirió una carga simbólica enorme. Era el estigma del hombre llevado a la ruina, como una casa que ha de ser demolida o una vasija destinada a ser hecha añicos. Y es esta profunda llaga la que marca nuestra carne mortal. El hombre es un leproso, lentamente devorado por la corrupción de la muerte.
Pero Dios no hizo al hombre para esto. Por eso la Ley de Moisés prescribía un sacrificio para el tiempo en que el hombre fuera curado. Había que tomar dos pájaros, dice la Escritura, y llevárselos al sacerdote para ofrecerlos como sacrificio. Uno era degollado y su sangre se mezclaba con agua viva para que la consagrara. El otro, en cambio, era dejado vivo sin hacerle ningún daño. El pájaro vivo era sumergido en la sangre del pájaro sacrificado y con él se hacía la aspersión del hombre sanado. Así se declaraba puro al hombre que había sido liberado de la lepra. Éste era el rito.
Pero, fíjate bien, esto es sombra de la realidad que había de venir. Cristo, sacerdote eterno, no sólo ha declarado al hombre libre de la muerte, sino que él mismo se ha ofrecido como sacrificio por el pecado. Así, él mismo es los dos pájaros: el que se inmola a través del dolor, y el que aletea sobre las aguas de la purificación con que se renuevan todas las cosas. El pájaro vivo fue sumergido en la muerte del pájaro inmolado como figura del Verbo de Dios vivo sumergido en nuestra muerte. «Muerto en la carne, dice la Escritura, pero viviente en el Espíritu», pues es en el Espíritu que Cristo ha ido a despertar a Adán en los infiernos. Así, en tanto que Cristo se ha hecho hombre, ha padecido la muerte, pero en cuanto que él es Vida nacida de la Vida, él se manifiesta como caridad de Dios, más fuerte que la muerte.
Fíjate también en que cuando los pájaros se meten entre los espinos, comen alegres de sus frutos, pero al momento de escapar todo es dolor y fatiga, todo es espinas: así el Dios hecho hombre salió de este mundo coronado con el dolor, con un zarzal ardiente marcando su frente; y salió también con gozo, pues la salvación del hombre es gracia hermosa comprada a caro precio. Todo este dolor, como el de una madre que ha dado a luz a un hijo, es bien poco cuando se contempla la vida nueva, nacida de la Vida.
Es ésta nuestra esperanza: que por el bautismo nuestra carne mortal ha sido blanqueada con las aguas consagradas por la muerte del Hombre-Dios y con la vida del Dios-Hombre. Es éste el dolor fiel del Dios que nos salva, la medicina que restaura al hombre. Es ésta la alegría de Cristo que manifiesta la misericordia de Dios. Nuestra túnica de piel no ha sido quitada; ha sido blanqueada y revestida para la eternidad.
Recordemos en este día a cuantos duermen el sueño de la paz. A los amigos y a los enemigos, a cuantos dieron su vida por otros, por amor, por servicio, por la vida. A cuantos atravesaron el misterio de la belleza y el drama de la limitación humana. A cuantos amamos con el corazón y la vida, y a cuantos murieron con el corazón intranquilo. A todos ellos, por quienes, como por nosotros, el Cristo ha ofrecido su dolor y su gozo en un único sacrificio eterno. Que él nos reúna en la Ciudad celeste, donde se acaban los adioses, y la caridad y el gozo duran por siempre.
«Tú, Señor, que asumiste la existencia, la dicha y el dolor que el hombre vive, no dejes sin la luz de tu presencia, la noche de la muerte que lo aflige».

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