Queridos amigos:
Un día, Abraham, nuestro padre en la fe, llevó al monte santo a su hijo, el
único, el amado. El pequeño Isaac vio la mano temblorosa de su padre alzarse
contra él. Y oyó dos veces la voz del ángel del Señor que hablaba a su padre en
su favor. Un poco más adelante, la Escritura dice que Isaac volvía de un lugar
llamado «El que vive me ve». Éste es el nombre de Dios. Pero es un lugar porque
en el Dios que vive y que ve, vive también Isaac y lo ve.
Un maestro dice que Isaac vio a Dios cuando el ángel del Señor detuvo la
mano de Abraham que iba a sacrificarlo. Por eso al final de los días del
patriarca, la luz de un gran misterio había apagado sus ojos carnales. Isaac
vio con sus ojos el día del Señor. Vio el sacrificio de uno más inocente que
él. Y al final de sus días estaba ciego, pero iluminado con el recuerdo de la
divina presencia que lo había salvado.
Jacob, el patriarca hijo de Isaac, vio en sueños a Aquel que se llama
«Escalera». «Yo estoy contigo; voy a cuidarte por donde quiera que vayas… No
voy a abandonarte sin cumplir lo que te he prometido».
Más tarde, Jacob en medio de la noche del espíritu, en la más avara
soledad, luchó contra Aquel que se llama «¿Por qué me preguntas mi Nombre?».
Cuando el patriarca entendió dijo: «He visto a Dios cara a cara, y sin embargo
estoy todavía vivo». Pero Jacob quedó cojo. Antes de que brillara el lucero
matinal, Jacob fue golpeado en el tendón de la cadera. Quedó cojo y toda su
descendencia recordó este misterio.
Moisés, el hombre de Dios, el profeta, al final de sus días fue llevado por
Dios al monte santo. Allí vio la tierra prometida, pero Aquel que hablaba con
Moisés cara a cara no le permitió entrar en ella. Los pies de Moisés, que
habían pisado tierra sagrada el día en que Dios le dijo su Nombre desde el
ardor de la zarza, ahora no podían proseguir el camino. Nunca hubo en Israel
otro profeta como Moisés, con quien el Señor hablara cara a cara.
Elías fue un profeta de fuego. ¡Qué grande eres Elías! Después de ofrecer
el sacrificio al Dios vivo fue perseguido por sus enemigos y lleno de terror
huyó de la presencia divina. El Dios de la vida y la resurrección levantó con
el soplo de su gloria al profeta que marchaba hacia la muerte. Por eso Elías
fue llevado en un carro de fuego. Porque el Espíritu que unge con su soplo,
toma para sí lo que consagra.
Todos estos hombres santos dieron testimonio con su vida y en su carne de
que Dios es siempre más grande que el hombre. Testimoniaron que la elección
divina le cuesta al hombre la vida entera; que la vocación es gracia hermosa
que se conquista a muy caro precio.
Sin embargo, amados hijos e hijas, me llama la atención un hombre más.
Aarón, elegido para ser padre del sacerdocio de Israel. «El Señor le dijo a
Aarón: Tú no tendrás tierra ni propiedades en Israel como los demás israelitas.
Yo seré tu propiedad y tu herencia en Israel». ¿Puede un hombre tener a Dios
como posesión? Sí que puede…, si Dios lo quiere.
El Señor Jesucristo, la noche santísima en que instituyó el ministerio
sacerdotal quiso mostrar que por el sacerdocio Dios se hace siervo del hombre,
se pone a sus pies, los lava y los seca. El mismo Dios omnipotente que secó el
mar con el soplo de su gloria para que los israelitas pasaran sin mojarse los
pies, es el mismo Dios que lavó y secó los pies de sus amigos para que enmedio
de los peligros de la vida caminaran en su paz.
El mismo Dios misericordioso que manifestó su poder creador haciendo que
cayera pan del cielo con gustos exquisitos, confió a sus amigos en una noche la
memoria de su misterio. Cristo, pan Ázimo y verdadero descendió a las manos de
sus amigos para ser triturado y compartido y para que de su vida recibamos la
vida.
Pastor bueno, acuérdate de este día, que tú hiciste, consagrado con tu
gloriosa resurrección. No tengas en cuentas mis pecados, oh Bueno, y guíame por
los senderos de la vida, para que tu pueblo se alegre contigo. Consérvame
perpetuamente, oh Santo, en el honor de tu santo servicio y en el temor de tu
Nombre, tú que brillas sereno, inmortal y glorioso, por los siglos de los
siglos.
Mi gratitud se dirige ahora al Excelentísimo Florencio, que gentilmente me
ha conferido el Sacro Orden del Presbiterado. A él mi reconocimiento y filial
obediencia. Agradezco también al prior Conrado, que tan pacientemente y con su
vida me enseñó a amar las Escrituras. Mi gratitud también a mis padres que
tanto dieron de su vida para que yo viviera. Agradezco también a todos ustedes,
familiares y amigos, que se unen a la alegría de este día santísimo. A todos
los que han compartido el camino de esta vida con su amistad y su presencia. A todos ustedes, gracias.
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