Feria III Majoris Hebdomadae
En la antigüedad
los marineros decían que cuando en el mar escasea el alimento, los pelícanos se
abren el pecho para que sus polluelos puedan alimentarse con su carne y su
sangre. En la cena mística, Juan el Teólogo, el discípulo que Jesús tanto
amaba, se acercó al pecho de Jesús, nuestro divino Pelícano, como canta el
Poeta. Jesús le abrió lo secreto de su corazón y el Teólogo pudo contemplar las
verdades del corazón que la razón no entiende.
Jesús, la
Sapiencia que brota de los labios del Altísimo, al nacer en nuestra carne
mortal fue amado y venerado por sus padres. Posiblemente el primer beso que
Jesús sintió fue la devota adoración de los labios virginales de José. Así, con
un beso, el Hijo de Dios se entregaba en manos de los hombres por vez primera.
En la noche de la
cena mística, el Hijo de Dios se da como alimento. Pero el misterio que el
Teólogo contempla es el dolor profundo del Maestro. El Cristo entrega un bocado
a Judas, entrega en las manos sucias la vida que sostiene a la vida. La
Escritura dice que entonces entró Satanás en él. La noche del espíritu se abate
sobre el mundo. Judas ha de llevar a término lo que ya ha comenzado.
Ahora bien, aunque
los discípulos quisieron saber quién sería el traidor, una vez que Judas ha
sido delatado ninguno entiende de qué se trata. Sólo Jesús y Judas lo entienden.
«Lo que tienes que hacer, hazlo pronto». Así, el Hijo de Dios se entrega en
manos de Judas, le permite que cumpla con él lo que ya ha decidido. Era de
noche.
Distinto es el
camino de Pedro. Ante las palabras del Señor «Adonde yo voy ustedes no pueden
ir», no comprende la extrema soledad que Jesús debe atravesar. «Adonde yo voy,
no me puedes seguir ahora; me seguirás más tarde». Pedro no puede entender por
qué el Hijo de Dios no le entrega la misma potestad que ha dado a Judas de
hacer pronto lo que tiene que hacer. «Me seguirás más tarde». El príncipe de
los Apóstoles todavía tiene que aguardar la aurora, cuando el gallo cante, para
que atravesada la noche del espíritu, pueda ver con claridad su pecado.
Judas no podía
aguardar. Movido por Satanás, entregó al Hijo de Dios con un beso, tal vez el
último beso que el Cristo recibió en su último pasaje terreno. El beso de uno
que no se alimentará ya de la vid verdadera. Con un beso, con el toque fugaz de
sus labios, Judas veneró por última vez el misterio de Cristo. Pero la
desesperación lo condujo al abismo.
«Incluso mi amigo,
de quien me fiaba, y que compartía mi pan, es el primero en traicionarme». Todo
parece conducirlo a una muerte, análoga al destino de Cristo. Qué noche tan oscura,
en que el Cristo y el traidor se dirigen a la misma muerte.
Un doctor
eminentísimo dice que cuando un barco navega en alta mar y cae enmedio de una
terrible tormenta en la mitad de la noche, a un cierto punto el buen marinero
debe renunciar a sus propios esfuerzos. Debe dejar el barco a la deriva y
encomendarse a Dios. Si el marinero desesperado piensa que la tormenta no
terminará jamás y fuerza el timón del barco más de lo que resiste, el barco no
podrá conducirse al amanecer.
Algo así pasó con
Judas. Envuelto en la noche del mundo, arrastrado por las olas del maligno,
Judas no quiso esperar el canto del gallo para ver con claridad el propio
pecado. Era de noche. Judas no pudo esperar la aurora, la hora santísima que
disipa las tinieblas del pecado. De esta hora santa el bienaventurado Ambrosio
canta: «En esta hora el marinero recobra fuerzas, y el puerto estrella las
olas. En esta hora la Piedra de la Iglesia cantando lava su culpa».
Que no desesperemos nunca de la misericordia de Dios. Así sea.
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