RP Domnus Evagrius OSB præparavit
En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu
Santo
Señor mío, Jesucristo, Dios y hombre verdadero me
pesa de todo corazón haber pecado, porque he merecido el infierno y perdido el
cielo. Y sobre todo porque te ofendí a ti, que eres bondad infinita, te amo con
todo el corazón y propongo con tu gracia no volver a pecar.
Primera estación
La agonía en el huerto
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos, porque con
tu santa cruz redimiste al mundo
En el Cántico más
bello de Salomón está escrito: «Entré en mi huerto, hermana mía, esposa; he
tomado mi mirra con mi bálsamo, he comido mi panal con miel, he bebido mi vino
con mi leche. Coman, amigos, beban». Estas palabras son palabras de Cristo.
Porque el camino de la cruz inicia en el huerto del amor de Dios, donde Cristo
toma la mirra de su muerte con el bálsamo de su divina inmortalidad; come el
panal de sus dolores con la miel de la voluntad del Padre; bebe el vino de su
pasión con la leche de la vida nueva que renace en la cruz. Vengan, pues,
amigos, coman y beban en el huerto del amor de Dios.
Padrenuestro
Segunda estación
El Señor es condenado a muerte
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
Cuando el Señor
Dios repartió la tierra prometida entre las tribus de Israel, a cada una le dio
una porción como herencia. Pero a la familia sacerdotal, a los hijos de Aarón,
no les dio una herencia terrena, sino que el Señor les dijo: «Tú no tendrás
tierra ni propiedades en Israel como los demás israelitas. Yo seré tu propiedad
y tu herencia en Israel».
El sacerdote
llevaba un pectoral con doce piedras que representaban a las doce tribus de
Israel. Porque teniendo a Dios como heredad, poseía de algún modo todas las
tribus y todas las promesas hechas por Dios a Israel. Por eso Caifás, que era
sumo sacerdote el año de la muerte del Señor dijo: «Conviene que un solo hombre
muera por el pueblo y no que toda la nación perezca». Con estas palabras, el
sumo sacerdote entregó su heredad a la muerte. Dice la Escritura que cuando
Cristo se manifestó ante Caifás como Hijo de Dios, Caifás se rasgó las
vestiduras. El sumo sacerdote se escandalizó de la humildad de Cristo y por
ello se privó del honor del sacerdocio, despojándose de sus ornamentos sagrados
y rasgando el pectoral que une a los hijos de Israel. Entonces entregó a Cristo
en manos de Pilato, que representa a los hombres de toda raza y lengua. A esto
se refiere la Escritura cuando dice que Cristo iba a morir «no sólo por la
nación, sino también para congregar en la unidad a los hijos de Dios que
estaban dispersos».
Padrenuestro
Tercera estación
El Señor lleva la cruz a cuestas
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
Dice la Escritura
que un día Abraham, nuestro padre en la fe, llevó consigo a su hijo amado Isaac
al monte que Dios le indicó para ofrecerlo en sacrificio. «Tomó Abraham la leña
para el sacrificio, la cargó sobre su hijo Isaac, tomó Abraham en su mano el
fuego y el cuchillo, y se fueron los dos juntos». Fíjate bien, Abraham puso la
leña en los hombros de Isaac, pero mantuvo consigo el fuego y el cuchillo
porque de verdad amaba entrañablemente a Isaac. Abraham tomó en sus manos el
cuchillo y el fuego, porque con ellos podría hacerse daño el pequeño Isaac. En
cambio, lo hizo cargar la leña en sus espaldas porque vio desde lejos el
misterio de la cruz y la promesa de la vida. La fe condujo a Abraham al monte
del sacrificio, a este monte santo donde amor entrañable, pasión y vida son la
misma cosa.
En verdad, tanto
amó el Padre celestial a su propio Hijo que aunque puso en sus espaldas el leño
de la cruz, no lo abandonó a la muerte, sino que lo resucitó al tercer día.
Así, pues, Cristo padeció toda la fatiga y los dolores de la cruz como
verdadero hombre, y su divinidad no le ahorró ninguno de sus horribles
sufrimientos; sin embargo, su divinidad tan verdadera nunca se separó de su
humanidad. Tanto amó Dios a su Unigénito, lleno de gracia y de verdad, que puso
sobre sus espaldas el leño en que había de ser glorificado, pero no le dio el
cuchillo ni el fuego que apartan de Dios.
Padrenuestro
Cuarta estación
El Señor cae por primera vez bajo el peso de la
cruz
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
La Escritura dice
que una vez el patriarca Jacob iba de camino y, al ponerse el sol, se dispuso a
descansar. «Tomó una de las piedras que allí yacían, se la puso por cabezal, y
se acostó en aquel lugar. Y tuvo un sueño; soñó con una escalera apoyada en
tierra, y cuya cima tocaba los cielos, y he aquí que los ángeles de Dios subían
y bajaban por ella. Y vio que el Señor estaba sobre ella, y le decía: «Yo soy
el Señor, el Dios de tu padre Abraham, y el Dios de Isaac. La tierra en que
estás acostado te la doy para ti y tu descendencia. Tu descendencia será como
el polvo de la tierra y te extenderás al poniente y al oriente, al norte y al
sur; y por ti y por tu descendencia se bendecirán todos los linajes de la
tierra. Mira que yo estoy contigo; te guardaré por dondequiera que vayas y te
devolveré a este lugar». Este sueño, hermanos y hermanas, era una profecía del
misterio de Cristo. Lo que fue enigma, sueño y promesa para el santo patriarca,
es realidad para Cristo, que es verdadera roca espiritual y piedra angular de
la Iglesia. Cristo yace por tierra bajo la escalera que une el cielo y la tierra.
Esta escalera es la cruz. Arriba está el Padre y sus antiguas promesas reposan
sobre Cristo, roca espiritual. «La tierra en que estás acostado te la doy para
ti y tu descendencia. Tu descendencia será como el polvo de la tierra».
Significa que todos los descendientes del patriarca han de bajar a la muerte y
serán como el polvo de la tierra. Pero Cristo, al caer por tierra, se extiende
como una bendición sobre los que yacen en el polvo de la muerte. Es la promesa
de la resurrección: «Mira que yo estoy contigo; te guardaré por dondequiera que
vayas y te devolveré a este lugar».
Padrenuestro
Quinta estación
El Señor encuentra a su Madre dolorosa
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
En el Cántico más
bello de Salomón, el amado dice a la amada: «Me robaste el corazón con una sola
de tus miradas, con una vuelta de tu collar». Estas palabras se refieren a
Cristo que contempla la mirada de su Madre Santísima. Mirada tan pura y tan
profunda. Mirada que se roba el corazón doliente de Cristo, que arranca por un
instante el dolor atroz del Hijo. En los ojos de la Madre de Dios estuvo, en
ese instante, todo el peso del corazón doliente del Hijo. En sus lágrimas
estuvo el insostenible peso del amor. «Me robaste el corazón con una sola de
tus miradas». Fíjate bien que dice: «me robaste el corazón», porque el corazón
de Cristo es el único artesano y verdadero dueño de la mirada inocente de la
Madre. Pero con la mirada compasiva, la Madre dolorosa robó el corazón doliente
del Hijo. Lo hizo suyo. «Me robaste el corazón con una sola de tus miradas». Es
como si dijera: «Tu mirada habitó siempre escondida en el gozo secreto de mi
corazón, pero ahora, con tus ojos inocentes fuiste un relicario para mi corazón
lastimado». Y dice, «con una vuelta de tu collar», porque los misterios divinos
reposan en el corazón de la Madre como cuentas preciosas de un collar. «María
guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón». En ella Cristo
contempla sus misterios ya cumplidos, por eso dice: «Me robaste el corazón con
una sola de tus miradas, con una vuelta de tu collar».
Dios te salve María
Sexta estación
Simón de Cirene ayuda al Señor a cargar la cruz
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
La pascua judía
es una fiesta familiar. Todos los años, los israelitas debían ir a Jerusalén
para celebrarla. Y, luego de inmolar los corderos en el templo, iban y hacían
los festejos en las casas. Festejaban su vida y su libertad en la ciudad de
salvación, con los de su casa, en el lugar más íntimo y cómodo, el que mejor
hablaba de ellos. Pero los peregrinos, los que no vivían en Jerusalén, iban a
la Ciudad Santa para la fiesta y buscaban sitio donde celebrar. Entonces podían
unirse unos con otros en una casa, y eran como una misma familia por esa noche.
Esa noche eran una familia pascual, una misma casa. También el Señor, entró en
la Ciudad Santa y fundó para siempre con sus compañeros de camino, con sus
amigos de peregrinación, una misma familia: nosotros somos los de su casa. Por
eso «no se avergüenza de llamarnos hermanos». Como nos ha enseñado el beatísimo
Papa Benedicto, Jesús celebró la Pascua «sin cordero y sin templo, y, sin
embargo, no lo hizo sin cordero ni sin templo. Él mismo era el Cordero
esperado, el verdadero… Y él mismo es el verdadero templo, el templo vivo, en
el que vive Dios, y en el que podemos encontrarnos con Dios y adorarle».
Hermanas y hermanos, la cruz es, entonces, nuestra Jerusalén, Ciudad de Paz, la
casa en que habitamos, nuestra tierra prometida, donde echamos raíces y estamos
crucificados con Cristo: él vive en nosotros y nosotros vivimos de la fe en él.
Porque hemos comido su carne y bebido su sangre, y su vida divina corre en
nuestras vidas como en un templo, como la savia vital corre por la cepa y los
sarmientos de la vid hasta dar frutos de suave fragancia. Por eso el peregrino
de Cirene cargó con la cruz del Señor, como el sarmiento carga con los frutos
de la vid.
Padrenuestro
Séptima estación
Verónica enjuga el rostro de Jesús
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
La Escritura dice
que cuando el profeta Elías estaba por salir de este mundo, Eliseo, su
discípulo, quiso acompañarlo hasta el final. Poco antes de que Elías fuera
arrebatado al cielo, el profeta dijo a su discípulo: «Pídeme lo que quieras que
haga por ti antes de ser arrebatado de tu lado». Y Eliseo respondió: «Que tenga
dos partes de tu espíritu». Entonces Elías le dijo: «Si alcanzas a verme cuando
sea llevado de tu lado, lo tendrás; si no, no lo tendrás». Todavía estaban
platicando cuando un carro de fuego con caballos de fuego se interpuso entre ellos
y Elías fue llevado al cielo en un torbellino. Eliseo francamente ya no alcanzó
a verlo. Era tanta la gloria del profeta que lo único que pudo hacer fue
recoger los vestidos de Elías y su manto que se le había caído. Eliseo no vio
al profeta revestido con el fuego de la gloria. Sin embargo recibió su
espíritu. Tal vez porque pudo verlo en el manto que se le había caído. Eliseo
vio a Elías en ese pobre hilacho, donde el profeta se cobijó tantas veces del
frío de su noche oscura, en ese manto donde ocultó su miedo y sus pecados, en
ese trapo que secó el llanto desesperado del profeta.
Algo así sucedió
con Verónica. Una antigua leyenda dice que de entre la muchedumbre se acercó a
Jesús una mujer, Verónica y enjugó el rostro maltratado de Cristo, «sin figura
ni belleza». Entonces el rostro de Cristo se dibujó en el lienzo. Como dice la
Escritura: «Lo vimos sin aspecto atrayente; despreciado y abandonado por los
hombres, varón de dolores y conocedor de dolencias, como uno ante quien se
oculta el rostro... Y con todo, eran nuestras dolencias las que él llevaba y
nuestros dolores los que soportaba». Fíjate bien, en el lienzo de aquella
mujer, el Señor nos dejó su Espíritu como consuelo en toda tribulación. Para
recibirlo, basta mirar en nuestras fatigas, en nuestras dolencias, en nuestro
arrepentimiento, su rostro humilde, el semblante de su pasión, de su amor hasta
el extremo. Esa mujer, Verónica, es la Iglesia, y el lienzo con el rostro de
Cristo sufriente son sus aflicciones y sus pruebas que un día brillarán como
piedras preciosas en un espléndido traje de bodas.
Padrenuestro
Octava estación
El Señor cae por segunda vez bajo el peso de la
cruz
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
En el Cantar de
los cantares está escrito: «El rey Salomón se ha hecho un palanquín de madera
del Líbano. Ha hecho de plata sus columnas, de oro su respaldo, de púrpura su
asiento; su interior tapizado de amor por las hijas de Jerusalén». Salomón
significa «rey de paz», y es un nombre de Cristo, porque él como verdadero rey
pacífico puso en paz todas las cosas por su sangre derramada en la cruz. En
efecto, el palanquín de Cristo es la cruz. Bajo su sombra Cristo recorre el
mundo entero. Sus columnas son de plata, porque la plata es el precio de los
esclavos, y la sombra de la cruz reposa sobre nuestra esclavitud. Su respaldo,
en cambio, es de oro, porque el oro es la justicia y el poder de los reyes,
pero su asiento es de púrpura porque la sangre derramada por su pueblo lo eleva
por encima de todas las cosas. Y también dice el Cantar: «Su interior, tapizado
de amor por las hijas de Jerusalén». Fíjate bien, se tapiza los espacios para
habitarlos. La cruz es, pues, un palanquín tapizado de amor donde el rey de
cielo y tierra espera que tú habites con él. Y dice «por las hijas de Jerusalén»,
porque Jerusalén significa «visión de paz» y las hijas de Jerusalén son las
almas de los contemplativos que nada desean más que contemplar al Rey pacífico.
Esas almas son los tapices amorosos de su casa. La cruz, en su misterio más
profundo, está tapizada con el amor de los contemplativos.
Padrenuestro
Padrenuestro
Nona estación
El Señor consuela a las mujeres de Jerusalén que
lloran por él
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
Los antiguos
vieron en los sauces un símbolo de la condición humana. Los sauces llorones dan
frutos muertos, que no sirven para nutrir la vida, y sus ramas caen como una
lluvia de lágrimas. Bien pronto, los antiguos comprendieron su misterio y
comenzaron a plantar sauces en los viñedos, para que, usando las ramas como
guías, las vides pudieran trepar y adornaran sus ramas con jugosos frutos de
vida nueva. Así es el misterio de nuestra humanidad, que no producía más que
frutos muertos, pero cuando Cristo, vid verdadera, se acercó a nosotros,
comenzó a trepar por nuestros llantos y a cubrirlos con racimos maduros de vida
eterna. «No lloren por mí, hijas de Jerusalén, lloren por ustedes y por sus
hijos». Es como si dijera: «Lloren por sus obras de muerte, por sus pecados,
para que yo suba a través de sus llantos y los adorne con frutos de sabiduría,
justicia, santificación y redención».
Padrenuestro
Décima estación
El Señor cae por tercera vez bajo el peso de la
cruz
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
Cristo dice de sí
mismo en el libro de los Salmos: «Aunque camine por cañadas oscuras nada temo porque
tú vas conmigo, tu vara y tu cayado me sosiegan». ¿Y qué otra cosa son,
hermanos y hermanas, las cañadas oscuras, sino las fatigas y el dolor que
Cristo padeció en toda su vida santísima, como hombre entre los hombres? ¿Y no
son la vara y el cayado divinos la cruz fiel que nos devolvió la vida? «Aunque
camine por cañadas oscuras, nada temo porque tú vas conmigo, tu vara y tu
cayado me sosiegan». El Cordero que se ha dejado conducir por el Padre hasta la
muerte es el Pastor bueno que conoce a sus ovejas, conoce sus fatigas porque él
mismo ha aprendido por el sufrimiento a obedecer.
Padrenuestro
Undécima estación
El Señor es despojado de sus vestiduras
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
El Hijo de Dios,
como hombre entre los hombres, tuvo necesidad de vestirse, de ocultar su
misterio. Llevó sobre sí una túnica sin costura, que nos recuerda la túnica de
piel de los hijos de Adán, esa túnica que abriga el corazón del hombre ante la
frialdad del mundo, y que esconde la pena inexorable del pecado. En el misterio
de la túnica sin costura ganada por un soldado, la humanidad entera sale
victoriosa. Cristo, nuestro verdadero soldado, atraviesa la batalla de la cruz
y gana intacta la túnica de la humanidad.
Padrenuestro
Duodécima estación
El Señor es clavado en la cruz
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
Cuando Adán vivía
en el paraíso, podía comer de todos los árboles del jardín de Edén. Todos le
pertenecían porque Dios le había encomendado custodiarlos. Sólo uno no le era
permitido, el árbol del conocimiento del bien y del mal. Y sin embargo, Adán
comió. Extendió su brazo hacia el árbol funesto para arrancar su fruto y
comerlo. Adán robó su propia desgracia. Sin embargo, en el libro de los salmos
está escrito: «He de devolver lo que no he robado». Son las palabras de Cristo,
que no conoció pecado, que no extendió su mano a la maldad. Cristo ha devuelto
lo que él no robó. Clavado en la cruz, ha colocado de nuevo el fruto robado en
el árbol que conduce a la muerte. Así pagó la deuda de Adán y borró con su sangre
inmaculada la condena del antiguo pecado.
Padrenuestro
Decimotercera estación
El Señor muere en la cruz
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
Un día, el padre
prior llevó a uno de sus discípulos hasta el confín del monasterio. Entonces,
con tanta agilidad se trepó a un árbol y comenzó a mirar la huerta de los
vecinos. Decía a su discípulo: «Sabes, hermano, la huerta que plantaron
nuestros vecinos es muy bonita. Tiene tantos árboles perfumados y de frutos tan
jugosos y perfectos. En nada se parece a nuestras pobres huertas de aguacates».
Y el monjecito atolondrado escuchaba desde abajo, imaginando la belleza y el
esplendor de la otra huerta. Algo así sucede en el misterio de la cruz. Cristo,
llegado a la frontera de su pascua, subió al árbol de la cruz y desde allí nos
habló del amor de Dios, de su perdón, de su belleza, de sus delicias. Todavía
más, desde ese árbol bendito, el Señor exhaló el aroma del jardín de la vida
divina y perfumó nuestra pobre tierra. Con razón dice la Escritura: «El Padre
todo lo ha puesto en las manos del Hijo». Todo el amor del Padre se entrega en
las manos del Hijo. Todo el Espíritu Santo, amor de Dios, descansa en las manos
del Hijo. Este amor es un gemido. Y el Hijo lo entrega a los hombres. Porque el
Hijo ha recibido sin medida el Espíritu del Padre; ha sido ungido por él, con
él y en él. Por eso en el momento más alto de la historia del linaje humano,
cuando finalmente el cielo y la tierra se unen, en la cruz de la vida, el Hijo
entrega el Espíritu como un grito en medio del silencio del Padre. El grito del
Hijo y el silencio del Padre hacen la más perfecta armonía, la más sincera
concordia, de la que toda armonía y toda música son apenas una imitación, una
pálida imagen.
Padrenuestro
Decimocuarta estación
El Señor es bajado de la cruz y colocado en el
sepulcro
Te adoramos, Cristo, y te bendecimos…
«Muerto en la
carne, pero viviente en el espíritu», Cristo permanece el único, el amado del
Padre, la luz risueña de la gloria. Y esta Luz reina desde el madero de la
Cruz. —Ave Crux, spes unica!— para
que al acercarnos a ella podamos ver la verdad de nuestras obras y juzgarlas
según el amor de Dios. En las llagas de Cristo hay un testimonio de su dolor,
de su amor hasta el extremo, de su fidelidad al hombre, de su belleza destruida.
En las llagas de Cristo la gloria de Dios se desfigura y se transfigura. En sus
llagas hay un testimonio de un amor que faltó, de un amor que no pudo ser, el
amor de sus hermanos. Si hubiera habido un poco de amor, «nunca habrían
crucificado al autor de la vida». Y sin embargo, «era necesario que el Mesías
padeciera para entrar en la gloria». En las llagas de Cristo está la gratuidad
de su amor transformada en puerta. El hombre que toca las heridas de Cristo
encuentra en ellas una puerta al corazón de Dios. Es la puerta estrecha por la
que Cristo nos llama a entrar. «¡Qué terrible es este lugar!, verdaderamente es
casa de Dios y puerta del cielo». Las llagas de Cristo, escuela del dolor y del
amor hasta el extremo, son el inicio de la fe. Entonces nacemos a través de las
llagas de Cristo y de sus sufrimientos para una vida nueva en el corazón de
Dios.
Padrenuestro
Padrenuestro
Del Santo Evangelio según San Lucas
«Él les dijo: "Qué insensatos y qué duros de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas. ¿No era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?" Y empezando por Moisés y continuando por todos los profetas, les explicó lo que a él se refería en todas las Escrituras. Al acercarse al pueblo a donde iban, él hizo ademán de seguir adelante. Pero ellos le forzaron diciéndole: "Quédate con nosotros, porque atardece y el día ya ha declinado". Y entró a quedarse con ellos. Y sucedió que, cuando se puso a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando. Entonces se les abrieron los ojos y lo reconocieron, pero él desapareció de su lado. Se dijeron uno a otro: "¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?"»
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