Queridos amigos y
amigas:
Hemos escuchado
las palabras de Jesús: «Aquí están mis manos; acerca tu dedo. Trae acá tu mano,
métela en mi costado y no sigas dudando, sino cree». Jesús, la luz risueña de
la gloria, visita a sus discípulos cuando atardece y la luz de la resurrección
es ya un recuerdo. La luz divina que permitió a nuestros débiles ojos ver la
gloria de Jesucristo es la misma luz que nos hizo ver los ángeles en el día de
pascua y comprender el misterio de Jesucristo. Pero esta luz tiene un
atardecer. Cuando se retira esa luz admirable, y todo lo cubren las sombras, también
la duda nos asalta. En esa noche Jesús visitó a sus amigos.
Los discípulos
vieron a través de la carne de Jesús a Dios mismo. En sus heridas lo
reconocieron. La Escritura dice que Tomás fue con Jesús cuando resucitó a
Lázaro. Los ojos de Tomás vieron el regreso a la vida de Lázaro. Y sin embargo,
el discípulo se atrevió a hacer una apuesta: «Si no veo en sus manos la señal
de los clavos y si no meto mi dedo en los agujeros de los clavos y no meto mi
mano en su costado, no creeré».
¡Qué extraño eres,
Tomás! El discípulo no quiere solamente oír que Dios vive. Quiere meter sus
dedos y su mano en la carne traspasada. ¿Por qué? Porque sólo la carne
traspasada testimonia el amor llevado hasta el extremo de Dios que quiso
sumergir su inmortalidad divina en la mortalidad de nuestra carne. Si Dios se
hubiera levantado de la tumba sin ninguna huella de su pasión, su amor no sería
razonable, no lo podríamos entender. Tampoco su fidelidad. La gloria de la
carne de Cristo radica en haber sido traspasada, triturada, herida.
En las llagas de
Cristo hay un testimonio de su dolor, de su amor hasta el extremo, de su
fidelidad al hombre, de su belleza destruida. En las llagas de Cristo la gloria
de Dios se desfigura y se transfigura.
El hombre que toca
las heridas de Cristo encuentra en ellas una puerta al corazón de Dios. Es la
puerta estrecha por la que Cristo nos llama a entrar. Las llagas de Cristo,
escuela del dolor y del amor hasta el extremo, son el inicio de la fe.
Contemplamos en las llagas de Cristo el ardor divino en la carne del hombre, su
presencia incómoda, terrible. Entonces nacemos a través de las llagas de Cristo
y de sus sufrimientos para una vida nueva en el corazón de Dios.
Pero hay que
atravesar esa puerta, hay que ir más allá de la chispa luminosa de las llagas
de Cristo para contemplar algo que nuestros ojos ya no pueden ver, el
testimonio que da de Jesucristo el Espíritu de la verdad. Es entonces que nace
la fe, por el testimonio fecundo del Espíritu Santo.
«Dichosos los que
creen sin haber visto». Por eso dice el amado en el cántico más bello de
Salomón. «Levántate, amada mía, paloma mía, que te escondes en las grietas de
la roca, en altos y escabrosos escondites». Le dice «levántate» porque entrar
en el corazón misericordioso de Cristo exige la elevación de la fe. Y llama
«altos y escabrosos escondites» a las llagas preciosas de Cristo donde el
discípulo amoroso entra para habitar. Porque Cristo es la roca espiritual, de
la que mana el agua viva. Allí los ojos del hombre no pueden ver, pero allí se
abren los ojos de la fe porque en esa exquisita intimidad de la misericordia
divina el discípulo es visto. Por eso allí dice el Señor al discípulo amado:
«Déjame ver tu rostro, déjame escuchar tu voz. ¡Es tan agradable el verte! ¡Es
tan dulce el escucharte!».
Que la luz de las
llagas de Cristo despierte nuestros ojos de la fe y nos haga gustar del agua
viva que brota de la misericordia divina. Así sea.
Sermón pronunciado en la primer Misa
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